Peter Wollen - El asalto a la nevera

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Escrito con gran brío y erudición, este libro presenta una visión alternativa de la historia del arte y la cultura del siglo XX, que se centra en el ascenso y caída de la modernidad al calor de las luchas sociales y de las transformaciones experimentadas por la economía-mundo capitalista.
Comenzando con un análisis de la influencia de Diaghilev y los Ballets Rusos, Wollen sostiene que el movimiento moderno siempre ha tenido un lado oculto y reprimido que no se puede disolver fácilmente en el relato maestro de la modernidad. Sugiere, mediante reconsideraciones de las pinturas marroquíes de Matisse y de la obra del gran diseñador de moda Paul Poiret, que la historia del arte elevado no puede escribirse con independencia de la historia de la actuación y el diseño. Wollen revisa a continuación las esperanzas, los temores y las expectativas de artistas y críticos fascinados tanto por la cadena de montaje de Henry Ford como por la fábrica de sueños de Hollywood, para concluir con la cáustica visión distópica presentada por Guy Debord de una «sociedad del espectáculo» absolutamente consumista. Fordismo, espectáculo, antagonismo y utopía aparecen aquí magistralmente trenzados en un calidoscopio de rigor intelectual y de perspicacia crítica: la semiotización de la práctica artística como urdimbre de las exclusiones asociadas al proyecto de la modernidad occidental y como impulso transformador de las relaciones sociales realmente existentes.
Por último, Peter Wollen narra la aparición de una nueva sensibilidad subversiva en las películas underground de Andy Warhol, y explora algunas de las formas culturales que están usando los artistas no occidentales a medida que el movimiento moderno entra en crisis y el nuevo siglo se despereza. Objetivo: el asalto de la nevera de Occidente por los desheredados de la Tierra.

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En agosto de 1915, un año después de que empezara la guerra, la revista política y cultural La Renaissance publicó un ataque ad hominem contra Paul Poiret, basándose en la interpretación hecha por dicha revista de un dibujo aparecido en el periódico cómico alemán Simplicissimus, que presentaba a un ama de casa alemana cuyo marido militar le aseguraba que pronto le llevaría un vestido de Poiret. Ergo los vestidos de Poiret eran deseables para los alemanes; gustaban a las mujeres alemanas. «¿Qué piensa al respecto el señor Poiret? ¿Será que, a su pesar, tenía un gusto boche para que los alemanes lo reconocieran como uno de los suyos? Después de la guerra, los franceses tendrán que perdonar a Poiret; ciertamente, lo necesitará.» En octubre, la misma revista volvió al ataque, denunciando a la Maison Martine, el taller de diseño de Poiret, en particular, y pidiendo que sus detestables diseños, su «basura alemana», fueran arrojados al fuego: «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!». Los colores repelentes –«negros, verdes, rojos, amarillos»– fueron considerados objeto de insulto [35].

En esencia, como ha señalado Kenneth Silver, los ataques contra Poiret combinaban la acusación abierta de germanismo, de «gusto de Munich», con la encubierta, pero bien entendida, de orientalismo. Las dos iban, simplemente, unidas en la mente del público. Por ejemplo, un amigo escribió al pintor y diseñador art decó André Mare en 1917 que «Marruecos es hermoso a pesar de los orientalistas, hermoso en sí mismo, hermoso por los marroquíes, hermoso por la decoración marroquí. Soy consciente de que la gente consideraría estos interiores munichois en el sentido que tú sabes» [36]. El escritor de derechas Léon Daudet denunció, de manera similar, al orientalismo alemán, tachándolo de «vanguardismo chirriante» que producía «monstruos discordantes». Llegó a relacionarlo con «las aspiraciones del imperialismo alemán, con las miras puestas en Bagdad y en otras partes. El sello que se ponía en estas turqueries teatrales tenía un significado político». También Diáguilev fue emplumado con la misma brocha –después de todo, Scheherazade fue el principal ejemplo de lo oriental, lo exótico, lo fantástico– e incluso Matisse, de acuerdo con Silver, rebajó prudentemente el tono orientalista de su paleta y su diseño [37].

Poiret retiró una demanda contra sus difamadores, y el caso, finalmente, se solventó fuera de los tribunales. La carrera del diseñador, sin embargo, nunca se recuperó plenamente. Muchos artistas concienciados salieron en su defensa, atestiguando su patriotismo y la cualidad «parisina» de su fantasía. Jacques-Emile Blanche, amigo de Misia Sert, distinguió cuidadosamente en su defensa de Poiret entre lo «germánico» y lo «oriental», atribuyendo la «influencia beneficiosa» de Poiret y Diáguilev al «genio ruso» de los ballets. Rusia, por supuesto, era aliada de Francia. Pero conspicuamente ausente de las filas de los defensores incondicionales de Poiret estaba Jean Cocteau. Sus comentarios hacían meramente referencia a una «era de malentendidos» y concluían con «¡Desgraciadamente, no hay nada que hacer! Debemos esperar». Él también era vulnerable y pronto se vería gravemente afectado por el escándalo sobre Parade, el ballet que organizó con Picasso y Satie para Diáguilev, y que fue abucheado en el escenario con gritos de boche, munichois, etc., como un ejemplo de la mismísima decadencia que Cocteau intentaba evitar.

