Iván Carvajal - Universidad - Sentido y crítica

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La universidad, sostenía Hernán Malo González, por ser «sede de la razón», debe ser crítica, y en ella se ha de ejercer la autocrítica de la razón y de la propia universidad. No es otro el hilo conductor de la investigación emprendida por Iván Carvajal que culmina en este libro: inquirir críticamente por la razón de la universidad en nuestra época, por su posibilidad de mantenerse o de ser un espacio público democrático, abierto a la multiplicidad del saber, al diálogo y al debate. Con ese propósito, el autor revisa la «misión de la universidad» -en el sentido que diera Ortega y Gasset a esta frase- desde la segunda mitad del siglo pasado hasta los actuales intentos de reforma. Si la universidad tuvo en el pasado una función central en la formación de la nación de estado, de la cultura nacional y la democracia liberal, ¿cuál puede ser su sentido en nuestra época, de cara a la mundialización? Se ha dicho que la universidad debe servir al desarrollo.Para el autor, que se pregunta sobre el sentido del «desarrollo», más allá de las evidentes modificaciones de la educación superior ecuatoriana en estas décadas, las «reformas universitarias» propuestas y efectivas se han supeditado a la ideología desarrollista predominante. Hoy ese predominio deriva en una ideología tecnocrática, que a la vez que genera ilusiones sobre las posibilidades de inserción en la creación de tecnologías de punta, se orienta a la destrucción de la universidad como espacio democrático. Esta vía constituye, a juicio del autor, una amenaza para el ámbito de las humanidades, las cuales, sin embargo, deben transformarse radicalmente de cara a las nuevas condiciones de la vida humana en un mundo de acelerados cambios tecnológicos y científicos.

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En nuestro caso, además, la universidad se encuentra ante una sociedad dominada por una terrible irracionalidad e injusticia, de la que de algún modo es cómplice. Tal vez pudiera pensarse que el factor de injusticia no debiera afectar tanto a una institución que se encargaría fundamentalmente de encontrar un máximo de racionalidad y a la que no deberían afectarla tanto las cuestiones morales. Ante el supuesto de que así fuera, la injusticia lleva consigo una carga terrible de irracionalidad y, además, la irracionalidad es en nuestro caso un dato primario, ante el que una institución cultivadora de la razón no puede quedar imposibilitada. Aunque se considere a la universidad como una institución social cuya finalidad última sea introducir en el cuerpo social el máximo de racionalidad, dejando de lado toda intimación ética, la situación de nuestros países dominados y subdesarrollados exigiría su intervención precisamente por su radical situación de irracionalidad. Todo ello supone, sin duda, un correcto entendimiento de lo que es la racionalidad, que tiene en sí misma sus propias leyes y exigencias y que de ningún modo puede concebirse como pura instrumentalidad, a la que dan dirección otras instancias opcionales (Ellacuría, 1990).

Si la politización de la universidad es una obligación teórica y ética, debe darse de manera consiguiente un criterio de normatividad de tal politización, que, como acabamos de ver, se sustenta justamente en la racionalidad. Tal criterio normativo no sería otro que la «proyección social» de la universidad. Si la reforma de Córdoba había incluido a la extensión universitaria como tercera función de la universidad, junto a la docencia y a la investigación, y si se había cuestionado durante décadas la manera de comprender tal extensión universitaria como un vano ejercicio cuasi filantrópico para «regalar migajas de cultura», como dice Ellacuría, entre los obreros y los campesinos, en el pensamiento reformista de los años 60 y 70 se pone énfasis en cambio en la proyección social, en el compromiso de la universidad para transformar las estructuras sociales de opresión y dominación. Lo hemos visto en Ribeiro, lo veremos en Aguirre, y lo encontramos todavía en 1980 en el trabajo de Ellacuría. Ni el regalo de migajas de cultura, ni siquiera el servicio social, deben confundirse con la proyección social de la universidad. «Desde luego que no se trata de una proyección social cualquiera sino aquella que busca prioritariamente la radical transformación del desorden establecido y de la injusticia estructural» [el énfasis es añadido]. Y esta proyección social se realiza a través de la cultura, entendida como cultivo «real, activo, racional y científico, de la realidad social». Añade Ellacuría: «La cultura, el saber transformativo y no puramente contemplativo, es el arma típica de la universidad, aquello que más y mejor tiene en sus manos para proyectarlo sobre la sociedad» [el énfasis es añadido]. En otras palabras, y como señala el propio autor, la proyección social de la universidad, su función cultural, «se operativiza en la contribución, modificación y configuración de la conciencia colectiva en su dimensión estructural totalizante o en dimensiones estructurales parciales». A pesar de la circunstancia y de cierto radicalismo político, cabe preguntarse si no se escucha detrás de las palabras de Ellacuría un eco de la idea de universidad que había enunciado medio siglo antes Ortega y Gasset.

