Serguéi Dovlátov - Retiro

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"Un amor infeliz, deudas, matrimonio, labor creativa, conflicto con las autoridades. Y por añadidura, como quería Dostoyevski, cierto horizonte trascendental". Estas pocas líneas describen escuetamente la situación del autor durante su retiro («espiritual») en Mijáilovskoie, una suerte de parque temático en honor a Pushkin que se convierte, en manos de Dovlátov, en otro descacharrante y estremecedor jalón de su obra narrativa. De Serguéi Dovlátov (1941-1990) se ha dicho que «por sí solo, ha inventado el idioma que los rusos hablan en la actualidad». Su estilo conciso y antiliterario, su hondura, su humor y su desconcertante habilidad para analizar, con mirada piadosa, los absurdos que rodearon su azarosa vida lo han convertido en un clásico contemporáneo.
"Dovlátov no solo es el escritor más popular del último cuarto de siglo en Rusia, también es el autor de algunas de las mejores páginas que ha dado el siglo XX". —The Guardian
"Tu voz es profundamente auténtica y universal. Tenemos suerte de tenerte con nosotros. Tienes grandes dones que ofrecer a este loco país". —Kurt Vonnegut

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Tólik comenzó entonces a mear con gran precisión y sin pudor alguno desde lo alto del porche. Luego, entreabrió la puerta y ordenó:

—¡Baja aquí, Iványch, tronao! ¡Tienes visita!

Y añadió, lanzándome un guiño:

—¡Son los de la milicia, a reclamarte la pensión de tu mujer!…

Al poco rato asomó una jeta purpúrea, piadosamente adornada con un par de ojos azules:

—Esto… ¿cómo así?… ¿Por lo de la escopeta, o qué?

—Me han dicho que alquila una habitación.

La cara de Mijaíl Iványch expresaba una tremenda confusión. Más tarde tendría ocasión de comprobar que esa era su reacción habitual ante cualquier declaración, incluso la más inofensiva.

—¿Una habitación?.. ¿Cómo así?… ¿Y para qué?

—Trabajo en el parque. Quiero alquilar una habitación. Temporalmente. Hasta el otoño. ¿Tiene usted una?

—Lo que pasa es que esta casa es de la madre. O sea que está registrada a nombre de la madre. Y la madre está en Pskov. Que se le hincharon las piernas a la mujer…

—O sea, ¿que no alquila la habitación?

—El año pasado estuvieron aquí unos judíos. No voy a decir nada malo de ellos, era gente con mucha clase… Al blanco, al tinto y a la cerveza sí le daban, sí… Pero ni gota de barniz, ni de colonia. Yo, personalmente, a los judíos los respeto…

—Crucificaron a Cristo —intervino Tólik.

—¡Hombre, pero eso fue hace mucho! —gritó Mijal Iványch—. ¡Antes de la Revolución!…

—Digo que… la habitación, ¿la alquila o no?

—Llévalo al hombre —ordenó Tólik abrochándose la bragueta.

Caminamos los tres por una calle de la aldea. Junto al seto había una individua con chaqueta de varón y una Orden de la Estrella Roja13 en la solapa.

—¡Préstame cinco rublitos, Zina! —voceó Mijal Iványch.

La mujer agitó la mano.

—¡Vas a acabar hecho cisco con tanto vino!… ¿No has oído que se ha promulgado un decreto? ¡Van a colgar del cableado a todos los borrachuzos como tú!…

—¿Andónde? —Mijal Iványch rompió a carcajadas—. No hay cable suficiente. Se irá a tomar por culo toda la industria metalurgista…

Y añadió:

—Mala zorra… ¡Ya vendrás a pedirme leña!… ¡Soy guardabosques! ¡Soy amistadista, joder!

—¿Cómo? —no entendía nada.

—Tengo una tronzadora… De la marca Amistad… La enchufas, joder, y diez rublos palbote.

—Amistadista, amistadista… —rezongaba la tipa—. De la botella eres amigo tú… Ten cuidadito y no te cojas una trompa que revientes vivo…

—Lo veo difícil… —dijo Mijal Iványch, casi lamentándolo.

Era un hombre apuesto y fornido. Ni la ropa desgarrada y sucia llegaba a afearlo del todo. Rostro parduzco, clavículas enjutas y robustas bajo la camisa abierta, paso ligero y decidido… No podía sino sentir admiración por él…

La casa de Mijal Iványch tenía un aspecto horrible. Una antena torcida exhibía su negro perfil con las nubes como fondo. El techo se había derrumbado a trozos, dejando al desnudo unas vigas bastas y oscuras. Las paredes estaban enchapadas de cualquier manera. Los cristales rotos, repuestos con papel de periódico. La estopa sucia brotaba de las innumerables grietas.

