Todo lujo personal deriva de un placer puramente sensual. Todo lo que hechiza a la vista, al oído, al olfato, al paladar o al tacto, tiende a encontrar una expresión cada vez más perfecta en los objetos de uso diario. Y es precisamente el gasto en dichos objetos lo que constituye el lujo. En último término, es nuestra vida sexual la que radica en el fondo del deseo de refinar y multiplicar los medios para estimular nuestros sentidos, porque el placer sensual y el placer erótico son esencialmente lo mismo. Indudablemente, la principal causa de la aparición de cualquier tipo de lujo debe buscarse más a menudo en impulsos sexuales consciente o inconscientemente operativos. Por esta razón, encontramos que el lujo aumenta allí donde la riqueza empieza a acumularse y la sexualidad de una nación se expresa libremente. Por otra parte, allí donde se niega expresión al sexo, la riqueza empieza a ser acumulada en lugar de gastada.
Quizá en cierto aspecto Weber y Sombart tuvieran mucho en común. Ambos eran románticos anticapitalistas procedentes del mismo círculo intelectual de Heidelberg. Ambos consideraban el capitalismo como algo materialista, un desprendimiento del ideal masculino romántico. Weber achacaba esto a la mecanización, a lo puritano metamorfoseado en máquina, y Sombart, a la feminización, la gratificación sensual, que acaba conduciendo a la depravación y a la perversión. Pero las concepciones que ambos tenían del espíritu capitalista esencial eran completamente opuestas: el ascetismo masculino frente a la grande cocotte. Sombart describía a la amante de corte, la cortesana y la actriz como figuras clave en la evolución del lujo, que imponían el ritmo a otras mujeres, hasta que, al final, el lujo era domesticado en el hogar: «ricos vestidos, casas cómodas, joyas preciosas». De nuevo, encontramos el contraste entre un modelo de producción y un modelo de consumo del capitalismo proyectado en la distinción de género entre lo masculino y lo femenino. Cada uno de ellos refleja una teoría distinta de la dinámica económica que subyacía a la modernidad, y estas dos teorías corresponden a los dos modelos estéticos rivales que hemos analizado.
Sombart criticaba y elogiaba a Veblen. «Para que el lujo se convierta en lujo personal y materialista, debe basarse en una sensualidad despierta y, sobre todo, en un modo de vida decisivamente influido por el erotismo.» Veblen negaba la participación del hedonismo y que la demanda contribuyese al crecimiento económico. Pero Sombart, como Veblen, resalta la importancia de la moda como fenómeno social. Aunque no hace una referencia directa a la gran renuncia masculina, podemos imaginar que la habría considerado parte de la «contratendencia» de «la respetabilidad de clase media» derivada de los sermones de los puritanos, cuya influencia ascendente él sentía, pero a la cual tachaba de diversión temporal. Quizá, pero todavía no había alcanzado su cenit.
El cuerpo femenino de 1900 estaba cubierto y rellenado. Como dijo Veblen, se había convertido en fetiche, en objeto de exhibición para el macho: el «principal ornamento» de éste, como decía Veblen. El cuerpo femenino era el objeto de la «parada» masculina, en el lenguaje de la exhibición sexual empleado por Lacan, más que sujeto de mascarada femenina. Flügel explicó esto como formación reactiva contra la represión del exhibicionismo que supuso la gran renuncia masculina. El exhibicionismo masculino fue desplazado y proyectado en el cuerpo de la mujer, en algo que Flügel consideraba una especie de travestismo por poderes. (Las otras formaciones reactivas presentes, de acuerdo con Flügel, eran la sublimación del exhibicionismo masculino en el rendimiento y en el trabajo, y su reversión a la escopofilia.) Para cumplir esta función de parada, de exhibición masculina por poderes, había que suprimir el cuerpo femenino. Había que ocultarlo y constreñirlo al mismo tiempo. Jean Cocteau calificó a las mujeres que seguían la moda en la Belle époque de raide: tensas, rígidas, ceñidas. La imagen dominante de la mujer era disciplinada, fálica, retentiva [30].
