Bataille proyectó una apasionada economía política sobre la teoría del erotismo anal. La mierda es la forma física del gasto y de la pérdida. El placer que produce la prodigalidad deriva del «placer de evacuar», por usar la expresión de Borneman, un placer que debe ser reprimido si se quiere inscribir en la psique los rasgos obsesivos necesarios para fomentar la frugalidad, la disciplina de trabajo y la acumulación [46]. El burgués ascético de Weber es un personaje de ese tipo, ahorrador más que despilfarrador, regular más que irregular, higiénico y preciso en lugar de delincuente y profuso. Desde este punto de vista, la renuncia al ornamento no sólo constituye una negación del exhibicionismo, sino, también, un rasgo de erotismo anal, una limpieza ordenada de lo superfluo y una aversión mezquina hacia lo excesivo y lo innecesario. Para Bataille, por el contrario, el derroche es un placer, una huida de la disciplina y la regulación propias de la economía del intercambio. Defiende las joyas: «Las joyas, como el excremento, son la materia maldita que fluye de una herida». Las joyas son, a un tiempo, materia baja, siempre preferible a los ideales elevados, y derroche brillante.
Bataille combinó la nostalgia por los excesos y la fastuosidad medievales con el optimismo acerca de la multitud revolucionaria [47]. Como señala Michèle Richman en su libro Reading Georges Bataille, «en nuestra propia cultura, la adolescencia manifiesta una dépense susceptible de interpretación psicoanalítica. Su prodigalidad “juvenil”, sin embargo, apenas intuye las consecuencias del éxtasis de dar en “un cierto estado orgiástico”» [48]. Pero, a través de Georges Bataille, quizá podamos percibir una relación entre el Ballet Ruso y el movimiento punk, entre el exceso radical de los últimos años del ancien régime y el de la cultura callejera posmoderna, con su propia escenografía de sumisión, exhibición osada y redistribución decorativa de la desnudez corporal.
De hecho, cuando el Ballet Ruso llegó a Londres, inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, los alumnos de la escuela Slade que formaron el «grupo marcial» que sobresaltó Londres con un «sabbath de brujas del Fauvismo», los «terrores del Soho», eran entusiastas de Bakst y Fokine, al menos de acuerdo con Ezra Pound, quién escribió en su poema «Les Millwin» que
La turbulenta e indisciplinada hueste de estudiantes de arte –
la rigurosa diputación de «Slade» –
estaba ante ellos.
Con los brazos exaltados, con los antebrazos
cruzados en grandes X futuristas, los estudiantes de arte
se regocijaban, contemplaban los esplendores de Cleopatra [49].
La extravagancia del Ballet Ruso fue también, por supuesto, una premonición del camp. (No olvidemos que Erté trabajó como ayudante de Poiret en 1912-1914, y fue responsable de buena parte del «estilo minarete», incluido, por ejemplo, uno de los diseños de más éxito de Poiret, «Sorbete». Vio muchos de los ballets de Diáguilev, incluida la Scheherazade de París, y le fascinaba Rubinstein.) [50]En la década de 1960 se produjo la segunda revuelta contra la gran renuncia masculina, esta vez en el crepúsculo, no en la aurora, de la modernidad. Se recuperó, nuevamente, la moda oriental, con muchas de las mismas ambigüedades. Warhol parecía un Diáguilev de bajo cuño; Jagger desempeñaba, más o menos, el papel de Nijinski pastiche. En un nuevo despliegue de consumismo hedonista, mientras las antiguas industrias fabriles decaían, aparecieron, una vez más, la fascinación por la androginia, la vuelta de lo decorativo y lo ornamental, y la insistencia en el deseo femenino, celebrado o problematizado.
