María Teresa Uriarte Castañeda - Historia y arte de la Baja California

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Los 7500 años de pintura rupestre en Baja California y la riqueza cultural de los pueblos indígenas que la habitaron antes de la llegada de los españoles, contrastan intensamente con la precariedad del clima y el olvido de los historiadores. En
Historia y arte de Baja California se rescata el acontecer y la naturaleza de la península y sus antiguos pobladores, desde la mirada de los cronistas novohispanos hasta la de modernos lingüistas y etnólogos, en lo que constituye un estudio integral de esta región mexicana que aporta, además, un excepcional análisis estético de la pintura mural prehistórica hallada en sus cuevas.

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El historiador jesuita calculó que en enero de 1768, cuando sus correligionarios fueron expulsados, los pobladores de California sumaban alrededor de siete mil, algo así como "siete habitantes por legua cuadrada". Atribuía tan escasa densidad poblacional a la "vida salvaje" de sus habitantes, a las "continuas guerras" entre ellos y a "la escasez de víveres en aquel árido terreno", pero también a la proliferación de enfermedades "después de la introducción del cristianismo […] señaladamente en la parte austral". Por lo demás, en las siete décadas que estuvieron los jesuitas –y por mucho tiempo más– la conquista de la península distaba mucho de la de otros territorios. Sirva el siguiente párrafo como botón de muestra:

El lugar principal de cada misión donde residía el misionero, era un pueblo en que a más de la iglesia, la habitación del misionero, el almacén la casa de los soldados y las escuelas para los niños de uno y otro sexo, había varias casas para los neófitos que vivían allí de pié. Los otros lugares, más o menos distantes del principal, en los cuales vivían los restantes neófitos pertenecientes a la misma misión, carecían regularmente de casas y sus habitantes vivían a campo raso, según su antigua costumbre. Los pueblos de la península eran unos veinte, todos edificados por los misioneros a grande costa.

Foto 1 Morada del jesuita Ignacio Tirsch en la costa de California En el - фото 2

Foto 1. Morada del jesuita Ignacio Tirsch en la costa de California.

En el aspecto financiero, pese a que −según Clavijero− el rey Felipe V dispuso "que los misioneros de la California se pagasen del real erario como los de las otras misiones", la orden "no se ejecutó". Su manutención provino entonces "de los fondos propios de las misiones" las cuales, por otra parte, tenían también a su cargo funciones administrativas. Así, había un procurador "que residía en México" y cuyas atribuciones consistían en "tratar con el virrey y con los oidores los negocios de las misiones", "sacar del real erario" los sueldos destinados a soldados y marineros, "proveer de nuevo buque a la California" cada vez que las circunstancias lo exigieran, así como "comprar y despachar todo lo necesario para los misioneros y sus iglesias, para los soldados y marineros, para los buques y aún para los indios".

Otro procurador, en Loreto, además de misionero –es decir, encargado de "bautizar, predicar, confesar y otros semejantes"– era responsable de entenderse de "lo temporal": recibir el cargamento proveniente de los buques, abastecer a otros misioneros, pagar sueldos, cuidar el almacén general y hasta despachar "oportunamente los buques a los puertos de la Nueva España" con "los géneros que se enviaban de México". A éste lo auxiliaba "en el cuidado de las cosas temporales" un hermano coadjutor y había además un capitán al mando de los soldados, 60 por ese entonces, con funciones de gobernador, juez y "supremo comandante de aquellos mares". Ahora bien, al superior de las misiones le correspondía "nombrar al capitán y admitir y licenciar a los soldados", de modo que los jesuitas eran la máxima autoridad y la ejercieron a tal grado que evitaron a toda costa lo que entonces parecía el único negocio redituable en aquellos lares, la explotación de las perlas de los mares de California.

