–Puedes compartir el mío –le dijo Chris–. Costó solo un dólar.
–¿Cuántos baños tiene la casa? –quiso saber Rico–. ¿Tres? ¿Cuatro?
–Seis –murmuré.
–Guau –corearon los tres al unísono.
–¡No es mi casa!
–Nosotros tenemos uno solo –comentó Rico–. Y lo tenemos que compartir entre todos.
Los amaba, pero eran un dolor de cabeza.
–En casa tengo uno solo…
–No tienes que esperar para ir a cagar –declaró Tanner.
–Odio cuando tengo que esperar para cagar –confirmó Chris.
Me miraron expectantes.
Suspiré.
–No sé por qué los invité.
–¿Hay tres pasteles ? –exclamó Rico, con la voz aguda.
–Es una pistola de juguete –dijo Chris y me clavó el regalo en las manos.
–Es de parte de los dos –apuntó Tanner.
–Me debes cincuenta centavos –le aclaró Chris.
–¿Hay hamburguesas y perritos calientes y lasaña? –preguntó Rico–. Mierda. ¿Qué clase de tontería blanca es esta?
Los Bennett habían tirado la casa por la ventana. Siempre lo hacían. Eran poderosos, ricos y la gente los respetaba. Green Creek sobrevivía gracias a ellos. Donaban dinero y tiempo, y aunque los locales a veces hablaban de culto por lo bajo, eran una rareza apreciada.
Y yo era parte de su manada. Oía sus canciones en mi cabeza, las voces que me conectaban a los lobos. Tenía tinta en la piel que me unía a ellos. Yo era ellos y ellos eran yo.
Así que, por supuesto, hicieron esta fiesta para mí.
Sí, había tres pasteles. Y hamburguesas y perritos calientes y lasaña. También había una pila de regalos casi tan alta como yo, y los lobos me tocaban el hombro y el pelo y las mejillas y me cubrían con su olor. Estaba arraigado en ellos, en la tierra que nos rodeaba. El cielo estaba azul, pero podía sentir a la luna escondida llamando al sol. Había un claro en lo profundo del bosque donde yo había corrido con bestias del tamaño de caballos.
Feliz cumpleaños, me cantaron, y me envolvieron en el canto.
Mi madre no cantó.
Mi padre tampoco.
Ellos observaron.
–Ahora eres casi un hombre –dijo Thomas.
–Te ama, sabes –dijo Elizabeth–. Thomas. No puede esperar a que seas su brujo.
–Esta es tu familia. Esta es tu gente. Eres uno de nosotros –declaró Abel.
–¿Puedo hablar contigo un momento? –me preguntó Mark.
Alcé la vista, tenía la boca llena de pastel blanco con relleno de frambuesas.
Mark estaba junto a la mesa, pasando el peso de un pie al otro. Tenía quince años y era desgarbado. Su lobo era de un color castaño oscuro al que me gustaba acariciar. A veces, me mordisqueaba la mano. Otras veces, gruñía desde lo profundo de la garganta, con la cabeza a mis pies. Y, un día, semanas después de este momento, se pararía frente a mí sudando en una corbata.
Seguía insistiendo con que yo olía a tierra y a hojas y a lluvia.
Ya no me molestaba tanto.
Tenía lindos hombros. Tenía una linda cara. Sus cejas eran pobladas y, cuando se reía, su risa herrumbrada sonaba como si estuviera haciendo gárgaras con grava. Me gustaba cómo surgía desde lo profundo de su estómago.
–Creo que deberías seguir masticando –me susurró Rico–, porque tienes pastel en la boca.
–También en la barbilla –indicó Chris, entrecerrando los ojos.
–Y glaseado en la nariz –se rio Tanner.
Tragué el pastel, mirándolos con furia.
Me sonrieron.
Me limpié la cara con una servilleta.
–Sí –respondí–. Puedes hablar conmigo.
Asintió. Estaba sudando. Me puso nervioso.
Me llevó hacia los árboles. Las aves cantaban. Las hojas se retorcían en las ramas. El suelo a nuestro alrededor estaba cubierto de piñones.
Durante un largo rato, no dijo nada.
