Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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—Precioso atardecer —le oyó decir antes de atravesar el umbral.

El herrero continuó sentado, inmóvil. ¿Cómo he podido ser tan injusto con ese hombre?, se mortificó. ¿Por temor, como dice él? Prefirió dejar la pregunta en el aire, mejor así. Esa noche les explicaría lo sucedido a su mujer y a Yamen, lo que les tranquilizaría. Al menos en parte. Se quedaría con eso y olvidaría el resto. Se dirigió hacia el saco sobre el que continuaba la espuela, la recogió, tomó el martillo y reemprendió el trabajo. Un enorme vacío le llenaba el cuerpo, en especial el pecho. Sin embargo, se sentía bien, un punto feliz, como si ese vacío se debiera al peso que ya no debía soportar. Una liberación. Eso sí, no, no le gustaba manejar la plata, demasiado blanda. Al pensarlo no consiguió evitar que una carcajada surgiera del vacío. Una carcajada, tal cual. No, no le gustaba manejar la plata.

XVII

El monasterio se perfilaba, claro y dorado, sobre el fondo de unos montes cada día más próximos. Se cerraba con una muralla baja rodeado de huertos. Sobre ella, poco eficaz como defensa, sobresalía una parte de unos edificios con la techumbre de tejas rojizas, el de mayor altura coronado por un campanario que parecía consagrado a labores de vigilancia a través de sus cuatro ojos transparentes. Desde el episodio del cazador de diablos junto al río habían pasado varios días y algunos incidentes, tanto agradables como dignos de olvidar. Entre los primeros el encuentro con unos campesinos que aceptaron cambiar comida, no tenemos demasiada, usted comprenderá, le dijeron, por un pequeño cuchillo. Se trataba de una familia compuesta únicamente por varones, el padre y cuatro hijos entre los diez y los veinte años. Mi mujer murió al dar a luz a ese, dijo el padre señalando a un chico huesudo de gran nariz y espaldas estrechas, pero nos defendemos. Cada cual tiene su responsabilidad y la cumple a rajatabla, explicaba el hombre con orgullo. He intentado encontrar una nueva esposa, claro, pero no es fácil. Con cinco hombres y mi edad es difícil que alguna mujer se anime, en especial si es joven. Y si no lo es, pongamos una viuda, suele tener sus propios hijos y entonces soy yo el que no se anima. Permaneció con ellos tres días en los que, al margen de colaborar con la plantación, básicamente de cebada, vamos tarde, padre, repetía el hijo mayor con tonos agoreros, le sirvieron para descansar y rearmarse mental y anímicamente, en especial lo último puesto que la añoranza de su familia y de sus amigos, junto a la mala conciencia por lo que había hecho y, menos, por lo que pensaba hacer, empezaban a pesarle. ¿No se disponía a cometer un grave error? ¿Estaba siendo justo con sus seres más queridos? ¿Y el futuro? ¿Qué futuro le aguardaba? ¿La muerte? ¿Deambular por los bosques? Porque, en el mejor de los casos, si lograba su objetivo, ¿tendría la posibilidad de volver a la villa? Las respuestas se confundían. Mejor no pensar en ello por el momento, y tampoco en la mala experiencia vivida en uno de los bosques por los que había transitado.

