La ONG en que militan, Dignidad y Trabajo, llevaba varios años operando en España y consiguió ser portada al poner al descubierto una red que se dedicaba al tráfico sexual desde los países del este. Pero aquel caso también sacó a relucir que en dicha red se encontraban implicados tres políticos de segunda fila y, poco después de calmarse los ecos del descubrimiento, habían dejado de percibir las escasas subvenciones que les llegaban y en la actualidad operaban con las pocas donaciones que percibían de algunos particulares, por lo que esta operación, al haberse alargado más de lo previsto, estaba resultando gravosa para la organización, de hecho, estaba a punto de suspenderse. Subsistía porque tanto Teresa como Leonor hacía tiempo que no percibían ni reclamaban el escaso emolumento que debían abonarles por su dedicación exclusiva a los trabajos de la ONG. Además, últimamente, algunos de los gastos que debían afrontar en ese cometido eran costeados por la acomodada familia de Teresa, que cedía a los periódicos sablazos de esta, por no tener enfrentamientos con ella, especialmente ahora que Teresa pronto cumpliría los veintiocho años, fecha en que recibiría la cuantiosa herencia que le había dejado una hermana de su madre, viuda de un acaudalado indiano que carecía de descendientes.
El viaje por el norte de Marruecos había durado más de dos meses para luego salir en persecución de una sombra, recorriendo distintas poblaciones del territorio peninsular como Molina del Segura, Lérida, La Rioja, Don Benito, para terminar en Huarte consumiendo todo el fondo que disponía la ONG para el proyecto.
Como no les era posible seguir a todos los camiones de los que sospecharon, habían optado por ir tras uno en que los indicios parecían más evidentes. Erraron y aquel camión, cuando lo registró la Guardia Civil, resultó no llevar inmigrante alguno. La denuncia había partido de ellas por lo que se llevaron un rapapolvo monumental, que no fue a más gracias a contactos que tenían en Madrid.
Pensaron que se podía haber hecho algún transvase en alguno de los paradores de carretera en los que los camiones aparcaban sumamente pegados unos a otros, para brindarse mutua seguridad ante los robos que se practicaban en las rutas, según decían. El desliz que supuso esa denuncia fallida puso en guardia a los transportistas ilegales, por lo que, cuando siguieron a otro camión, en una de las paradas que hizo y, mientras Teresa seguía al conductor al interior del restaurante, Leonor quedó vigilando el camión para cerciorarse de si había algún traslado.
Cuando el conductor volvió a su camión saludó a Leonor llevándose la mano a la cabeza, con el típico saludo islámico, por lo que Leonor quedó desconcertada. Cuando regresó al coche comprendió la mofa del saludo. Las cuatro ruedas de su vehículo estaban pinchadas y en la parte delantera había un gran charco: habían perforado el radiador del coche. Cuando reflexionaron sobre lo que les había ocurrido y se pusieron en contacto con el subinspector de la policía, Arturo Pozas, amigo de ambas y colaborador ocasional de la ONG— aunque a escondidas—, este las felicitó por la suerte que habían tenido, que solo hubieran dañado el automóvil, lo normal hubiera sido que los pinchazos se destinaran a ellas, pudiendo haberles costado la vida.
Acababa de echar un vistazo a la finca vigilada, tenía la sensación de que había algo extraño, algo fuera de lugar, así que volvió a mirarla, no sabía en qué consistía, pero algo había llamado su atención. Repasó concienzudamente las naves, sus ventanas, sus puertas una por una, todas estaban cerradas, como lo habían estado durante todo el tiempo que llevaba allí, observó con la misma atención el edificio principal, no había variaciones tampoco o no era capaz de percibirlas. En la constelación de pequeñas edificaciones auxiliares tampoco había habido variación. Debió ser un espejismo provocado por la estresante vigilia. Iba a abandonar su observatorio cuando se abrió la puerta que daba acceso al sótano de la casa. Por ella salió aquel pequeño hombre, casi enano, que cuidaba de la casa. Portaba una caja sobre la cabeza, al parecer pesada, y se desplazaba con precaución. Se dirigió a una de las naves, ante cuya puerta trató de mantener el precario equilibrio de la caja ayudándose de la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de abrir la puerta esgrimiendo una llave. La caja se desequilibró y en su caída se descuajaringó esparciendo su contenido por el suelo: se trataba de latas de conserva, de las denominadas de pandereta.
