Envidias a todo aquel que se presenta como escritor. Al que puede justificarlo documentalmente exhibiendo un certificado.
Pero ¿qué escriben tus coetáneos? En Volin9 te has encontrado con frases como esta:
«… Se me hizo comprensiblemente claro…».
Y en la misma página: «… Con una incomprensible claridad, Kim sintió…».
La palabra está volcada patas arriba. El contenido se ha derramado. O, siendo más precisos, resulta que no había contenido alguno. Palabras intangibles, como sombras de botellas vacías…
¡Pero no es eso! ¡No es eso de lo que se trata!… ¡Me tienes harto con tus subterfugios!…
Vivir es imposible. O se vive, o se escribe. O la palabra, o la acción. Pero en tu caso la acción es la palabra. Y cada acción, cada Tarea con mayúscula te produce rechazo. A su alrededor hay una zona de espacio muerto. Allí se extravía todo lo que estorbe a la Tarea. Allí se pierden las esperanzas, las ilusiones, los recuerdos. Reina allí un ruin, indiscutible, inequívoco materialismo…
¡Una vez más: no es esto, no es esto!…
¿En qué has convertido a tu mujer? Era sencilla, coqueta, le gustaba divertirse. Tú la has vuelto celosa, desconfiada, neurótica. Su constante «¿qué quieres decir con eso?» es un himno a tu hipocresía…
Tus desmanes llegaban al ridículo. Acuérdate de esa vez que llegaste a casa a las cuatro de la mañana y comenzaste a desatarte los zapatos. Tu mujer se despertó y gimió:
—¡Santo cielo! ¿A dónde vas a estas horas?
—Tienes razón, qué temprano es. Es tempranísimo… —balbuceaste tú, te quitaste la ropa a toda prisa y te acostaste…
En fin, que no hay mucho más que añadir
La mañana. El sonido de pasos amortiguados sobre la alfombra roja del pasillo. Un farfulleo intermitente que suena de pronto por el altavoz. El goteo del agua tras la pared. Los camiones bajo las ventanas. El repentino y lejano cantar de un gallo…
En tu infancia, los pitidos de las locomotoras ponían banda sonora al verano. Las casas de campo… El olor a quemado de las estaciones y la arena caliente… El tenis de mesa bajo las ramas… El ruido turgente y sonoro de la pelota… Los bailes en la veranda (tu primo el mayor te confiaba a ti el gramófono)… Gleb Románov… Ruzhena Sikora… «È una semplice canzone da due soldi…», «Yo te soñaba despierta en Bucarest…»10.
La playa quemada por el sol, los rígidos juncos… Los calzoncillos largos y las huellas de los elásticos en las pantorrillas… Arena en las sandalias…
Llamaron a la puerta.
—¡Teléfono!
—Debe tratarse de un error —farfullé.
—¿No es usted Alijánov?
Me llevaron a la habitación de la encargada del guardarropa. Tomé el auricular.
—¿Estaba usted dormido? —preguntó Galina.
Negué con determinación.
Siempre me ha parecido que la gente reacciona a esta pregunta con excesiva vehemencia. Pregunta a cualquiera: «¿Tú le das a la botella?», y te responderá delicadamente que no. O lo reconocerá de buena gana, que también puede ser. La pregunta «¿Estabas dormido?», en cambio, es tomada por la mayor parte de la gente casi por un insulto. Un intento de pillarle a uno cometiendo una villanía…
—He arreglado lo de la habitación.
—No sabe cómo se lo agradezco.
—En la aldea de Sosnovo. Está a cinco minutos de los edificios principales. Tiene una entrada aparte, para usted solo.
—Fundamental, desde luego.
—Aunque el dueño bebe.
—Otra ventaja.
—Memorice el apellido: Sorokin. Mijaíl Iványch… Puede dirigirse allí atravesando el campamento por el barranco. Desde la montaña se alcanza a ver la aldea. La cuarta casa. Quizá la quinta. Ya la encontrará. Por allí cerca hay un basurero…
—Gracias, querida.
El tono cambió bruscamente.
