Augusto Escobar Mesa - Manuel Mejía Vallejo (1923-1964) - vida y obra como un juego de espejos

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Siguiendo la vida y la obra literaria de Manuel Mejía Vallejo se puede observar a un escritor que se busca a sí mismo a través de sus personajes e historias. En este viaje el lector descubre un autor que subyuga por su curiosidad intelectual, imaginación, afán de libertad y las muchas historias que va tejiendo, a medida que vive la vida como la mejor de las aventuras. Nada le fue ajeno desde que tuvo que abandonar el pequeño pueblo de su infancia para instalarse en la gran ciudad y, desde esta, imaginar el mundo con todas sus fisuras y contradicciones. Su vida y su obra, que se sigue paso a paso en esta primera parte de su biografía, nos revela a uno de los escritores más representativos y singulares de la literatura colombiana del siglo XX.

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Cuando aún Mejía se encontraba en Centroamérica, un crítico salvadoreño que leyó la novela dijo sobre esta que «es una elegía a la tierra, al bien perdido. A ratos lo vemos resbalar peligrosamente hacia la dulcedumbre romántica al estilo de María . Pronto se recupera y vuelve a ser él. Son los recuerdos de un adolescente con alma de poeta» (Gallegos, 1956, p. 43). Cincuenta y tres años después de la aparición de La tierra éramos nosotros , el ensayista y poeta Santiago Mutis (1998) se acercó como pocos al espíritu de lo que esta es y lo que significa para un escritor que se inicia al oficio de manera precoz

En plena y ardiente juventud, lo cual explica su inmanejable abundancia, la avalancha de emociones, su probable falta de maestría, su desbordante y espléndido caos, y el magnífico espectáculo de vida que nos brinda con su don natural de narrador: el de permitirnos ver nacer a un hombre y al mismo tiempo a un escritor. La fascinante complejidad de cualquiera de estos hechos está aquí contada con todas sus profundidades y matices, con todas las contradicciones, dudas y revelaciones, que como ángeles y demonios venidos del fondo del aire, del misterio mismo de la condición humana —atada al mástil del tiempo— se lanzan sobre una criatura que dolorosamente comienza a despedirse de la juventud y a internarse en la sombra que aún lo separa de la madurez […] La tierra éramos nosotros es una pieza autobiográfica y la sorprendente bitácora de un viaje interior por el que debe pasar la humanidad entera: la determinación de tomar la vida en las propias manos […], asumir el destino que brilla desde lo más lejano del alma y «leer en el tiempo el lugar del mundo en que se halla». En esto, la novela es admirable, y su lectura una lección que pocas veces se nos da en forma tan honrada […] La «falta de maestría» de Manuel en La tierra éramos nosotros está en haber llevado a la novela todo cuanto aquejaba su alma, todo cuanto sabía y había visto y oído, todo cuanto amaba y deseaba, todo cuanto quería poner a salvo. La complejidad de asuntos que intenta exponer en ella es abrumadora, y fascinante, y se funde con su vida […] No conozco entre nosotros un ejemplo más intenso, más dramático, más complejo y veraz, ni más diáfano, que este que nos brinda Manuel de cómo un hombre se aventura en la línea de sombra, este repentino eclipse que nos nubla el corazón y la inteligencia, y navega en sus aguas siguiendo solo una estrella, la suya, arrastrando el alma entre peñascos, con una honestidad, un talento y una entrega dignas del mayor respeto. (pp. 136, 137)

Rumor mendaz

Desde su publicación, La tierra éramos nosotros generó muchos elogios y los infaltables detractores que no conocían los antecedentes de la gestación de la novela ni les interesaba, porque les era difícil aceptar que alguien que apenas había superado los veinte años tuviera tanta capacidad para narrar e intercalar no pocas reflexiones de calado filosófico. Tal vez por esto, cuando salió la novela , Monseñor Félix Henao Botero, rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, la atacó por inmoral. Esta fue la misma Universidad que había marginado a Mejía cuando estudiaba el bachillerato por sus ideas distintas, por lo cual no terminó sus estudios. Pero el ultra conservadurismo de cierto clero fue más allá cuando el padre Bernardo Restrepo, párroco de Jardín, hizo quemar, según Mejía, algunos ejemplares en el parque en una especie de auto de fe. Cosa que llegó al ridículo en una novela ingenua y sin malicia alguna. Al respecto de la desconfianza de algunos de sus colegas, afirma Mejía:

Me dio mucha tristeza que los mismos amigos dijeran que la novela no era mía, que tenían pruebas suficientes para corroborar que era de mi tío, porque yo estaba muy joven para escribir cosas tan profundas como se veían en esa novela; por lo menos ahí me elogiaron y me llevaron a demostrarles, con mis posteriores trabajos, que era un escritor. (Escobar, 1997, p. 69)

