—Dormía muy apañadita —alcanzó a decir—, modosita como una oruga…
Cada mañana me acercaba a recoger la leche a la casa vecina de los Nikitin. Gente de orden. Tenían un televisor y una reproducción de La desconocida de Kramskóy22 en la pared… Nikitin se ponía a trabajar a las cinco de la mañana. Arreglaba la valla, cavaba en el huerto. Una vez lo vi con una ternera colgada por las piernas. La estaba desollando. Con un cuchillo blanquísimo, cubierto de sangre…
Mijal Iványch despreciaba a los Nikitin. Y, en justa reciprocidad, los Nikitin lo despreciaban a él.
—¿Sigue bebiendo? —se interesaba Nadezhda Fiódorovna, mezclando la comida de los gallos en una batea.
—Lo vi en el campamento —decía Nikitin, mientras le daba a la garlopa—, cocido desde primera hora de la mañana.
No me apetecía hacerles coro.
—Es un buen tipo.
—Buenísimo —asentía Nikitin—. Tanto que casi pasa a cuchillo a su mujer. Le quemó toda la ropa. Tiene a los chavales correteando en zapatillas todo el invierno… Por lo demás sí que es bueno, sí…
—Misha es un insensato, lo reconozco, pero es buena gente y tiene una elegancia interior…
De hecho, había algo aristocrático en Mijal Iványch… No devolvía botellas vacías, las tiraba.
—Me da vergüenza —decía—, me parece cosa de mendigos…
Un día se despertó en muy mal estado. Se lamentaba:
—Estoy temblando enterito…
Le di un rublo. A la hora de comer le pregunté:
—¿Qué tal, estás mejor?
—¿Cómo así?
—Que si te has despejado…
—¡Y cómo! ¡Entró echando chispas como un chorrito de agua en la sartén! Hay que ver, cómo silbaba…
Por la tarde volvió a enfermar.
—Voy a donde Nikitin. A ver si me da un rublo. O si me lo echa, o sea…
Salí al porche y presencié su conversación:
—Vecino, asqueroso, échame una monedita.
—Me debes pasta desde las últimas fiestas…
—Te lo devolveré todo.
—Hablaremos cuando me devuelvas lo que me debes.
—Escucha: te lo pago todo con el anticipo.
—¿Con qué anticipo? Si te echaron ya ni se sabe cuándo, por vago…
—¡Bah!… Que les den.. Pero préstame algo, anda. ¡Dame algo por lealtad a tus principios, hostia! ¡Deja claro que eres un soviético de ley!
—¿Para vodka, o qué?
—¿Cómo así? Para un asunto que tengo…
—¿Qué asunto es ese, parásito?
A Mijaíl Iványch le costaba mentir. Flaqueaba.
—Tengo que echar un trago —dijo.
—No te doy nada. Mosquéate, si quieres, pero yo no te doy nada.
—Pero si te digo que te lo devuelvo todo con el anticipo.
—Nada.
Para acabar con la conversación, Nikitin entro en la isba dando un portazo que hizo temblar el pequeño buzón azul incrustado en la hoja.
—¡Aguarda, vecino! —gritó indignado Mijaíl Iványch—. ¡Aguarda!… ¡Me las pagarás! ¡Ay, cómo me las vas a pagar, cabrito! ¡Te vas a acordar de esta conversación!…
No obtuvo respuesta alguna. Las gallinas iban de un lado a otro. Doradas ristras de cebollas se balanceaban sobre el porche…
—¡Verás la vida que te voy a hacer pasar! Te voy a…
Erizado, rojo como un tomate, Mijaíl Iványch seguía profiriendo alaridos:
—¡¿Ya te has olvidado?! ¡¿Eh?! Te has olvidado de todo, ¡¿no, cabrón?! ¡¡De todo te has olvidado!!…
—¿Me he olvidado de qué? —Nikitin asomó de nuevo.
—¡Ya te lo recordaremos, ya…!
—Venga, dime, ¿de qué me he olvidado?
—¡Te lo recordaremos todo! ¡Te vas a acordar del año diecisiete! ¡Ahí os dimos bien!… ¡A ti, carroña, te vamos a meter una purga que te cagas! ¡Os vamos a deskulakizar a todos! ¡Vamos a purgar a todo dios del partido! ¡A la cheka, como a este… como al padrecito Majnó23!… ¡En un plis plas!…
Y tras una pequeña pausa:
—Échame una mano, vecino, dame cinco rublitos… Venga, aunque sean tres… Por Jesucristo te lo pido… Perra tuberculosa…
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