Estiró la mano lentamente y se pasó la palma por el cabello antes de mirarse las manos. Me pregunté si vería al lobo debajo.
–Está bien –dijo–. Está bien.
A partir de entonces, cada algunas semanas, empezábamos el proceso de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.
Mi bolso marinero tenía un bolsillo secreto.
No lo había abierto desde que nos marchamos, por más deseos que sintiera.
–¿Cuándo lo supiste? –me preguntó en susurros Joe, sus hermanos dormían en el asiento trasero, el murmullo de los neumáticos sobre el pavimento era el único sonido. Habíamos salido de Indiana y entrado a Michigan una hora antes.
–¿Saber qué?
–Que Ox era tu lazo.
–¿Importa? –aferré con fuerza el volante.
–No lo sé. Me parece que sí.
–Era… un niño. Su padre no era bueno. Le di trabajo porque sabía de coches, pero no era un buen hombre. Tomaba más de lo que daba. Y no… Ox y su mamá se merecían más. Algo mejor que él. La lastimó. Con palabras y con las manos.
Un automóvil pasó en la dirección contraria. Era el primero que veíamos en más de una hora. Sus faros eran brillantes. Parpadeé para quitar la imagen residual.
–Ox vino a verme. Necesitaba ayuda pero no sabía cómo pedirla. Y yo lo supe. No era mío, pero lo supe.
–¿Incluso entonces?
–No –negué–. Fue… llevó más tiempo. Porque yo no sabía cómo… Ya no sabía cómo ser yo. Odiaba a los lobos y odiaba a la magia. Tenía una manada, pero no era como antes.
–Los tipos del taller.
–No lo sabían –asentí–. No lo saben y espero que nunca lo averigüen. No pertenecen a este mundo.
–No como nosotros. No como Ox.
Odié eso.
–¿No como Ox? ¿Nunca piensas en cómo sería su vida si no lo hubieras encontrado?
–Todo el tiempo. Cada día –rio con amargura–. Con todo mi ser. Pero él era… era bastones de caramelo y piña. Era épico y asombroso.
Tierra y hojas y lluvia…
–¿Con eso lo justificas?
–Es lo que me hace salir de la cama cuando no quiero más que desaparecer.
Las líneas amarillas de la carretera perdieron definición.
–Le di una camiseta con su nombre. Para el trabajo. Para su cumpleaños. La envolví con papel con motivos de muñecos de nieve porque no encontré otra cosa –suspiré–. Tenía quince años. Y era… no debería haber pasado. No así. No sin que él supiera. Pero no pude detenerlo. Por más que lo intenté. Es que… todo encajó. De una manera en la que nunca pasó con Rico. Chris. Tanner. Son mi manada. Mi familia. Ox también, pero es…
–Más.
Me sentía indefenso frente a eso.
–Sí. Más. Supongo que lo es. Más de lo que la gente espera. Más de lo que yo esperaba. Se convirtió en mi lazo después de eso. Por una camisa. Por un papel de regalo con muñecos de nieve.
–¿Qué era antes? Tu lazo.
–No lo sé. Nada. No hacía magia, más allá de las guardas. No quería. No quería nada de eso.
–¿En algún momento fue Mark?
–Joe –advertí.
Él contempló la carretera oscura.
–Cuando no hablas, cuando pierdes la voz, te obliga a concentrarte en todo lo demás. Pasas menos tiempo preocupándote acerca de qué decir. Oyes cosas que quizás no habías oído antes. Ves cosas que se habrían quedado escondidas.
–No es…
–Me encontraron. Mi papá. Mamá. Después de que él… me llevara. Me encontraron, y no quería más que decirles gracias. Gracias por venir por mí tal y como prometieron. Gracias por dejarme seguir siendo su hijo pese a estar partido al medio. Pero… no pude. No pude encontrar palabras qué decir, entonces no dije nada. Vi cosas. Que quizás no habría visto.
–No entiendo.