Además, como él mismo advierte, fue ingenuo escribir una novela en la que hasta se le «olvidó cambiar los nombres a los personajes, y fue eso lo que más gustó a los campesinos de mi tierra, que se reconocían en las páginas del libro» (Escobar, 1997, p. 70; Pineda, 1964, p. 27). La desconfianza y el cuestionamiento de ciertos sectores dominantes de la sociedad antioqueña ante la nueva generación fueron compensados en parte al ser aceptados y promovidos por la anterior generación de escritores, que era lo que a ellos en realidad les interesaba «porque sabíamos que la sociedad seguiría con sus prejuicios contra nosotros o contra cualquier nuevo poeta o artista que apareciera» (Escobar, 1997, p. 69) 74.

En un artículo publicado en 1928 por Sanín Cano (1977), conocedor del medio intelectual europeo y colombiano, este último es descrito como anclado en el academicismo, la tradición fijada, la mediocridad, el arribismo y lo poco que había cambiado con el paso del tiempo:

El anhelo pueril de enriquecerse a toda costa, el ansia de entretenimientos superficiales y la aspiración a formar parte de los cuadros burocráticos, desadaptan a la juventud y le conservan a la República el carácter de residuo fósil en medio de la agitada vida que lleva la especie humana, allí donde la vida está de acuerdo con las ideas y sentimientos de una civilización renovada y perpetuamente renovable. (p. 642)

Es tal el éxito de La tierra éramos nosotros que, entre los muchos comentarios de periodistas, escritores, lectores de Antioquia y del país, raro es el comentario negativo, salvo indicar algunos defectos de forma o ingenuidades de un iniciado. Durante los primeros nueve meses de publicada la novela, todos resaltaban la precocidad narrativa del recién llegado a la literatura y la profundidad de muchas reflexiones sobre los grandes temas metafísicos de la vida, así como la visión casi poética y trágica de la naturaleza y del mundo del campo y de sus naturales habitantes. Esto resultaba difícil de aceptar para dos jóvenes iniciados a poetas de la misma región de Mejía, Iván Piedrahita y Federico Ospina, de Andes y Jardín, quienes lanzaron un rumor que causó mucho revuelo, acerca de que la novela no había sido escrita por Mejía Vallejo, sino por un tío abogado suyo de igual nombre, Manuel Mejía Montoya, muerto once antes 75.

Durante más de una semana se armó un escándalo en torno a los calumniadores que nunca mostraron las pruebas que decían tener, y alrededor de los defensores de Mejía Vallejo que eran la mayoría de los intelectuales de la región 76. Estos últimos cuestionaron la mala fe de los supuestos poetas, mientras Mejía permanecía silencioso. Incluso, recuerda Mejía dos anécdotas sobre el asunto:

Por esos días recibí una carta del director de la Biblioteca de Pasto donde me decía que con razón había maliciado que un mocoso como yo no podía escribir una novela tan linda como esa; que eso únicamente lo podía hacer alguien que tuviera inteligencia y una vida brillante. (Escobar, 1997, p. 69)

Similar opinión recibió de un magistrado de Medellín «cuando la prensa aseguró que había pirateado la obra: ‘con razón imaginaba yo —dice el magistrado— que una novela tan madura no podía ser escrita por un idiota de veinte años’. Después tuvo que pedirme excusas» (Pineda, 1964, p. 27).

Mejía seguía en silencio. Mucho después, refiriéndose a esto, se preguntaba cómo podía ser esta novela de su tío, un hombre de edad y culto, mientras que él había vivido hasta el comienzo de la adolescencia en el campo y era un joven sin experiencia de vida ni literaria, aunque sí un lector de lo poco que llegaba a su casa. Lo particular del caso fue que, mientras Mejía permaneció en Medellín y recibía elogios de las más diversas personalidades culturales, nadie salió a la palestra para decir que la novela no era de él, pero en cuanto se ausentó para viajar a Bogotá a promover su libro y gestionar una segunda edición, Ospina y Piedrahita contactaron a un corresponsal del periódico bogotano El Liberal en Medellín, Hernán Gallego (1946), para contarle de la supuesta pirateada del libro y desprestigiar al novel escritor. El corresponsal transmitió ingenuamente la falsa información a su periódico en Bogotá, después de que Piedrahita y Ospina, amigos suyos, informaran de manera personal que tenían evidencias de que la novela de Mejía no era suya e insistían en que se divulgara de inmediato, en tanto que prometían los documentos que avalaban lo dicho, los cuales nunca llegaron.

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