Pero ¿cómo interviene la universidad en la configuración y modificación de la conciencia colectiva, o, si se prefiere llamarla de otro modo, opinión pública, conciencia social, ideología dominante…? Un «aporte», sostiene Ellacuría, será el «diagnóstico científico y/o racional sobre la realidad histórica del país» y sus componentes; otro será «la producción de saber crítico», el cual tendría un momento esencial en la reflexión epistemológica, y otro momento no menos decisivo en la reflexión ética. La transformación de la universidad determina, de modo consiguiente, la subordinación de las funciones de enseñanza y de investigación a esta función decisiva, la proyección social, es decir, la función política de la universidad. En una sociedad determinada por la opresión que sufren las mayorías, el pueblo o los pobres, y por el subdesarrollo, una sociedad «constituida bipolarmente por una pequeña clase dominante (…) y una inmensa mayoría empobrecida y explotada», la proyección social implica por tanto una opción por las mayorías, el pueblo, los pobres. Para Ellacuría, a más de la reflexión epistemológica y la reflexión ética, está en juego obviamente una cuestión teológica:

La fundamentación teórica de esta opción se basa en que son las mayorías y su realidad objetiva el lugar adecuado para apreciar la verdad o falsedad del sistema en cuestión; un sistema social que mantiene por largo trecho de tiempo a la inmensa mayoría en una situación deshumanizada, queda refutado por esta misma deshumanización mayoritaria. La fundamentación ética de esta opción consiste en que se estima como obligación moral básica la de ponerse a favor de los injustamente oprimidos y en contra de los opresores; esto es tan evidente como decir que hay que ponerse a favor de la justicia y en contra de la injusticia, sólo que en casos concretos esto no se convierte en una tautología ética sino en una evidencia empírica irrefutable. La fundamentación teológica, desde un punto de vista cristiano, consiste en que el cristianismo considera a los oprimidos como lugar privilegiado para reconocer y realizar la salvación y a la Iglesia de los pobres como la forma privilegiada de buscar el Reino de Dios y de realizarlo en la historia [el énfasis es añadido].

Para el jesuita Ellacuría o para el jesuita Malo González, para Darcy Ribeiro o para el marxista Aguirre, hay por igual un reclamo de orden epistemológico a las universidades: conocer la realidad «nacional», que tiene además un sentido político, la necesidad de transformar la realidad social existente, realidad de dominio, de opresión, de subdesarrollo y dependencia. Reclamo, por tanto, de orden epistemológico que se vincula con la exigencia ética y política, a fin de situar adecuadamente la especificidad de la universidad, de preservarla como espacio de racionalidad crítica y de compromiso con las «mayorías», el «pueblo» o los «pobres», y que en el caso de Ellacuría se articula además con la dimensión teológica, es decir, con su comprensión de que la salvación se realiza en la historia20. Para ello, es condición necesaria la autonomía universitaria, que debe entenderse en relación tanto con el Estado como con el partidismo, e incluso en relación con las organizaciones populares con las que se debe vincular la universidad. «La autonomía universitaria no es un privilegio burgués sino que es una necesidad histórica». Solo en libertad es posible la acción universitaria, solo con autonomía puede procurar el diálogo necesario para el conocimiento de la «realidad nacional» y para actuar sobre ella. La politización de la universidad, en el sentido en que ha sido abordada por Ellacuría, lejos de obstaculizar la excelencia académica, la potenciaría, así como esta potenciaría a aquella: una mejor universidad propiciaría una mejor política. No obstante, es preciso señalar que el tema de la excelencia académica está asociado a un criterio de selectividad que Ellacuría no oculta al oponerse de manera expresa a la masificación de la universidad.

La «mejor política» que Ellacuría postula se inscribe desde luego en el proyecto liberador, humanista y humanizante de las mayorías deshumanizadas por la opresión y la pobreza. De ahí que su ensayo concluya de manera contundente:

Si la revolución no pasa por la universidad en el sentido de que no es ella su motor principal, la universidad debe pasar por la revolución, porque revolución y razón no tienen por qué estar en contradicción; más bien, en las cuestiones históricas se reclaman y se exigen mutuamente.

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