—¿Pero qué querida, ni qué narices? Ay, que me da algo… Querida… Anda ya… ¡Qué voy a ser yo su querida!…
Más de una vez me admiraría después con estas súbitas transfiguraciones de Galia. El más vivo interés, la cordialidad y la candidez eran reemplazadas de súbito por las histéricas protestas de un agraviado pudor. El habla normal, por un estridente deje provinciano…
—¡Y que no se le pase por la cabeza nada de eso!
—Eso… nunca. Y gracias otra vez…
Me dirigí al complejo. Aquel día había mucha gente. Por todos lados se podían ver automóviles de colores vistosos. Los turistas, con sus gorritas de domingueros, merodeaban en grupo o en solitario. Ante el quiosco de periódicos se montó una cola. De las ventanas de la cafetería, abiertas de par en par, llegaba un tintineo de vajilla y los esporádicos chirridos de los taburetes metálicos. Por allí, en medio de toda la escena, retozaban algunos perros pastores bien cebados.
A cada paso me encontraba con efigies de Pushkin. Incluso junto a una misteriosa cabinita de ladrillo con la inscripción «¡Inflamable!». Que evocasen al poeta era tarea encomendada a las patillas, cuyo tamaño variaba arbitrariamente de una imagen a otra. Me di cuenta hace tiempo de que nuestros artistas tienen sus objetos predilectos, aquellos que no presentan restricciones ni en su escala ni en la imaginación. Los más destacados son, sin duda, la barba de Karl Marx y la despejada frente de Vladímir Ilich…
El altavoz bramaba:
—¡Atención! ¡Al habla la radiodifusión del complejo turístico de la reserva Pushkin! Procedemos a dar lectura al programa de hoy…
Entré en la oficina. Vi a Galina rodeada de turistas. Me hizo señas para que esperase.
Cogí del estante un folleto, La perla de Crimea. Saqué los cigarrillos.
Tras recoger unos papeles, los guías se retiraban. Los turistas los seguían hacia los autobuses. Algunas familias venidas por su cuenta trataban de unirse a uno de los grupos. A su cargo estaba una muchacha alta y esbelta.
Un hombre con sombrero tirolés se me acercó discretamente:
—Disculpe, ¿puedo preguntarle algo?
—Dígame.
—Eso de ahí… ¿son «alrededores»?
—¿Perdón?
—Le pregunto que si son «alrededores»… —El tirolés me arrastró a la ventana abierta de par en par.
—¿En qué sentido?
—¿En qué sentido va a ser? Quisiera saber si son o no son «alrededores». Si no lo son, dígamelo.
—No le entiendo.
El hombre enrojeció y comenzó a explicarse a toda prisa:
—Tengo una postal… Soy filocartista…
—¿Qué?
—Filocartista. Colecciono postales… «Filos», amor, y «cartos»…
—Ya, ya…
—Tengo una postal en color: «Alrededores de Pskov». Y ahora me encuentro aquí. Y querría confirmar que «eso» de ahí son «alrededores»…
—Visto así, en general, lo son.
—¿Típicos de Pskov?
—Desde luego.
El hombre se alejó satisfecho.
Pasó la hora punta. La oficina quedó desierta.
—La afluencia de turistas aumenta cada año —aclaró Galina.
Y luego, elevando un poco la voz:
—Se ha cumplido la profecía: «No ha de tornarse agreste el camino sagrado»11.
«¡Agreste!», pensé. «Como para volverse agreste, el pobre, si es hollado a diario por escuadrones de turistas».
—Esto es un puto desmadre cada mañana —dijo Galina.
Volvió a asombrarme la inagotable variedad de su léxico.
Galia me presentó a la instructora de la oficina, Liudmila. Sería secreto admirador de sus tersas piernas hasta el final de la temporada. Liuda era sencilla y amable. Una posible explicación es que tenía novio. No le agriaba el gesto esa permanente disposición al rebufo ante cualquier insinuación, tan frecuente entre las otras. De momento, el novio estaba en la cárcel…
Apareció después una mujer poco agraciada, de unos treinta años: la coordinadora. Se llamaba Mariana Petrovna. Mariana tenía una cara descuidada pero sin defectos apreciables y una figura indefiniblemente mal resuelta.
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