Luego:
–Tengo un regalo para ti.
–Bueno.
Me miró. Sus ojos pasaron de hielo a naranja, y de vuelta a hielo.
–No es el que quiero darte.
Esperé.
–¿Entiendes?
Negué lentamente.
–Papá dice que tengo que esperar a que… –se lo veía frustrado–. Quiero que seas mi… uf . Un día, te daré otro regalo, ¿está bien? Y será lo mejor que jamás te podría dar. Y espero que te guste más que nada.
–¿Por qué no puedes dármelo ahora?
Hizo una mueca.
–Porque aparentemente no es el momento adecuado. Thomas sí pudo hacerlo y él… –sacudió la cabeza–. No tiene importancia. Un día. Te lo prometo.
A veces me preguntaba acerca de ellos. Thomas y Mark. Si Mark estaba celoso. Si quería ser lo que Thomas sería. Si había querido ser el segundo de Thomas, en lugar de Richard Collins. La madre de Mark había muerto al darlo a luz. Todo iba bien y, de pronto, ella… partió. Quedó solo él.
A veces me parecía un intercambio justo. Yo lo quería a él aquí. A ella nunca la había conocido.
Nunca se lo conté a nadie. Me parecía mal decirlo en voz alta.
–Te traje esto, en su lugar –dijo Mark.
Tenía una pequeña pieza de madera en la mano. Había sido tallado por una mano torpe. Me llevó un momento darme cuenta de qué forma tenía.
El ala izquierda era más pequeña que la de la derecha. El pico era más bien cuadrado. El ave tenía garras, pero eran cuadradas.
Un cuervo.
Me había tallado un cuervo.
No se parecía en nada al que tenía en el brazo. Mi padre había sido meticuloso al forzar su magia en mi piel, al quemarla hacia abajo, hacia mi sangre. Había sido lo último y lo más doloroso.
Había gritado hasta quedarme sin voz, Abel me había sujetado por los hombros con los ojos en llamas.
Por alguna razón, pensé que esto significaba algo más.
Estiré la mano y le pasé un dedo por el ala.
–Lo hiciste tú.
–¿Te gusta? –preguntó en voz queda.
Respondí que “sí” y “cómo” y “¿por qué, por qué, por qué harías algo así por mí?”.
–Porque no podía darte lo que quería. Aún no. Así que quiero que tengas esto en su lugar.
Lo tomé, y cómo sonrió Mark.
–¿A dónde vamos? –le pregunté a mamá de nuevo cuando pasamos un letrero que decía ESTÁ SALIENDO DE GREEN CREEK, ¡VUELVA PRONTO, POR FAVOR!–. Tengo que…
–Lejos –respondió mi madre–. Lejos, nos vamos lejos. Mientras tengamos tiempo.
–Pero es domingo. Es la tradición . Se preguntarán dónde…
–¡ Gordo !
Nunca gritaba. La verdad que no. Nunca a mí. Me estremecí.
Se aferró al volante. Sus nudillos se pusieron blancos. El sol nos daba en la cara. Era brillante, parpadeé.
Sentía cómo el territorio me tironeaba, a la tierra a nuestro alrededor que latía junto a los tatuajes. El cuervo estaba inquieto. A veces, me parecía que un día saldría volando de mi piel al cielo y que jamás regresaría. Quería que nunca lo hiciera.
Levanté la cadera para poder meter la mano en el bolsillo.
Extraje una pequeña estatua de madera y la sujeté entre las manos.
Más adelante, un puente cubierto nos llevaría fuera de Green Creek hacia el mundo más allá. Yo no tenía demasiadas ganas de salir al mundo. Era demasiado grande. Abel me había dicho que algún día tendría que hacerlo, por lo que yo era para Thomas, pero que faltaba mucho para eso.
No llegamos al puente.
–No –exclamó mi madre–. No, no, no, no así, no así…
El coche se despistó ligeramente hacia la derecha cuando clavó los frenos. La tierra voló a nuestro alrededor, el cinturón de seguridad se me clavó en el pecho. El cuello se me fue hacia adelante y aferré el cuervo de madera en la mano.
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