No supe qué responderle, así que me quedé callado.
–¿Te enseñó él?
–Sí. Todo lo que sé.
–¿Cuántos años tienes?
–Quince.
Mark tosió.
Marty resopló.
–¿Quieres probar otra vez?
–Once –respondí, poniendo los ojos en blanco.
–¿Tu papá arregla autos?
–No.
–Bennett, ¿no es cierto? –miró a Mark.
–Sí –respondió él. Marty asintió con lentitud.
–Un grupo extraño.
No dijimos nada porque no había nada para decir.
Marty suspiró.
–Tienes ojo, chico. Te diré una cosa…
–No puedes contárselo a mi padre –le dije a Mark mientras salíamos del taller–. No me dejará volver. Sabes que no.
–¿Esto es lo que quieres? –Mark me miró de reojo.
Sí. Así era. Era lo que necesitaba . No conocía mucho más allá de la vida de la manada. Nada fuera de Chris, Rico y Tanner era solamente mío . A mi padre no le gustaban e incluso intentó prohibir que los viera fuera de la escuela.
Pero mi madre había intervenido, una de las pocas veces que se enfrentó a él. Yo necesitaba normalidad, había dicho. Necesitaba algo más, había agregado. Él no estaba muy feliz al respecto, pero había cedido. Había abrazado a mamá por un largo rato después de eso.
–Sí –afirmé–. Esto es lo que quiero. Es otro secreto. Solo entre tú y yo.
Hizo una mueca con los labios y supe que había ganado.
–Me gusta tener secretos contigo.
Sentí un retorcijón raro en la boca del estómago.
–Lazos –dijo Abel sentado ante el gran escritorio en su oficina. Mi padre estaba junto a la ventana y miraba hacia los árboles. Thomas estaba sentado junto a mí, silencioso y sereno como siempre. Me sentía nervioso porque era la primera vez que se me permitía entrar a la oficina de Abel. Me dolían los brazos por pasar días bajo las agujas de mi padre–. ¿Puedes decirme lo que sabes acerca de ellos?
–Ayudan a que el lobo recuerde que es humano –dije lentamente, no quería equivocarme. Necesitaba que Abel viera que podía confiar en mí–. Evitan que el lobo se pierda en el animal.
–Es cierto –asintió Abel. Extendió las manos sobre el escritorio–. Pero son más que eso. Mucho más.
Miré de reojo a mi padre, pero estaba perdido en lo que fuera que estaba viendo.
–Un lazo es la fuerza detrás del lobo –continuó Abel–. Un sentimiento o una persona o una idea que nos mantiene en contacto con nuestro aspecto humano. Es una canción que nos llama a casa cuando nos hemos transformado. Nos recuerda de dónde venimos. Mi lazo es mi manada. Las personas que cuentan conmigo para que las mantenga a salvo. Para que las proteja de aquellos que nos quieren hacer daño. ¿Entiendes?
Asentí, aunque realmente no lo hacía.
–¿Cuál es el tuyo? –le pregunté a Thomas.
–La manada –me sorprendió.
–¿No es Elizabeth? –pregunté.
–Elizabeth –dijo Thomas con un suspiro, con el tono fascinado que siempre adquiría cuando la mencionaba. O la veía. O estaba junto a ella. O pensaba acerca de su existencia–. Ella… no. Es más que eso para mí.
–Quién lo hubiera dicho –apuntó Abel, secamente y luego agregó–: Los lazos no solo son para los lobos, Gordo. Somos llamados por la luna, y existe magia en eso. Como existe magia en ti.
–Magia de la tierra.
–Sí. Magia de la tierra.
En ese momento me di cuenta de lo que estaba tratando de decirme:
–¿Yo también necesito un lazo? –era un pensamiento inmensamente terrible.
–Aún no –explicó Abel, sentándose más adelante–. Y no por un largo tiempo. Eres joven y recién empiezas. Tus marcas aún no están completas. Hasta que lo estén, no necesitarás uno. Pero algún día, sí.
–No quiero que sea una sola persona –dije.
Mi padre se volvió. Tenía una expresión extraña en el rostro.
–¿Y por qué es eso?
–Porque las personas se marchan –respondí con sinceridad–. Se mudan o se enferman, o se mueren. Si un lobo tiene un lazo, y es una sola persona, y esa persona muere, ¿qué le sucede al lobo?
La única respuesta fue el tic tac del reloj de pared.
Luego, Abel rio y entrecerró los ojos con amabilidad.
–Eres una criatura fascinante. Me alegra mucho conocerte.
–No sabía lo de los lazos –le dije a mi padre cuando dejamos la casa Bennett–. Para los brujos.
–Lo sé. Hay un momento y un lugar para todo.
–¿Existen otras cosas que no me has contado?
No me miró. Algunos niños pasaron corriendo junto a nosotros, riéndose y gruñéndose. Los esquivó hábilmente.
–Sí. Pero las aprenderás algún día.
No me pareció justo, pero no podía decírselo.
–¿Quién es tu lazo? ¿Es mamá?
Cerró los ojos y volvió la cara hacia el sol.
–¿Cómo fuiste capaz? –la escuché decir, con la voz tensa y tosca–. ¿Por qué me harías algo así a mí? ¿A nosotros?
–No pedí esto –replicó mi padre–. No pedí nada de esto. No sabía que ella…
–Podría decírselo. Podría decírselo a todo el mundo. Lo que eres. Lo que son ellos .
–Nadie te creería. ¿Y cómo quedarías tú? Pensarán que estás loca. Y actuaría en tu contra. No volverías a ver a Gordo de nuevo. Me aseguraría de ello.
–Sé que me has hecho algo –dijo mi madre–. Sé que has metido mano en mi mente. Sé que has modificado mis recuerdos. Quizás esto no es real. Quizás nada de esto lo sea. Es un sueño, un sueño espantoso del que no puedo despertar. Por favor. Por favor, Robert. Por favor, déjame despertar.
–Catherine, estás… Esto es innecesario. Todo esto. Ella se marchará. Te lo prometo. Hasta que esté hecho. No puedes seguir así. No puedes. Te está matando. Me está matando a mí .
–Como si te importara –exclamó mi madre con amargura–. Como si te importara una mierda cualquier otra cosa que no sea ella …
–Baja la voz
–No lo haré. No seré…
–Catherine.
Las voces se desvanecieron cuando me tapé hasta la cabeza con el edredón.
–Tu madre no se siente bien –explicó mi padre–. Está descansando.
Me quedé mirando la puerta cerrada de su dormitorio por un largo rato.
Me sonrió.
–Estoy bien. Cariño, por supuesto que estoy bien. ¿Cómo es posible que algo esté mal cuando brilla el sol y el cielo está azul? Vayamos de picnic. ¿No suena genial? Tú y yo, Gordo. Haré pequeños emparedados sin la corteza. Ensalada de patatas y galletas de avena. Nos llevaremos una manta y miraremos las nubes. Gordo, seremos nada más que tú y yo y me sentiré más feliz que nunca.
Me imaginé que mentía.
–¡Acelera ese trasero! –me gritó Marty del otro lado del taller–. No te pago nada para que te quedes allí parado con la polla colgando. Muévete, Gordo. Muévete .
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