Pero ahora que se da cuenta de la verdad es incapaz de lidiar con ella.
—¿Qué es lo que quieren de mí? —pregunta con la boca seca. El sabor de sus lágrimas se mezcla con la lluvia y el sofocante ardor de los ladrillos.
Un repentino dolor, tan natural como abominable, la estruja; sus dedos se contraen en su vientre para soportarlo, aun a sabiendas de que es inevitable.
“Estás sola. Tan… sola.”
Murmuramos sin compasión. Y aunque no puede escucharnos, la fantasmagórica vibración de nuestra voz termina por destrozar su última pizca de valentía.
Alannah se orina. Después llora y gimotea, aterrada; ella sabe que esto la supera. Sabe que es indigna de su estirpe y de los errantes. Quiere volver a casa. Quiere refugiarse en la calidez de los brazos que la han acogido en sus noches de pesadillas. Quiere regresar al sitio donde, por primera vez en su vida, ha sido amada, y pretender que esto no ocurrió. Que nunca vio a esos fantasmas en la oscuridad de su habitación. Que jamás llegó a percibir su horripilante olor a quemado ni a ver sus vientres abiertos como labios rojos en la noche.
Oh, Alannah. La pobre y loca Alannah. Si tan sólo supieras que el demonio al que deberías temer no está dentro de esa caverna de ladrillos, sino aquí afuera, contigo.
Porque tú serás nuestra.
Basta un murmullo de nuestros labios podridos, un revolotear de nuestros espíritus, para que el silencio lo devore todo. Los árboles ya no se agitan contra el viento. El agua deja de fluir contra la ropa de la chica y su temor no le permite darse cuenta de que el único sonido que puede escucharse ahora es el de su corazón agitado.
Todo calla por el chasquido de nuestra magia.
Y, finalmente, nuestras cenizas se unen, se regeneran y se alargan bajo la lluvia. Nuestro cuello se abre paso entre las copas de los árboles. Nuestras fauces se parten, crujen y se dilatan hasta que nos sangran las encías, ansiosas por poner carne entre nuestros dientes.
Nuestra esencia de magia negra se desprende como una marea y alcanza el frenético pulso de la errante. Las náuseas la ahogan y, por fin, Alannah mira hacia acá.
Pero ya es demasiado tarde.
Nos lanzamos contra su cuello y lo constreñimos con tanta fuerza que ni un suave alarido alcanza a escapar de su garganta. Nuestros huesos se enroscan y saborean su piel empapada; una vuelta, una torcedura apenas y las vértebras de la contemplasombras se encajan en las nuestras hasta hacerse pedazos.
Su carne blanda revienta, y la sangre baña nuestro pellejo como lo haría un manantial.
Alannah se desploma, inerte, contra el suelo. Sus ojos vacíos contemplan nuestro cuerpo, traído de vuelta a la vida a base de cenizas, lluvia y recuerdos.
El agua vuelve a cantar sobre la tierra. El viento susurra de nuevo entre los árboles.
Nuestra columna vertebral se desliza desde las entrañas del bosque. Despacio, la enredamos en el tobillo de la chica mientras las voces que yacen dentro de la casa de ladrillos gritan, lloran y se retuercen al ver que su única esperanza es arrastrada hacia la oscuridad.
REINO DE ÓXIDO
El silencio se vuelve un susurro y comienza a silbar con más fuerza a medida que el viento, cargado de polvo y arena, se arrastra hacia aquí. Como una mano gigante e invisible, golpea el costado del solitario restaurante de carretera y hace vibrar tanto el cristal de las vetanas como las destartaladas paredes de aluminio.
Ante la ráfaga, el único mesero alza el mentón para ver cómo se sacuden los muros, más curioso que atemorizado ante la furia de la corriente. Cuando el viento amaina, sólo deja un asfixiante olor a tierra seca que entra de lleno por mi nariz.
