1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 Primera novela, primeros desafíos
La historia de La tierra éramos nosotros comenzó cuando la madre de Mejía encontró los manuscritos guardados en un escritorio y decidió consultarle a su cuñado José Manuel Mora Vásquez, que era un conocedor de asuntos literarios y había sido un miembro del grupo literario Los Panida. Los comentarios positivos de este motivaron a doña Rosana a invertir sus ahorros en la publicación, porque tenía gran confianza en la capacidad narrativa de su hijo, demostrada ya antes con el estilo de las cartas enviadas a su madre desde Medellín, y cuando había servido de mensajero amoroso entre campesinos, en sus tiempos de Jardín.
En una entrevista a la madre de Mejía con motivo del Premio Nadal, cuenta esta que cuando su hijo cursaba cuarto bachillerato en la Bolivariana escribió La tierra éramos nosotros , «pero sus dotes no eran conocidas sino en el campo de la pintura y de la escultura; tenía entonces veinte años» (Mora, 1964. Arch.*). La novela fue publicada en diciembre de 1945, bajo el sello editorial de su amigo Balmore Álvarez 58, con 229 páginas, diseño de portada de Mejía y un valor de 1,80 pesos 59. La tierra éramos nosotros es una obra significativa en la producción literaria de Mejía por varios aspectos: primero, es su ópera prima y está escrita con transparencia, ingenuidad y autenticidad. Segundo, es una novela autobiográfica basada en los recuerdos de infancia y adolescencia, y también biográfica sobre aspectos de su familia, personajes del lugar y la época y del paisaje de Jardín y el suroeste antioqueño. Tercero, es una novela precoz y fundacional, escrita a una temprana edad en la que apenas si se tiene una percepción de la realidad inmediata y muestra ya una visión del mundo que trasciende el marco rural y pueblerino en el que se desenvuelve la historia de la novela. Cuarto, sorprende que alguien que apenas despierta a la vida adulta pueda abordar temas como la vida y la muerte, el tiempo, la perennidad y fugacidad de las cosas, el amor y el olvido y otros asuntos de manera tan reflexiva y con distancia como pocos pueden hacerlo a esa edad. Quinto, es una novela emocional, espontánea y sin ínfula ni impostura alguna, construida con palabras dichas con verdad. Sexto, con La tierra éramos nosotros , Mejía inaugura buena parte de las temáticas que desarrollará a profundidad en otros textos posteriores y que en esta se encuentran como acertadas intuiciones.
Iniciada su escritura a los veinte años, La tierra éramos nosotros relata la llegada del joven protagonista a su pueblo, que se supone sea Jardín, y luego a la hacienda. Está de nuevo de regreso al lugar y no permanecerá mucho tiempo, porque ya nada le pertenece a la familia. Desde su llegada, comienza a mostrar cómo es el lugar, los personajes populares que se distinguen en el pueblo y los que han hecho historia en el lugar: arrieros, guapos, músicos y, en la hacienda: administradores, trabajadores, empleados de confianza, serenateros, contadores de historias, mujeres de la cocina, enamorados y muchachas, como la hermosa Morena, que alegraron la vida del joven Bernardo 60. Como si fuera una cámara, el narrador va describiendo los muchos y diversos paisajes, su vegetación maravillosa, los atardeceres y amaneceres, las tormentas que arrasan con la naturaleza, las viviendas, los animales y la vida en su natural discurrir y, de nuevo, el irrevocable renacer de lo natural. Recuerda, igualmente, los tiempos de cultivo y de cosechas, las noches al lado de la lumbre mientras unos cantan y otros improvisan historias de personajes legendarios, de fantasmas y de lugares maravillosos. También se habla de los momentos especiales de la familia, como la Navidad y fin de año, de la educación de los hijos del patrón y la convivencia de estos con los hijos de los trabajadores.
