Lo contemplé, estupefacto.
Su sonrisa era cegadora.
–¿ Qué ?
Asintió.
–Quería que lo supieras antes que nadie.
–¿Por qué?
–Porque eres mi brujo, Gordo. Y mi amigo.
–Pero… Richard, y…
–Ah, ya se lo diré. Pero eres tú, ¿entiendes? Seremos tú y yo para siempre. Seremos nuestra propia manada. Yo seré tu Alfa y tú serás mi brujo. Eres familia, y espero que mi hijo sea familia para ti también.
De alguna manera, mi corazón se estaba curando.
Me preocupaba un poco lo que sucedería conmigo cuando atravesara la superficie de mi pena. Tenía solo doce años y mi madre estaba muerta, mi padre encarcelado en un lugar del que nunca podría escapar, y yo estaba solo.
Había salido en las noticias durante semanas: un pueblito insignificante donde había ocurrido un escape de gas importante que había arrasado con un vecindario entero. Dieciséis personas habían perdido la vida, cuarenta y siete habían resultado heridas. Un accidente extraño. Uno en un millón. No debería haber sucedido. Reconstruiremos, dijo el gobernador. No los abandonaremos. Lloraremos a los que hemos perdido, pero nos recuperaremos.
Mi madre y mi padre se contaban entre los fallecidos. Mi madre había sido identificada por sus dientes. No se habían hallado vestigios de mi padre, pero el fuego había ardido con tanta intensidad que era de esperarse. Lo sentimos, me dijeron. Nos gustaría poder decirte algo más.
Asentí pero no dije nada. La mano de Abel era un peso pesado sobre mi hombro. Y, bajo la siguiente luna llena, me convertí en el brujo de la manada más poderosa de Norteamérica.
Hubo oposición, por supuesto. Yo era demasiado joven. Acababa de sufrir un trauma importante. Necesitaba tiempo para sanar.
Elizabeth fue la más vocal de todos ellos.
Abel escuchó. Era el Alfa. Era su deber escuchar.
Pero se opuso a quienes querían protegerme.
–Tiene a la manada –dijo–. Lo ayudaremos a sanar. Todos nosotros. ¿No es así, Gordo?
No dije una palabra.
No me dolió. Pensé que lo haría, no sé por qué. Quizás porque los tatuajes me habían dolido, o porque lo único que sentía desde el momento en que abría los ojos era dolor, y esperaba más.
Pero, bajo la luna, con una docena de lobos de pie frente a mí con los ojos brillando, me convertí en su brujo.
Y fue algo más .
Podía oírlos , más fuerte que antes.
NiñoHermanoManada , decían .
NuestroAmorNuestroBrujo , decían .
Te mantendremos a salvo te quedarás con nosotros eres nuestro eres manada eres HijoAmorHermanoHogar , decían .
Mío , decían .
–Amigo –dijo Rico, vestido con un traje que le quedaba mal y una corbata de segunda mano–, esto es una porquería.
Me contemplé las manos.
–Es una porquería, en serio.
Alcé la cabeza para mirarlo con furia.
– Qué chingados.
Yo no tenía idea de qué significaba eso.
Tanner y Chris volvieron con nosotros, los brazos cargados con comida. Estábamos en la casa de los Bennett. Habíamos enterrado a mi madre, junto a un ataúd vacío para mi padre.
Elizabeth me dijo que los funerales eran otra tradición. Las personas traían comida y comían hasta que no podían más.
Yo quería irme a la cama.
Tanner tenía la boca llena.
–Amigo, hay de esos emparedaditos con huevo .
–Los huelo –apuntó Rico.
–No sé qué es esto –dijo Chris ofreciéndome alguna clase de pan–. Pero tiene coco. Y mamá dice que el coco te quita la tristeza.
–Eso no es cierto –replicó Rico.
–Suena a que estás del coco –se mofó Tanner–. ¿Entienden? Por lo del… Bueno, ya entienden.
Nos lo quedamos mirando con la boca abierta. Se encogió de hombros y siguió comiendo emparedado de huevo.
–¿Dónde está el mío? –preguntó Rico.
–Te traje un taquito –contestó Chris.
–Eso es racista.
–¡Pero te gustan los taquitos!
–¡Quizás deseaba comer de ese pan de coco del coco! ¡Yo también estoy triste!
–Son todos tan estúpidos –dije, me sonrieron de oreja a oreja.
–Ah, miren –exclamó Rico–. Puede hablar.
Entonces, me eché a llorar. Por primera vez en el día. Con la mano llena de pan de coco y rodeado de mis mejores amigos, lloré.
Abel y Thomas se ocuparon de todo. Ningún asistente social vino a llevarme. No se alteró mi rutina escolar. Se vendió nuestra casa y el dinero quedó en una caja de ahorros que nunca toqué. Había seguro de vida, de los dos. No me importaba el dinero. No en ese momento. Apenas entendía lo que estaba pasando.
Me mudé a la casa Bennett. Tenía un cuarto propio. Con todas mis cosas.
No era lo mismo.
Pero no tenía otra opción.
Los lobos me protegieron del resto del mundo, aunque me ocultaron cosas.
Pero me enteré. Con el tiempo.
Mark se negaba a apartarse de mi lado.
En las noches en las que yo no soportaba ni ver a otra persona, se quedaba afuera, junto a la puerta.
A veces lo dejaba entrar.
Me hacía un gesto para que me diera vuelta y le diera la espalda.
Le hacía caso.
En esas noches, las más difíciles, oía el frufrú de la ropa al caer. El crujido y los gemidos de los músculos y los huesos.
Me empujaba la mano con el hocico para avisarme que podía volverme.
Me metía en la cama y él saltaba a mi lado; el bastidor de la cama crujía bajo nuestro peso. Se hacía un ovillo a mí alrededor, mi cabeza debajo de su hocico, su cola cubriéndome las piernas.
Esas eran las noches en las que mejor dormía.
Marty fumaba un cigarrillo en la parte trasera del taller cuando volví por primera vez.
Arqueó una ceja al verme y arrojó las cenizas al piso.
Arrastré los pies.
–No pude ir al funeral –explicó–. Quería ir, pero un par de los muchachos estaban enfermos. Gripe o alguna mierda de esas.
Tosió y luego escupió algo verde en el asfalto.
–Sí –respondí–. Está bien.
–Pensé en ti.
Era amable de su parte.
–Gracias.
Sopló una columna espesa de humo rancio. Siempre enrollaba sus propios cigarrillos y lo acre del tabaco me hizo llorar los ojos.
–Mi papá murió cuando yo era un bebé. Mamá se ahorcó cuando yo tenía catorce. Me fui después de eso. No quise aceptar caridad.
–No quiero caridad.
–No, no esperaba que lo hicieras –se rascó la mejilla desaliñada–. No puedo pagarte mucho.
–No necesito mucho.
–Sí, tienes a los Bennett en el bolsillo, claro.
Me encogí de hombros porque, dijera lo que dijera, él no lo entendería.
Apagó el cigarrillo en la suela de la bota antes de dejarlo caer en una taza de café metálica llena hasta el borde de colillas usadas. Tosió de nuevo antes de inclinarse hacia adelante en su reposera de nylon blanco, verde y azul desgastado.
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