–Carter –dijo–. Pone buena cara. Es grande, fuerte y valiente, pero cuando volví a casa lloró más que cualquiera. Durante un largo tiempo, no permitía que nadie me tocara. Me llevaba a todos lados, y si mamá o papá intentaban alejarme de él, les gruñía hasta que retrocedían. Y Kelly… Yo tenía… pesadillas. Las sigo teniendo, pero no como antes. Cerraba los ojos y Richard Collins estaba de pie sobre mí en esa cabaña sucia en el bosque, y me decía que hacía esto solo por lo que mi padre había hecho, que había matado a toda la manada, que mi padre le había quitado todo. Y me rompía los dedos uno a uno. O me golpeaba la rodilla con un martillo. No puedes pasar por lo que yo pasé y no tener sueños. Aparecía en los míos todo el tiempo. Y cuando me despertaba, Kelly estaba en la cama junto a mí, besándome el cabello y susurrándome que estaba en casa, en casa, en casa.
La lluvia golpeó el parabrisas. Unas pocas gotas, en realidad.
–Mamá y papá… –continuó–. Bueno. Me trataban como si fuera frágil. Como si fuera algo precioso y roto. Y quizás lo era, para ellos. Pero no duró, porque papá sabía de lo que yo era capaz. En lo que me convertiría. Pasé dos meses en casa antes de que me llevara sobre su espalda hacia los árboles para contarme lo que significaba ser un Alfa.
Estaba sonriendo. Podía oírlo. Cielos, cuánto dolía, maldición.
Sabía a dónde quería llegar. Quién faltaba.
–Mark –dijo Joe.
–No.
–Yo no podía entender qué era. Por qué parecía que estaba con nosotros pero en realidad no. Hay una señal. Es química. Es el aroma de lo que estás sintiendo. Es como si… sudaras tus emociones. Y él estaba feliz y se reía. Se enojaba. Se quedaba callado y malhumorado. Pero siempre había algo azul en él. Simplemente… azul. Era como cuando mi madre pasaba por una de sus fases. A veces, vibraba. Otras veces, estaba furiosa. Era intensa y orgullosa, y triunfante. Pero luego todo se ponía azul y yo no lo entendía. Era azul e índigo y zafiro. Era azul de Prusia y azul marino y azul cielo. Y luego era azul medianoche, y lo comprendí. Mark era medianoche. Mark estaba triste. Mark estaba azul. Y eso era parte de él desde que yo tenía memoria. Quizás siempre había sido así y yo no me había dado cuenta. Pero como no podía hablar porque tenía miedo de gritar, observé. Y lo vi. Está con nosotros ahora. En nuestra piel. Puedo verlo en ti, pero enterrado debajo de toda la furia. De toda la rabia.
–No sabes de qué mierda estás hablando –mascullé con los dientes apretados.
–Lo sé –admitió–. Después de todo, no soy más que un niño al que le quitaron todo. ¿Cómo voy a saber lo que es la pérdida?
Después de eso, no volvimos a hablar por un largo rato.
En el pueblo fronterizo de Portal, nos cruzamos con un lobo. Gimió al vernos: las chaquetas de cuero, el polvo del camino en las botas. Estábamos cansados y perdidos, y las fosas nasales de Joe aletearon cuando empujó al lobo contra la pared en un callejón. La lluvia no había parado en días.
Pero los ojos del lobo brillaron violetas en la oscuridad.
–Por favor, déjenme ir –suplicó–. No me lastimen. No soy como ellos. No soy como él. No quería lastimar a nadie. No debería haber ido nunca a Green Creek…
Carter y Kelly gruñeron y se les alargaron los dientes.
–¿Por qué fuiste a Green Creek? –preguntó Joe, la voz suave y peligrosa.
–Creyeron que ustedes se habían marchado –tembló el lobo–. No había Alfa. Era territorio sin protección. Nosotros… él pensó que podríamos colarnos. Que si nos apoderábamos de él, Richard Collins nos recompensaría. Nos daría cualquier cosa que quisiéramos, cualquier cosa que…
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