En fin, el protagonista va dando cuenta de los muchos momentos especiales de su infancia y comienzos de la adolescencia en medio de un mundo rural singular, único y casi paradisíaco que ya no existe, porque es apenas una sombra de lo que era. Por eso siente un profundo desarraigo de haber perdido ese mundo. Ahora, a los veinte años, es un ser errante que busca caminos en el horizonte que no se dibujan todavía, solo en sueños, porque como afirma Bernardo,
Se va perdiendo el campesino que en mí había para dar rienda suelta al eterno yo insondado. ¿Qué fue de todo lo que pude haber sido? ¿Qué de mis ansias de grandeza y del amor ideal y de la vida muelle entre la gloria? Quienes esperaron de mí, quienes esperan ¿estaban equivocados? Saldré de estas breñas cuyos campesinos me enseñaron a querer. Pero ¿para dónde?, ¿para qué? La tierra que por tantos lustros fue de la familia quedará en manos profanas. Han aislado nuestras vidas […] Siento remordimiento y no sé de qué. Me veo hecho un criminal. Me he matado a mí mismo. Se revuelcan las ideas en palabras inconclusas […] Soy una sombra, una sombra negra. Me iré solo. Soy una sombra… (TEN, pp. 207, 208, 209)
Dos hechos reales motivaron la aparición de La tierra éramos nosotros : uno real y otro ficcional. El primero fue consecuencia del embargo de la finca en la que Mejía pasó su infancia y pubertad. Era un problema legal de entrega de una parte de la propiedad que afectó mucho al padre y a toda la familia, pero en particular al joven Mejía, porque la pérdida de aquel bucólico espacio sería irremediable. Según lo sugiere Mejía en algún momento, la venta de la hacienda no se debe a deudas directas del padre, sino a que este había servido de fiador a otras personas que no respondieron a la palabra empeñada, y su padre sí lo hizo; de ahí vino la quiebra. Con tal desastre económico familiar, recuerda Mejía, «todo se vino al suelo» (Hoyos, 1975, p. 235). Ante esta situación el tío político del escritor, el abogado y político José Manuel Mora Vásquez, le sugirió que debía escribir la historia de la injusticia cometida contra su padre y familia, pero en ese momento no tenía las suficientes herramientas ni el ánimo para hacerlo. Así cuenta Mejía lo que sentía en ese momento:
A raíz de un embargo de las fincas, comenzó a perderse el café y toda clase de comida y frutos porque no se podía tocar nada. Vivimos entonces una crisis que nos afectó a todos, especialmente a mi padre. Hubo pues que vender gran parte de la tierra. Un día le dije a mi padre que había que vender y me dijo: «que me traigan un poder que yo lo firmo, pero que la venda Bernardo, porque yo no vendo eso. Vender Gibraltar, Monteloro, Pipintá, La India, es como venderlos a ustedes, es como vender a Rosana, la infancia, la vida que se vivió allí; yo no firmo». Mi padre nunca quiso firmar la escritura de la venta de la finca. Aceptaba que había que venderla porque era una situación económica apretada, pero no lo haría él, y nunca quiso volver por esos caminos. Y a mí no se me ha podido despegar de la memoria la vida que viví de niño y de adolescente en aquellos territorios azarosos, abruptos y hermosos, y aquellas narraciones que escuchaba de «La tierra del irás y no volverás», de «La flor de lilolá», de los cuentos encantados, de los aparecidos locales [...] Por eso mi primera novela se llamó La tierra éramos nosotros. Nosotros en realidad éramos el barro, la arcilla que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas, con nuestros compañeros. Esa novela trataba de contar mínimas aventuras cuando no había realmente una conciencia de la aventura. Tal vez no salíamos a buscar pelea con seres sobrenaturales, ya era sobrenatural salir, adentrarse en el monte, tirarse a los charcos, domar potros y novillos como lo hacíamos; tal vez era aventura escuchar al padre, a los tíos que venían de otros países, de otras ciudades y contaban también con ese poder mágico de la palabra para rehacernos los mundos posibles que siempre tiene el hombre cerca o lejos de su mirada. Pasaba el tiempo y era la búsqueda desesperada de un camino, la pelea grande que debe pelear el hombre; de dónde viene y para dónde va. Buscar una seña de identificación, una cédula para presentarse a sí mismo y en su territorio. (Escobar, 1997, pp. 193-194, 201)
Читать дальше