No deseo ni convertirme en un nuevo Veblen desencantado (como el primer Baudrillard, con sus interminables, amargas pero cómplices denuncias contra el fetichismo de la mercancía y contra el espectáculo) [51], ni adoptar la actitud de un iluso partidario de la posmodernidad, siguiendo los gestos surrealistas y disidentes de Bataille. La recuperación de lo decorativo y lo extravagante es sintomática del declive de la modernidad, pero no una alternativa ejemplar ni un antídoto. Fue la sombra sintomática de la modernidad desde el principio. El problema al final, sin embargo, es cómo encontrar modos de desenmarañar y desglosar la cascada de antinomias que constituyeron la identidad de la modernidad y cuyos hilos he ido siguiendo: funcional/decorativo, útil/derrochador, natural/artificial, máquina/cuerpo, masculino/femenino, Occidente/Oriente. Pero el desglose siempre tiene que empezar desde el lado de lo negativo, el Otro, lo suplementario: lo decorativo, lo derrochador, lo hedonista…, lo femenino, Oriente. (Se podría decir, desde la proyección más que desde la negación del deseo.) La naturaleza híbrida y contradictoria de este «otro» arte de nuestro siglo refleja las antinomias de la modernidad y, ocasionalmente, les produce fisuras y les saca astillas. Además de lo cocinado y lo crudo, existe también lo podrido.
En 1913, Paul Poiret dio un ciclo de conferencias en Estados Unidos. Parecía un déspota, decía, sólo porque sabía leer los deseos secretos de las mujeres que se consideraban a sí mismas esclavas. Tenía antenas que le permitían anticipar y leer las «intenciones secretas» de la propia moda. «No os hablo como amo, sino como un esclavo deseoso de adivinar vuestros pensamientos secretos.» La moda, como el inconsciente, «hace lo que quiere, sin importar qué. Incluso tiene, en todo momento, derecho a autocontradecirse y a tomar el bando opuesto a las decisiones que tomó el día anterior» [52]. En esta dialéctica de amo y esclavo (similar a la del analista y el analizado, como nos ha recordado Lacan), el amo es esclavo de los deseos del esclavo, porque puede leer ese deseo por sus indicaciones sintomáticas, y se ve, asimismo, atraído por su «influencia astral». Tomada al pie de la letra, la observación de Poiret es, simplemente, una forma de autojustificarse, asignando el poder al consumidor, y no al productor, en una economía de mercado. Pero, en un plano más profundo, nos recuerda que la fascinación perversa de un productor por los escenarios de Oriente puede corresponder, en grado significativo, al deseo de las mujeres de remodelar su propio cuerpo, de darle un nuevo significado. En último término, la escenografía que Poiret dio a la dialéctica hegeliana sólo puede superarse cuando la esclava sabe leer y escribir los signos de su propio deseo.
[1]La traducción de Mardrus la menciona Marcel Proust; la madre del narrador lamenta habérsela dado a su hijo. Cocteau también se vio influido. En 1906 sacó una revista poética de corta vida llamada Scheherazade, con una portada del ilustrador de Poiret, Iribe, que mostraba a una sultana desnuda.
[2]Claude Lepape y Thierry Defert, The Art of Georges Lepape – From the Ballets Russes to Vogue, Londres, Thames & Hudson, 1984.
[3]Véase la autobiografía de Poiret, My First Fifty Years, Londres, Gollancz, 1931. Entre el estilo Directorio y el oriental, Poiret lanzó la falda trabada. Posteriormente, organizó a un grupo de modelos con pantalones de odalisca que se mofaban de otras con faldas trabadas en el hipódromo y, después, escapaban tranquilamente. Es importante resaltar que, además de diseñar prendas de vestir, Poiret dominaba la decoración de interiores mediante su escuela de artes decorativas, Martine. El libro de Sara Bowman, A Fashion for Extravagance, Londres, Bell & Hyman, 1985, contiene fascinante material sobre Martine. Véase también el libro de Palmer White, Poiret, Londres, Studio Vista, 1973.
[4]Sobre la reforma del vestido, véase el libro de Stella Mary Newton, Health, Art and Reason, Londres, Murray, 1974. David Kunzle, Fashion and Fetishism, Totowa (Nueva Jersey), Rowan & Littlefield, 1982; y Valerie Steele, Fashion and Eroticism, Oxford, Oxford University Press, 1985, proporcionan suficiente información detallada sobre la moda del siglo XIX, especialmente sobre la función del corsé y de la apretura, como para que los lectores se hagan una idea de todas las cuestiones históricas, estéticas, éticas y psicopatológicas que se han convertido en temas de apasionada controversia especializada.
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