La paciente exploración del territorio por parte de los jesuitas y más tarde por otros misioneros no hizo más que confirmar cuanto encontraron aquellos primeros expedicionarios que, desde Hernán Cortés –en 1535– hasta Sebastián Vizcaíno –1596 y 1602– se toparon con un territorio inhóspito, difícil de colonizar. ¿Qué motivó entonces el interés por la California? La ambición, en primera instancia. Por ejemplo, luego del fallido intento de Hernán Cortés de colonizarla, el entonces virrey de la Nueva España se entusiasmó con reportes que hablaban de que en su golfo abundaban las perlas e, imaginando que superaría en gloria a Cortés, "hizo salir dos armadas" en 1539, una por tierra y otra por mar, "pero ni las armadas se reunieron jamás ni hicieron cosa digna de memoria". 15

Otro intento fracasó en 1543 y luego, por medio siglo, los españoles se olvidaron del tema hasta que la presencia del pirata inglés Francis Drake se hizo demasiado incómoda. Según el relato de Clavijero, el "célebre corsario […] abordó a la parte septentrional de la península y le puso el nombre de Nueva Albión ". Su atrevimiento fue tal que el rey Felipe II ordenó al virrey "poblar y fortificar los puertos de la California". 16 La misión le fue encomendada a Sebastián Vizcaíno, quien a fin de cumplirla partió del puerto de Acapulco en 1596, en tres navíos donde viajaban numerosos soldados y cuatro religiosos franciscanos. Escribió el historiador jesuita:

Después de haber arribado a algunos lugares de la costa interior […] y de haberlos abandonado por la esterilidad de su terreno, anclaron finalmente en un puerto situado a los 23º 20', o poco más, al cual dieron el nombre de La Paz porque en él fueron recibidos pacíficamente por los indios […]. Entre tanto el general de aquella armada queriendo tener conocimiento de toda la costa […] hizo salir a uno de sus navíos a reconocerla […]. Así lo hicieron, navegando como cien leguas […] pero habiendo saltado en tierra cincuenta hombres de los mejores […] perecieron diecinueve de ellos, parte matados por los indios y parte ahogados […]. De ahí regresaron al puerto de La Paz, en donde hicieron saber al general lo muy estéril que era la costa. Viendo éste que no podía subsistir allí por falta de víveres, celebró una junta de oficiales, en la cual se resolvió abandonar la empresa yvolverse a México […] 17

Por órdenes del rey de España Felipe III se le encomendó a Vizcaíno en 1599 otra expedición, también fallida, pero esta vez en la costa occidental de la península. Dicha empresa que hubiera podido realizarse en un mes, tardó nueve, pues navegaron en contra del viento favorable del noroeste, dominante en aquellos mares, y se detenían a sondear puertos o a reconocer la costa. El mayor provecho de tan penosa travesía fue el de descubrir las propiedades de una fruta llamada xocohueztli o xocueistle para combatir el escorbuto. Vizcaíno no quitó sin embargo el dedo del renglón y gestionó el permiso para una nueva tentativa de exploración en la península, esta vez financiada por él mismo. Sus argumentos parecían sólidos: más allá de la pesca de perlas o de la explotación de los recursos minerales que, se daba por descontado, existían en aquel lugar, o de evitar que los piratas utilizaran la península para hostilizar "las costas y los navíos españoles", era necesario encontrar ahí un puerto en dónde abastecer a los barcos provenientes de Filipinas tras "tan larga y penosa navegación".

Una vez que el virrey le negó el permiso viajó hasta España para insistir ante las cortes sobre la pertinencia de obtener la autorización que, de nuevo, fue rechazada. Entonces, según Clavijero, "volvió a México con el propósito de pasar tranquilamente el resto de sus días" pero, apenas había regresado, cuando llegó la orden del rey, intempestiva, de "que se buscase y poblase en la California un cómodo puerto que sirviese de escala a los navíos de Filipinas". La muerte, sin embargo, sorprendió a Vizcaíno cuando realizaba los preparativos para el viaje. 18

De entre muchos otros intentos infructuosos realizados en el siglo XVII destaca el que realizó, en 1683, el almirante Isidoro Atondo por órdenes directas del rey Carlos II. Esta vez integraron la expedición más de 100 hombres, incluyendo tres jesuitas, uno de ellos Eusebio Francisco Kino. Es cierto que, tres años después y a costa de una inversión de 225 mil pesos por cuenta del real erario, Atondo decidió que no había modo de sobrevivir allí y regresó a la Nueva España. Y también que, tras analizarse el informe del almirante, se llegó a la conclusión de que aquel territorio era "inconquistable" por los medios hasta entonces empleados. Sin embargo, en ese tiempo los misioneros hicieron avances en el aprendizaje de una de las lenguas que hablaban los habitantes de la península, el cochimí, y en consecuencia, en la enseñanza del catecismo entre ellos, llegando a sumar alrededor de "cuatrocientos catecúmenos dispuestos para recibir el bautismo", según Clavijero. Al respecto abundó:

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