Teresa reaccionó con rapidez y disparó unas cuantas fotografías, se desprendió de la cámara y cogió los prismáticos que había sobre la misma mesa, junto a un cenicero que aún apestaba a las colillas de Leonor y un vaso que contuvo el café con leche que se acababa de tomar. Pudo observar las latas que recogió el hombrecito, por el grabado supo que eran conservas de pescado, sardinas diría ella. El porteador las recogió sin dejar de mirar con recelo hacia todos los lados. Cuando las tuvo agrupadas las introdujo en la nave, salió y entornó la puerta, volvió a mirar a su alrededor, especialmente hacia la finca en la que se encontraba Teresa. Esta no temía ser descubierta, sabía que los cristales son tipo espejo, fue ese tipo de vidrio, curioso capricho en aquellas latitudes, lo que les decidió a dedicar esa habitación a la vigilancia, a pesar de ser la más grande y confortable del piso y donde se hallaba la cama más grande y cómoda, pero la reserva que proporcionaban aquellos cristales logró que destinaran para su descanso la habitación contigua, mucho más pequeña y que albergaba un camastro de ochenta centímetros, aunque con una ventana provista de cristales normales.
Que hubiera dejado entreabierta la puerta le hacía pensar que volvería, se sentó en una banqueta, de indudable procedencia hostelera, que le permitía una visión completa de lo que ocurría tres pisos más abajo, a pesar de estar sentada. El hombre, al que Leonor bautizó como Pulgarcito por su tamaño, de escasos ciento cincuenta centímetros, entró de nuevo al semisótano de la vivienda, al poco salió y se dirigió a una de las construcciones auxiliares, de la que sacó un viejo triciclo que condujo hasta el sótano, al poco salió del mismo portando un blíster con seis botellas de litro y medio de agua en cada mano y las depositó en la plataforma del triciclo. Repitió la operación tres veces, cerró con llave, trasladó el pintoresco vehículo hasta la misma nave de las latas y descargó. Caracteriza su deambular la recelosa observación que hace de todo lo que le rodea, especialmente de la finca en que se encuentra Teresa, única desde la que se puede divisar el interior de la finca en que se mueve Pulgarcito. Aprovechó el mismo medio de desplazamiento para llevar a la nave un fardo de mantas cuarteleras perfectamente plegadas. Salió y cerró la puerta y volvió a la vivienda.
Teresa, aunque creía que no volvería a salir, se quedó vigilando. Pensaba que, al fin, lo habían logrado. Sin duda estaba preparando la llegada de los inmigrantes.
El éxito que creía haber logrado tuvo consecuencias. La primera, una suerte de hiperactividad que la impulsó a mover cuantas cosas tenía a su alcance, cambiándolas de posición para, a continuación, devolverlas a la anterior; pensó que debía despertar a Leonor y contarle lo sucedido. Cuando estaba a punto de hacerlo desechó la idea: era mejor que descansara, sin duda la próxima noche sería agitada y haría falta que estuviera descansada, por lo que se dedicó a dar nerviosos paseos por la habitación y proseguir con el cambio de ubicación de los objetos que encontró a su paso. La otra consecuencia era común para éxitos y fracasos. tTenía hambre… mucha hambre, por lo que, en contra de la promesa que se había hecho a sí misma, empezó a dar cuenta de unos pastelillos industriales que se había reservado para cuando finalizara su turno de guardia.
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