En la habitación del dueño olía a comida avinagrada. Encima de la mesa vi un retrato en color de Mao, tomado del semanario Ogoniok14. A su lado, Gagarin15 exhibía una amplia sonrisa. En el fregadero, entre los negros círculos del esmalte mellado, flotaban algunos macarrones. El reloj de pared estaba parado: la plancha que hacía las veces de péndulo yacía en el suelo.

Dos gatas con aire de figuras heráldicas —una negra como el carbón y la otra de un color blanco sonrosado— se meneaban melindrosas sobre la mesa, merodeando alrededor de los platos. El dueño las ahuyentó, arrojándoles la primera bota que se le puso a mano. Saltaron pedazos de vajilla rota, y las gatas volaron a su rincón lanzando maullidos desgarradores.

La habitación contigua era todavía más deprimente. La parte central del techo se cernía con aire amenazador. Dos camas de metal estaban abarrotadas de trapos y restos malolientes de carne de cordero. Por todas partes asomaban colillas y cáscaras de huevo.

La verdad, estaba algo distraído. Si hubiera manifestado un sincero: «Verá, no acaba de convencerme…». Pero soy un intelectual, no tiene arreglo. De modo que emití un lírico: «¿Dan las ventanas al sur?».

—Al sur, al mismísimo sur —coreó Tólik.

A través de la ventana contemplé el baño en ruinas.

—Lo importante —dije— es que tiene entrada aparte.

—¡Aparte la tiene! —admitió Mijal Iványch—. Pero está atrancada.

—Vaya. Una lástima.

—Ein moment —dijo el dueño. Cogió carrerilla y abrió el portón de una patada.

—¿Cuánto pide?

—Bah. Nada.

—¿Cómo que nada? —pregunté.

—Lo que te digo. Me pasas seis botellas de brebaje y toda pa ti.

—¿No podríamos ajustarlo más concretamente? Digamos… ¿veinte rublos?

El dueño se quedó pensativo:

—¿Cuánto es eso?

—Lo dicho, veinte rublos.

—¿Cuánto es eso en cogorzas a base de caldo de a uno cuarenta?

—Eso son diecinueve botellas de clarete criminal. Un paquete de cigarrillos Belomor y dos cajas de cerillas —apuntó Tólik.

—Y dos rublos de propina —precisó Mijal Iványch.

Saqué el dinero.

—¿Quieres echarle una ojeada al retrete?

—Luego —dije—. Entonces, todo resuelto, ¿no? ¿Y la llave?

—No hay llave —dijo Mijal Iványch—, me se perdió. Pero no te vayas, vamos los tres a echar un trago…

—Tengo cosas que hacer en el centro turístico. Otra vez será…

—Lo que quieras. Esta tarde pasaré por el campamento. Tengo que darle una patada en el culo a Lizka.

—¿Quién es Lizka?

—Es la socia. La mujer, digo. Trabaja de enfermera jefe en el campamento. Nos habemos separado.

—¿O sea que va a pegarle?

—¿Cómo así?… ¿A esa? A esa colgarla sería poco. Pero no me da la gana de meterme en líos. Querían quitarme la escopeta, porque dice que la amenacé con pegarle un tiro… Antes me ha parecido que eras tú el que venías a requisarme la escopeta…

—¡Esa no se merece que te gastes ni un cartucho ni medio con ella!… —terció Tólik.

—Hombre, eso sí es verídico… —admitió Mijal Iványch—. Pero igual da, la ahogaré con mis propias manos, si hace falta… Estuve con ella este invierno, que si patatín, que si patatán, de buenas, vaya… Y va y grita: «Ay, no, Míshenka, que no, ay, que me dejas…». Y luego me llama el comandante Dzhafárov y me dice: «¿Tu apellido?». Y le digo yo: «¡El potorro la yegua!». Quince días me metieron. Sin tabaco ni nada… ¿Y qué hostias más da?… ¡Mientras te tienen candao no hay que currar!… Lizka le escribió al fiscal un papel: «Meterlo padentro, decía, que me va a matar…». ¿Pero pa qué carajo iba yo a matarla, hombre?…

—¡Con la bronca que armaría!… —apuntó Tólik. Y añadió: —¡Hala, vamos, que nos van a cerrar el garito!…

Y los dos amigos —vivarachos, exultantes, agresivos, como las malas hierbas— enfilaron hacia las afueras…

Yo me quedé en la biblioteca hasta que cerró.

Tardé tres días en preparar una visita guiada. Galina me presentó a los que consideraba los dos mejores guías. Dimos con ellos una vuelta alrededor del parque, presté atención a sus explicaciones y tomé algunas notas.

Integraban el complejo tres centros conmemorativos. Los dos primeros eran la casa y la hacienda de los Pushkin en Mijáilovskoie-Trigórskoie, que el poeta visitaba a diario y donde vivieron sus amigos. Y, el tercero, el monasterio con el panteón familiar de los Pushkin-Gannibal.

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