La luz anaranjada que se cuela por las persianas, el zumbido de la radio sobre la barra, el rechinar de los grasientos ventiladores en el techo, el olor de la parrilla de hamburguesas… todo me provoca una repentina nostalgia, como si me hubiese perdido en algún lejano punto del pasado.
Ante el sofocante calor, intento abanicarme con la postal en mi mano cubierta por un guante color marrón, pero al ver que el paisaje impreso ya está casi desvaído, decido meterla en el bolsillo de mi parka de verano.
Tarareo una canción en hindi y saco un cigarro, dispuesto a transformar en humo la melancolía. Los huesos expuestos rumian debajo de mi guante, ansiosos por sentir el calor de las cenizas.
Pero antes siquiera de que pueda buscar el encendedor, escucho un siseo frente a mí.
Alzo la barbilla hacia mi acompañante invisible, sentado al otro lado de la mesa; tiene el rostro tenso como un ladrillo y sus hambrientas cuencas vacías prestas sobre mi cigarrillo. Sonrío y alargo el brazo hacia él.
—¿Quieres? —ofrezco.
Barón Samedi ni siquiera mueve los labios; tan sólo me mira en silencio como un espectador ausente mientras se llena, poco a poco, de una ira impotente que soy capaz de sentir en la punta de la lengua .
Letras pequeñas de un mal contrato, si me lo preguntan.
—Sí. Eso creí —sentencio con una risa ronca mientras llevo el filtro a la boca.
De reojo, me percato de que el mesero arruga el entrecejo, desconcertado al escucharme hablar solo. Acostumbrado a que la gente me tome por un loco, me limito a aspirar una nube de humo caliente y a girar el rostro con indiferencia hacia la ventana.
Y es entonces, justo cuando un placer nauseabundo se anida en medio de mis pulmones, que el fastidioso ruido de la radio se detiene de pronto. Alzo una ceja y miro al mesero, cuyos ojos perplejos yacen sobre mi cigarro.
Me toma menos de un segundo comprender que, una vez más, lo he prendido sin necesidad del encendedor.
El Señor del Sabbath se ríe de mi descuido con un sonido irritante y gangoso que retumba en las paredes de su boca vacía. Pero su sonrisa se transforma en una mueca de dolor cuando, de un solo movimiento, aplasto el cigarro sobre el dorso de su mano.
El Loa contrae su extremidad y aprieta los labios hasta volverlos una línea siseante mientras yo arrojo una generosa cantidad de billetes de un dólar sobre la mesa, justo donde el cigarro ha dejado su rastro de ceniza.
Me levanto y me largo a zancadas del restaurante, con el aún más estupefacto semblante del mesero sobre mi espalda. Echo a andar sobre el polvoroso suelo en dirección al motel detrás del negocio, con la mirada furibunda de Samedi siguiéndome desde la ventana.
A medio camino me detengo para prender otro cigarro y contemplar los últimos rayos de luz del atardecer. Esta vez procuro usar encendedor.
La brisa caliente y polvorienta de finales de julio me abrasa la piel, y la nostalgia vuelve a surgir cuando contemplo cómo el sol se acuna entre las montañas del sur de Utah, pintando todo de matices anaranjados y rojos.
Aunque, vamos, aquí casi todo es rojo, sea cual sea la posición del sol.
El paisaje desértico de esta parte del país está formado por largas praderas de matorrales secos y opacos, pelusas espinosas que brotan de la calvicie árida de la tierra. A mi alrededor hay montañas, hoodoos * ** También llamadas “rocas de carpa” o “chimenea de hadas”, son agujas de roca alta y delgada coronadas por piedras más grandes y duras. Los hoodoos tienden a ser descritos como “rocas en forma de tótem”.
y mesetas gigantescas de piedra erosionada, cuyos pies están repletos de rocas y arena que se ha deslizado con el paso de los siglos, como si montones de escombros reposaran a las faldas de los gigantes.
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