Dos días atrás, hacia el mediodía, tuvo un encuentro con dos individuos que aparecieron de improviso en un recodo del sendero. Se presentaron con una sonrisa en los labios y la mirada en el estuche, ambas desagradables por el mensaje que transmitían. La sonrisa por falsa y la mirada por codiciosa. Por una vez, Arlot, en vista de la soledad que presentaban los caminos, había decidido dejar los secundarios, menos transitables, y tomar uno de los que unían los señoríos, y no tardó demasiado en arrepentirse. Los dos hombres, sucios, mal afeitados y con la ropa rozando la categoría de harapos, se ofrecieron a acompañarle. Por prudencia, la evidente fortaleza de Arlot invitaba a ello, habían decidido tantear su personalidad, supuestamente confiados en que dicha fortaleza física fuese proporcional a su debilidad mental. En principio, mejor engañar que pelear, al menos en este caso. Por estos parajes, había aconsejado el de mayor envergadura, mejor andar en grupo que solo. Hay mucho sinvergüenza suelto. Su compañero, semejante en desaliño, pero con un volumen inferior, le apoyó con aspavientos. Además, añadía con desinterés el primero, nosotros conocemos atajos que permiten ganar tiempo, mucho tiempo. A continuación se interesaron por el destino del buen muchacho, así le llamaban, por su condición y se mostraron encantados de verle con tan buen aspecto. ¿Asistes a algún señor de importancia?, se interesaron. Vas bastante limpio y la ropa no es mala, dijo uno. Y el estuche que llevas a la espalda parece de valor, se le escapó al otro. ¿Trabajas de mensajero?, continuó aquel acercándose, manos a la espalda, pacífico. ¿Sabes?, llevamos dos días alimentándonos de raíces. ¿No tendrás algo de comida para compartir con dos hambrientos camaradas? ¿Lo que contiene ese estuche es de valor?, decía avanzando un paso detrás de su compañero, como buscando protección o aclarándole el camino, las manos cerca de la cintura, en el interior de lo que quedaba de camisola. Arlot los observó en silencio hasta que estuvieron a media docena de pasos. Entonces exclamó, alto y claro, que se detuvieran, y a continuación se descolgó el estuche y lo apoyó en el suelo. Os enseñaré lo que hay aquí dentro y, si os gusta, estoy dispuesto a compartirlo con vosotros. Los dos hombres obedecieron, la sonrisa fija en los labios, amarillenta, maliciosa, y Arlot abrió el estuche. En un segundo la espada negra apareció en su mano izquierda apuntando, oblicua, al pecho del de mayor altura. ¿Compartimos?, preguntó manteniendo el rostro con una inexpresividad que se confundía con la indiferencia. Que sabía manejar aquel arma, de apariencia por sí misma intimidadora, resultaba tan indudable que incluso ellos lo advirtieron. Que la sabía utilizar y que la musculatura del brazo no les daba demasiadas esperanzas si entraban en combate con él. Uno lanzó a un lado, muy despacio, la estaca que ocultaba a su espalda y el otro sacó su mano del blusón y la alzó en señal de paz. Seguidamente, tras retroceder unos pasos, se giraron y emprendieron la huida con lo que recordaba una carrera desbocada. Arlot los vio desaparecer, esperó unos instantes, alzó la mirada para buscar el equilibrio en las nubes rosáceas que flotaban bajo un cielo pálido, sereno, y recomponer los ánimos, guardó de nuevo la espada en el estuche, se lo cargó a la espalda y abandonó el camino, uno de los llamados reales. Mejor dificultades en soledad que las comodidades en ciertas compañías, se dijo recordando una de las charlas con Páter. Tenía razón, como casi siempre.

Ahora, sin nuevos incidentes reseñables aunque con rasguños en los brazos, tributo a la frondosidad de los senderos dejados atrás, se encontraba frente a un lugar en que confiaba reponer fuerzas. Si todo se mantenía como años atrás, sería bien recibido a condición de participar en determinadas labores y en una parte de los rezos de la comunidad. Y por supuesto, lo estaba. Se encontraba cerca de una puerta orientada a los huertos, una puerta modesta en dimensiones y apariencia. La principal, lo recordaba a pesar de los años transcurridos, exhibía mayores lujos, no excesivos, pues se trataba de una orden que seguía unas formas de vida muy sobrias. ¿La confesión? ¿Debería hacerlo? Recordaba a Páter advirtiéndole que sus planes pecaban contra las leyes de la Iglesia. No matarás, es uno de los mandamientos y los mandamientos son la ley de Dios. Se lo advirtió con diferentes entonaciones en múltiples ocasiones. ¿Y las guerras santas?, cuestionaba él. Eso no tiene nada que ver, replicaba el sacerdote, el ceño arrugado como solía componer cuando los dogmas que impartía y su inteligencia entrechocaban con especial intensidad. ¿No dispone el propio Papa de un ejército?, insistía, rozando la impertinencia. Vaya pregunta, se escabullía el sacerdote. La imagen de Páter, enfurruñado y entrañable, le llegó una vez más como un soplo de aire fresco. Sin embargo, Páter estaba muy lejos en aquel momento y una confesión, tal vez obligatoria en un monasterio, podría comportarle problemas. Llegado el caso, ¿se limitaría el confesor con una amonestación y una penitencia? ¿O se negaría a absolverle en vista de su firme negativa a renunciar a lo que él consideraba justicia y posiblemente él consideraría mera venganza? Lo virtuoso y lo inmoral situados en una balanza, y el fiel se decantaba hacia uno u otro lado a partir de la más completa subjetividad. Lo reconocía.

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