A pesar de que actuaba con lo que él consideraba grado imprescindible de tacto, Cocteau calculó muy mal. Su objetivo había sido reunir a Picasso y a la vanguardia cubista con Diáguilev y el Ballet Ruso en un intento de crear un frente unido, por el cual la bohemia de la Rive Gauche, representada por Picasso, sería elevada al éxito social de la Rive Droite, representado por Diáguilev, y el exotismo de Diáguilev sería disciplinado por la geometría y el rigor cubista. De hecho, Parade resultó ser demasiado extrema para un público en época de guerra. En lugar de constituirse en el entretenimiento ligero que Cocteau había pensado, con sus referencias cuidadosamente escogidas a la profundamente latina commedia dell’arte, al público le resultó un frívolo vodevil. El americanismo que Cocteau ya había propugnado no era todavía admisible como alternativa aceptable al orientalismo. Cocteau aprendió bien la lección. Después de la guerra, cambió más hacia un neoclasicismo explícito, en el que los elementos de vanguardia y americanistas se presentaban en el registro menos intimidatorio de lo que Lynn Garafola ha denominado «modernidad en el estilo de vida» [38]. En lo referente a moda y decoración, Coco Chanel sustituyó a Pablo Picasso (y no digamos a Léon Bakst) como diseñadora preferida por Cocteau.

En 1929, Diáguilev murió en Venecia y Poiret cerró su salón de moda. El mismo año, Elsa Schiaparelli expuso su primera gran colección y puso fin al ascendiente del que Chanel había disfrutado durante una década. Schiaparelli se había inspirado, primeramente, en Poiret y, en 1934, en el momento culminante de su éxito, fue descrita por Harper’s Bazaar como «la Paul Poiret femenina». Pero, aunque a veces mostraba una clara influencia orientalista, obtuvo su inspiración más intensa del Surrealismo. En la década de 1920, fue protegida de Gaby Picabia, a través de la cual conoció a Francis Picabia y Paul Poiret, pero,también, a Marcel Duchamp, Tristan Tzara y Man Ray, todos ellos ex dadaístas. Sus primeras relaciones con el Dadaísmo la prepararon, en la década de 1930, para el Surrealismo como movimiento tanto de pintores como de escritores. Estuvo especialmente influida por Salvador Dalí, que le pintó una langosta carmesí en un vestido de raso blanco e inspiró su famoso sombrero en forma de zapato. En 1936 diseñó un «vestido pupitre», con hileras de bolsillos bordados para hacerlos parecer cajones, y botones imitando tiradores, basado en dibujos de Dalí. Schiaparelli devolvió a la moda la fantasía y los colores ricos, resumidos por su característico «rosa impactante», que Dalí utilizó para la tapicería del sofá llamado «los labios de Mae West». Reintrodujo el atroz ornamento y una concentración de accesorios ocurrentes y desproporcionadamente llamativos, dando al traste con el comedimiento y el buen gusto. La simplicidad neoclásica y el funcionalismo elegante de Chanel fueron superados en novedad por el profuso y extravagante mundo onírico de Schiaparelli [39].

6. Lo crudo, lo cocinado y lo podrido

El Surrealismo fue el principal sucesor del orientalismo en su calidad de vehículo para rechazar la razón instrumental desde el interior de la vanguardia. De hecho, en sus primeros años, se produjo, dentro del propio movimiento surrealista, una fuerte corriente orientalista de transición. En La révolution surrealiste (1925), Antonin Artaud pidió ayuda a Oriente contra el binarismo de la «Europa lógica», y Robert Desnos pidió a los bárbaros del Este que se unieran a él en una revuelta contra el opresivo Occidente. En abril de 1925, Louis Aragon retomó, nuevamente, el Oriente en la conferencia pronunciada en Madrid en la Residencia de Estudiantes, titulada Surréalisme:

Mundo occidental, estás condenado a muerte. Somos los derrotistas de Europa […]. ¡Que Oriente, tu terror, responda por fin a nuestra voz! Despertaremos en todas partes las semillas de la confusión y de la incomodidad. Somos los agitadores de la mente. Todas las barricadas son válidas; todas las cadenas a tu felicidad, malditas. ¡Judíos, salid de vuestros guetos! ¡Haced que la gente padezca hambre para que por fin conozca el sabor del pan de la ira! ¡Levántate, India de los mil brazos, gran Brahma legendario! ¡Es tu turno, Egipto! ¡Y que los traficantes de drogas se lancen sobre las naciones aterrorizadas! ¡Que los blancos edificios de la distante América se desplomen sobre sus ridículas prohibiciones! ¡Levántate, oh mundo!

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