Si me ponía de pie y caminaba hacia el todoterreno, me llevaría menos de dos días regresar a casa.
Green Creek nunca me había parecido tan lejano.
Apareció un lobo. Kelly.
Tenía un conejo en la boca: el cuello roto, el pelo apelmazado por la sangre. Lo dejó caer a mis pies.
–No sé qué demonios quieres que haga con esto –observé, irritado, y lo empujé con el pie.
Me lanzó un quejido y se volvió hacia el bosque.
A continuación, llegó Joe. Otro conejo.
–Quizás esta clase de conejo está en peligro de extinción –le comenté–. Y estás contribuyendo a su exterminio sin que lo sepas.
Sentí un estallido de color en la mente, luz solar cálida y brillante. Joe estaba entretenido. Se reía. No hacía eso cuando era humano.
Lo dejó caer a mis pies.
–Por todos los cielos –murmuré.
Se sentó junto a su hermano, mirando hacia los árboles.
Esperé.
Por fin, Carter volvió. Arrastraba las patas. Traía una ardilla gorda entre los dientes. No me miró a los ojos cuando la dejó junto a los conejos.
Suspiré.
–Eres un idiota.
Empujó la ardilla con la nariz en mi dirección.
–Pero yo también lo soy.
Lentamente, alzó la mirada.
–Estúpidos chuchos de mierda –dije y luz del sol y manada y una pregunta vacilante ¿¿AmigoAmigoAmigo??
Extendí la mano.
Apretó el hocico contra mi palma.
Luego, sacó la lengua y me babeó todo.
Lo miré con furia mientras retiraba la mano.
Ladeó la cabeza.
Cociné los conejos.
Los lobos estaban satisfechos.
Les dije que no pensaba tocar la ardilla.
Se sintieron menos satisfechos.
Esa noche, sus canciones siguieron estando llenas de tristeza y rabia, pero una línea de amarillo las atravesaba. Como el sol.
–¿Qué estás haciendo? –me preguntó Kelly. Otra noche, otro hotel cualquiera en alguna zona rural del estado de Washington. Carter y Joe habían salido a buscar comida. Habíamos pasado las noches anteriores en el todoterreno, y tenía ganas de dormir en una cama.
Pero, antes debía quitarme de encima el exceso.
Me quedé de pie en el baño, sin camisa, contemplándome en el espejo, sin reconocer al hombre que me devolvía la mirada. La barba oscura que me cubría la cara se estaba descontrolando rápidamente. El pelo negro me llegaba por debajo de las orejas y se rizaba en mi nuca. Por alguna razón, estaba más grande, más endurecido de lo que había estado antes. Los brazos completamente cubiertos de tatuajes lucían más estirados que nunca. El cuervo estaba rodeado por rosas, las espinas le envolvían las garras. Runas y símbolos arcaicos se extendían por mis antebrazos: rumanos, sumerios, gaélicos. Una amalgama de todos los que me habían precedido. Marcas de alquimia, de fuego y agua, de plata y viento. Habían sido tallados en mí por mi padre a lo largo de los años, el cuervo había sido el último.
Todos excepto el que tenía en el pecho sobre el corazón. Ese era mío. Mi elección. No era mágico, pero lo había hecho por mí.
Kelly lo vio. Abrió mucho los ojos, pero supo comportarse. Una cabeza de lobo, echada hacia atrás y aullándole a la luna. En el diseño de su cuello había un cuervo, con las alas desplegadas a punto de tomar vuelo.
Mi elección.
Solo mía.
Mía.
Lo había mantenido oculto durante tanto tiempo que ni siquiera había pensado en él cuando vine aquí y me quité la camisa, con ganas de hacer algo para quitarme de encima la sensación en la piel.
–¿Vas a quedarte mirando? –desafié a Kelly.
–Solo… –negó con la cabeza–. No tiene importancia. Te dejo solo.
Maldición.
–Estaba pensando...
Pareció sobresaltarse.
–¿Acerca de qué?
–Me vendría bien un corte de pelo.
