Peter Wollen - El asalto a la nevera

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Escrito con gran brío y erudición, este libro presenta una visión alternativa de la historia del arte y la cultura del siglo XX, que se centra en el ascenso y caída de la modernidad al calor de las luchas sociales y de las transformaciones experimentadas por la economía-mundo capitalista.
Comenzando con un análisis de la influencia de Diaghilev y los Ballets Rusos, Wollen sostiene que el movimiento moderno siempre ha tenido un lado oculto y reprimido que no se puede disolver fácilmente en el relato maestro de la modernidad. Sugiere, mediante reconsideraciones de las pinturas marroquíes de Matisse y de la obra del gran diseñador de moda Paul Poiret, que la historia del arte elevado no puede escribirse con independencia de la historia de la actuación y el diseño. Wollen revisa a continuación las esperanzas, los temores y las expectativas de artistas y críticos fascinados tanto por la cadena de montaje de Henry Ford como por la fábrica de sueños de Hollywood, para concluir con la cáustica visión distópica presentada por Guy Debord de una «sociedad del espectáculo» absolutamente consumista. Fordismo, espectáculo, antagonismo y utopía aparecen aquí magistralmente trenzados en un calidoscopio de rigor intelectual y de perspicacia crítica: la semiotización de la práctica artística como urdimbre de las exclusiones asociadas al proyecto de la modernidad occidental y como impulso transformador de las relaciones sociales realmente existentes.
Por último, Peter Wollen narra la aparición de una nueva sensibilidad subversiva en las películas underground de Andy Warhol, y explora algunas de las formas culturales que están usando los artistas no occidentales a medida que el movimiento moderno entra en crisis y el nuevo siglo se despereza. Objetivo: el asalto de la nevera de Occidente por los desheredados de la Tierra.

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A Matisse, sin embargo, no le molestaba que lo considerasen decorativo. No veía nada que justificar o superar. «Lo decorativo es algo tremendamente precioso para una obra de arte. Es una cualidad esencial. No desmerece el decir que los cuadros de un artista son decorativos.» De hecho, casi siempre se considera un desmerecimiento, ciertamente desde el punto de vista de la modernidad. Como mucho, lo decorativo se considera un medio al servicio de valores más elevados. La antinomia establecida por Greenberg entre lo «pictórico» y lo «decorativo», como la establecida entre lo «funcional» y lo «ornamental», es básica para la estética moderna dominante. Es una de una serie de antinomias similares que se pueden proyectar juntas en una serie de analogías: técnicos/clase ociosa, principio de la realidad/principio del placer, producción/consumo, activo/pasivo, masculino/femenino, máquina/cuerpo, oeste/este… Por supuesto, estas parejas no son exactamente homólogas, pero forman una cascada de oposiciones, cada una de las cuales sugiere otra, paso a paso.

4. El ascetismo masculino frente a la gran cocotte

Los finales reescriben los comienzos. Cada nuevo punto de inflexión en la historia del arte trae consigo un proceso retrospectivo de reevaluación y redramatización, con nuevos protagonistas, nuevas secuencias, nuevos portentos. Descubrimos pasados posibles al mismo tiempo que captamos la apertura de posibles futuros. Ahora que nos acercamos al final del periodo moderno –en las artes visuales, al menos–, necesitamos volver a esos años heroicos de comienzos del siglo XX en los que comenzó a tomar forma el relato.

La modernidad escribió su propia historia del arte y su propia teoría del arte, desde su propio punto de vista. Determinó su propio momento mítico de origen, principalmente con el Cubismo y Picasso (dejando así de lado al Fauvismo y a Matisse). Junto con esto, dio a la propia carrera de Picasso una interpretación particular, resaltando algunos aspectos de su obra y relegando otros. Este proceso depurador comenzó muy pronto. Cocteau ha recordado que, cuando le pidió a Picasso que trabajara con Diáguilev en 1917:

Montparnasse y Montmartre estaban bajo una dictadura. Atravesábamos una fase de Cubismo puritano […]. Era una traición pintar un decorado escénico, especialmente para el Ballet Ruso. Ni siquiera el abucheo de Renan fuera del escenario podría haber escandalizado más a la Sorbona que el hecho de que Picasso contrariara a los asiduos de La Rotonde al aceptar mi invitación [27].