Este cuerpo dio finalmente paso al «cuerpo moderno»: como lo expresó Lazenby Liberty, en Aglaia, una revista que propugnaba la reforma del vestido, un cuerpo «sano, inteligible y progresista» [31]. La forma femenina fue liberada, regulada y despojada de prendas. Cuando el estilo Belle époque fue derrocado y las mujeres ya habían sido liberadas del corsé por Poiret y otros, pronto se abrió paso la nueva apariencia que asociamos con Coco Chanel y Patou, una transformación completada a finales de la década de 1920. Se descartaron el ornamento y el artificio para producir una figura más natural y funcional, una imagen más «controlada» e «insinuada» de diferencia sexual y centro de la exhibición sexual y el deseo. Esto suponía adoptar diversas disciplinas nuevas, internas más que externas: ejercicio, deporte y dieta, en lugar de corsé y ballenas. En realidad, el cuerpo «moderno», aun siendo sano e higiénico, aun siendo «natural», simplemente trajo consigo nuevas formas de escultura corporal. El ejercicio y la manía por la delgadez sustituyeron a las apreturas como formas de artificio extremo.
Colette, en 1925, calificó la nueva imagen de «corta, plana, geométrica y cuadrangular […]: el perfil del paralelogramo». El mismo año, Patou situó sus diseños en un contexto explícitamente funcionalista: «Cada elemento contribuye a la formación de un todo muy homogéneo. No estamos realmente cómodos y no nos sentimos completamente satisfechos si no es en medio de la maquinaria moderna. Ésta ha sido perfeccionada hasta el punto de alcanzar una verdadera belleza, en la que se sostiene el estilo de la época». O, citando a la Bauhaus, «que nuestros muebles, nuestra ropa, la maquinaria que usamos, pertenezcan prácticamente a la misma familia» [32]. Patou usó motivos cubistas y, aunque nunca llegó tan lejos como los constructivistas rusos, el impulso es el mismo. Como podríamos esperar, junto con el culto al sol y a los deportes, al funcionamiento del cuerpo como una máquina eficiente y de suave manejo, encontramos el culto a la máquina en sí como objeto de belleza, además de su utilidad y adaptación a un fin, y, de hecho, debido a ellas [33].
Ángulos y líneas, como explicó Cocteau, permanecían ocultos bajo las amplias faldas del siglo XIX, hasta que un día «el arte negro, el deporte, Picasso y Chanel barrieron las nieblas de la muselina y animaron a la otrora triunfante parisina a volver al hogar o a vestir al ritmo del sexo más fuerte». Cocteau consideró que la década de 1920 era un periodo de masculinización después de la época «femenina» que lo precedía. Sería más preciso decir que la gran renuncia masculina se extendió del traje masculino al femenino, así como por todo el ámbito de las artes: arquitectura, pintura, diseño. La utilidad, la función, la buena forma física y la máquina sustituyeron al ornamento, al lujo y a la exhibición erótica.
5. «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!»
La estrategia de Cocteau para la época posterior a la Gran Guerra de 1914-1918 fue la de aunar la modernidad con el neoclasicismo. Las raíces de su política se encuentran en el periodo de la guerra, cuando Francia, tierra de Descartes y de la Ilustración, se atribuyó las virtudes de la razón clásica, frente a la oleada de supuesta sinrazón y Kultur irracionalista representada por Alemania. Además, en lugar de representar, simplemente, la civilización francesa y latina, la razón podía presentarse como el valor supremo de la propia Europa. Francia podía entonces situarse como el portaestandarte de Occidente, mortalmente amenazado desde el Este por la bárbara Alemania. De ahí se deducía que, bajo la tensión de la guerra, Francia debía abandonar su decadencia y su frivolidad, y volver a los valores masculinos y clásicos del orden, la disciplina y la razón. La razón se convirtió, de hecho, en la consigna de la reacción chauvinista, alimentada por la guerra, pero decidida a reducir los avances conseguidos por la vanguardia en los años de preguerra. Ya en noviembre de 1914, Cocteau pedía, prudentemente, acuerdo y comedimiento («el tacto de comprender en qué medida propasarse») [34], y, gradualmente, surgió una táctica de reinterpretación del Cubismo, para considerarlo no un asalto iconoclasta contra valores antiguos, sino como una vuelta a la razón, la imposición de un nuevo orden geométrico, arraigado en el espíritu de la Grecia antigua.
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