Dijo “sí” y “yo también”. Se pasó la mano por la gruesa melena, tirando a rubia oscura. Le asomaba una barba incipiente, como si no se hubiera afeitado por una semana, pero era descuidada y rala. Era un niño, maldición.
Bajé la vista hacia la maquinilla barata que había comprado en nuestra última parada.
–Te diré algo –anuncié con lentitud, pensando en un conejo a mis pies–. Tú me ayudas, y yo te ayudo.
No debería haberse entusiasmado tanto por algo tan insignificante.
–¿Sí?
–Por qué no –me encogí de hombros.
–Pero yo no… –frunció el ceño–. Nunca le corté el cabello a nadie.
Resoplé.
–Nada de cortar. Rasurar. Rasurarme todo el pelo.
Parecía horrorizado. Casi me río de él.
Casi.
–Iré yo primero –continué–. Y luego me dices si quieres que te lo haga yo a ti.
Le temblaron un poco las manos cuando me senté sobre el excusado. Sus rodillas chocaron con las mías. Me miró como si no supiera por dónde empezar.
–De adelante hacia atrás. La parte superior, luego los costados. La parte de atrás la dejamos para el final.
Se lo veía inseguro.
–Ey –le dije, recordando a mi padre a mi lado, con la mano en mi hombro–. No tienes que…
–Puedo hacerlo.
–Hazlo, entonces.
Su toque fue suave al principio, vacilante. Se sentía bien, seguro, casi como había sido todo antes de que Kelly existiera. Cuando manada significaba algo, cuando brujos y lobos y cazadores no habían hecho lo posible para quitármelo todo. Odiaba esa sensación. Me permití sentir su toque. No era algo sexual, tampoco quería que lo fuera. Y, con seguridad, no era Thomas Bennett.
Pero era algo.
Encendió la rasuradora.
Zumbó junto a mi oreja.
El cabello cayó sobre mis hombros, sobre mi falda. Sobre la toalla en el suelo.
Inclinó mi cabeza hacia adelante y hacia atrás. Hacia el costado. Siguió y siguió.
Dejó la parte de atrás para el final, tal y como yo le había indicado.
Por fin, apagó la rasuradora.
Me sentí más liviano.
Me pasé la mano por la cabeza, los dedos rozando los vestigios de cabello.
Dio un paso atrás.
Me paré.
El hombre que me devolvió la mirada desde el espejo seguía siendo duro. El ancho de su pecho. La fuerza de sus brazos. Una sombra incipiente sobre el cráneo.
Era un desconocido. Me pregunté si él sabría quién era.
Parecía un lobo.
–¿Está bien? –preguntó Kelly–. No sé si…
–Está bien –dije, ronco–. Está… bien.
–Mi turno. Quiero lo mismo.
Parpadeé. Mi reflejo me imitó. Los tatuajes parecían un poco más brillantes.
–¿Estás seguro? Podría tomar las tijeras y…
–Quiero lo mismo –repitió.
Carter y Joe volvieron cuando estaba a mitad de la tarea. Las fosas nasales de Kelly temblaron y el cuervo de mi brazo cambió ligeramente antes de que abrieran la puerta.
Los ignoramos cuando nos hablaron.
–Sigue –pidió Kelly–. Córtalo todo.
–Qué demonios –escuché que Carter exclamaba débilmente desde la puerta del baño.
Joe no dijo nada.
Cuando terminé, dejé la rasuradora sobre la mesada y cepillé los hombros de Kelly. Se puso de pie frente a mí hasta que estuvimos cara a cara. Lo tomé de la barbilla y moví su cabeza lentamente de lado a lado.
Asentí y di un paso atrás.
Se observó en el espejo durante un largo rato.
Parecía mayor. Me pregunté qué pensaría Thomas del hombre en el que se había convertido. Me imaginé que se sentiría desolado.
–Házmelo a mí –exigió Carter–. Yo también quiero lucir como un jodido tipo duro.
Maldición.
Joe fue el último. Parados en el minúsculo baño, con sus hermanos rodeándonos, observándolo.
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