La modernidad percibía una teleología en la convergencia del Cubismo con las técnicas y los materiales industriales y en su evolución hacia el arte abstracto. La verdadera situación, como hemos visto, era mucho más compleja. En los años inmediatamente posteriores a 1910, Poiret, Bakst y Matisse fueron mucho más ampliamente conocidos que Picasso o los cubistas. Influyeron mucho más. Poiret fue el diseñador más famoso de su época, el líder indiscutible de la moda innovadora. El Ballet Ruso barría todo lo que se le ponía por delante en París y allí donde se presentaba. Matisse aumentó constantemente el escándalo de los fauvistas, consolidando su propia reputación con una serie de obras nuevas y asombrosas. Todos ellos representan un momento esencial en la aparición de la modernidad, del que éste renegaría posteriormente. Sólo ahora, quizá, cuando la modernidad se encuentra en decadencia, podemos captar nuevamente su importancia. Fueron fundamentales y con rostro de Jano, mirando hacia el siglo XIX en el que se formaron, y, al mismo tiempo, subvirtiendo y, finalmente, destruyendo los supuestos básicos de dicho siglo. Matisse tenía formación académica: fue alumno de Bougereau, dibujando a partir de moldes de escayola; después, se formó en la Académie Julien, copiando de modelos vivos; más tarde, con Gustave Moreau, copiando durante años en el Louvre: Rafael, Carracci, Poussin, Ruysdael, Chardin. Las raíces del Ballet Ruso estaban en la San Petersburgo imperial, donde el ballet era un arte oficial, directamente administrado por la corte y bajo el mecenazgo del zar. Poiret aprendió su arte en la Belle époque, y su clientela siempre procedió de la aristocracia y la alta sociedad. Poiret y Matisse fueron los últimos orientalistas (en el arte) y los primeros modernos. Rompieron con el arte oficial que los había formado, pero sin abrazar el funcionalismo o rechazar el cuerpo y lo decorativo.

Como ha sostenido Perry Anderson, la modernidad se erigió en «campo de fuerza cultural triangulado por tres coordenadas decisivas»: primero, el arte oficial de regímenes todavía enormemente influidos, y a menudo dominados, por las cortes dinásticas y las antiguas clases aristocráticas y terratenientes (incluso al oeste del Elba); segundo, el incipiente impacto de las nuevas tecnologías aportadas por la segunda revolución industrial, y tercero, la «esperanza o la aprensión» experimentadas ante la revolución social [28]. El esquema de Anderson se basa en La persistencia del antiguo régimen, de Arno Mayer, donde se presenta el mismo argumento de manera más implacable y con un enorme detalle documental. En efecto, Mayer afirma que la realización de la «revolución burguesa» se vio retrasada hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La modernidad se desarrolló junto a esta transferencia de poder durante tanto tiempo pospuesta. Sus primeros pasos los dio en una época en la que las perspectivas distaban mucho de estar claras y las líneas de fisura se vieron a menudo tentadoramente desplazadas.

Parecía cierto que los anciens régimes debían ceder el paso, que su acción de retaguardia dinástica debía terminar, pero no estaba claro qué los iba a sustituir. Observando el futuro, Adolf Loos y Thorstein Veblen ofrecen un pronóstico ejemplar para la modernidad: la utilidad suplantará al ornamento, el técnico suplantará a la clase ociosa, la producción sustituirá al consumo. Decodificado, esto significaba la suplantación de la aristocracia por la burguesía, tanto en la cultura y la política como en la economía. Pero la participación exacta de la burguesía y la influencia cultural de las nuevas tecnologías seguían siendo una cuestión abierta. Durante el periodo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se produjo un vigoroso debate acerca de las probables consecuencias que tendría la nueva fase del capitalismo sobre la superestructura cultural y política, ejemplificada, más llamativamente, por las teorías opuestas planteadas por Max Weber y Werner Sombart [29].

Las opiniones de Weber son ahora bien conocidas. Sostuvo en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que este espíritu derivaba del ascetismo de los puritanos: originalmente una llamada, después una compulsión. Este ascetismo «actuaba poderosamente contra el disfrute espontáneo de las posesiones; restringía el consumo, especialmente de objetos de lujo». El puritanismo repudiaba el lujo y el erotismo por considerarlos «tentaciones de la carne», estimaba la frugalidad y la disciplina de trabajo, fomentaba un punto de vista racionalista y utilitario. Se prefería una «simplicidad sobria» al «brillo y la ostentación». En último término, para Weber, el espíritu del capitalismo había derivado de un protestantismo ascético y evolucionado hasta alcanzar su modo actual de «utilitarismo puro».

La opinión de Sombart era diametralmente opuesta a la de Weber. En su «impreciso y extravagante» Lujo y capitalismo, publicado en 1913, criticó a Weber sin siquiera mencionarlo. Sostenía que el gasto y el lujo eran los verdaderos motivos del desarrollo capitalista. Los grandes centros del lujo eran la corte y la ciudad, que atraían a toda la economía hacia su órbita. Sobre todo, el lujo era un espacio de las mujeres. Para Sombart, el sexo era el motor del capitalismo, en la medida en que todo consumo placentero es una forma de erotismo. Sostenía que:

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