Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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—Preciosa —afirmó Carlo.

—Más que eso, digna de un rey —corroboró su hermano.

Yúvol se mantenía ahora serio, la boca fruncida en un gesto tan suyo que ya formaba parte de su rostro, como si permaneciese en perpetuas cavilaciones, y Vento sonrió alegremente mientras aplaudía. Sin sorpresas en las reacciones.

—Yo la había visto casi acabada —empezó Yamen pasando un dedo por el filo cuidadosamente—, y ayer estuve tentado de abrir el estuche. No lo hice, no hubiese sido correcto, pero sí que lo sopesé. Luego estuve pensando y creo que mi padre le hubiera dado el visto bueno. Lo suficientemente pesada para hacer daño y también con un punto de ligereza que la hace manejable. Equilibrio puro. —Señaló el brazo izquierdo de Arlot—. Al menos para ti que, con tantas horas en la forja, se te ha hecho un brazo que no lo dobla ni Yúvol.

—Eso habría que verlo —intervino este con una sonrisa.

—Lo que mi padre no hubiera comprendido —prosiguió Yamen concentrado en su discurso— es que la espada del hijo de un herrero fuese tan bonita. Eso si conseguía el permiso para poseerla.

—Mi padrastro hablará con el marqués sobre ello cuando le conceda la audiencia que ha solicitado —dijo un Arlot con un deje de fastidio. Sabía que debía hacerse, pero le molestaba.

—Es una espada que impone —dijo Triste acercando el rostro al filo—. Nunca había visto una negra y encima brilla tanto o más que las corrientes. Y el mango me gusta, me gusta mucho esa especie de severidad que irradia.

—Lo de la cruz plateada será cosa de Páter, ¿no? —intervino Yúvol.

Arlot asintió con el esbozo de sonrisa en los labios.

—Pues queda bien, le da un aire como de cruzada —opinó Marlo—. Quiero decir que la convierte en un arma destinada a algo más que a combatir.

—También le añade personalidad —completó Carlo.

—Mi padre solía criticar las que emplean los nobles —intervino Yamen, que se mantenía en el recuerdo de su padre, lo que sucedía con frecuencia—. Según él una espada debe olvidarse de los lujos porque los lujos hacen débil cuanto tocan.

—Pues entonces nosotros seremos muy fuertes porque vivimos rozando la pobreza —terció Marlo riendo.

—Y él se la merece y la dignificará, nada de debilidades. La hará más fuerte —completó Carlo.

Triste movió la cabeza, apesadumbrado, intuyendo que algo no funcionaría en el futuro. Aquella espada le rompía los esquemas.

—¿Se admitirá que la lleve alguien de origen humilde, alguien que no es un caballero? —preguntó—. Llama la atención.

Arlot tomó la espada y la elevó por encima de su cabeza, como si fuese a descargar un golpe sobre un objeto invisible.

—Pues nada de nobles ni de caballeros, tendrán que conformarse con un aprendiz de herrero.

—De corazón noble y un caballero en muchos sentidos, eso sí —dijo Triste encogiéndose de hombros—. Aunque me gustaría saber si los demás lo tendrán tan claro como yo.

—A nobleza y caballerosidad no hay duque, marqués, conde o barón en Entrealbas que nos aventaje, ¿no es cierto? —dijo Yamen rehaciéndose la cola con la que solía recogerse el pelo.

—Ni el mismo rey, te olvidas del rey —intervino Yúvol falsamente formal.

—Yo hablaba en serio —replicó Triste encogiéndose de hombros, señal de tanto da.

Yamen se aproximó y le palmeó en la espalda.

—Y yo en broma, no te molestes —dijo.

El resto del grupo asintió y Vento volvió a aplaudir, lo que aumentó el enojo de un Triste al que se le habían subido los colores al rostro. No, no le gustaba ser el centro de atención, y tenía tendencia a sentirse objeto de burlas. Una circunstancia que nunca se daba en mayor proporción que en el intercambio habitual de bromas dentro de un grupo de amigos. El enojo, por fortuna, desapareció en unos segundos a la vista de aquellos rostros. Esos son mis compañeros, se dijo, al margen de ellos tengo un molino que detesto y un padre que no siente por mí ningún afecto. Y cambió el enfado por una teatral inclinación de gratitud, tal como la había visto ejecutar a los juglares tras una actuación. Luego escogieron un lugar en el que el suelo se mostraba lo suficientemente firme para evitar resbalones y ensuciarse en exceso. Hecho lo cual, establecidos los grupos y repartidos los espacios, empezaron a practicar. En los primeros golpes Arlot empleó su nueva espada con un cuidado inusual en él, como si temiera dañarla o no tuviese la confianza necesaria para hacerlo de una forma más contundente. Tuvo que advertirle Yúvol, su contrincante en aquel momento, que tenía en la mano una pieza de acero, y de un acero especial, para que advirtiera lo extraño de su conducta y la modificase. Apuntaban golpes y bloqueaban embestidas marcando los movimientos. Avanzaban y retrocedían. Afirmaban los pies y giraban los cuerpos. Yamen actuaba de maestro de ceremonias puesto que, gracias a las enseñanzas de su padre, todos le reconocían unos conocimientos superiores a los del resto. Sobre sus cabezas el sol ya brillaba con toda la intensidad que le concedía la estación, ya en sus últimas semanas.

Al cabo de una hora, y tras un descanso rematado con la comida que llevaban, pasaron a lo que llamaban instrucción para el combate en asociación. Yamen les había explicado que ese era el nombre que le daba su padre, quien consideraba que tácticamente se debían seguir unas normas cuando se combatía en grupo, en especial si se hacía ante un enemigo superior en número. Consistía en defenderse y atacar como una unidad, y hacerlo sin mostrar fisuras y mostrando una confianza absoluta en los compañeros. En esa confianza y en los automatismos de los movimientos residía la clave del éxito. Cualquier vacilación y cualquier torpeza conducía a la derrota, y una derrota en la mayoría de los casos equivalía a caer prisionero o herido. Al parecer el padre de Yamen invariablemente se refería a caer herido, nunca empleaba la palabra muerto. Hacerlo, solía decir, trae mala suerte, es como invocar a la vieja señora de negro, la de las visitas definitivas. Aquella mañana Yamen había propuesto ordenarse y manejar los espacios siguiendo las formas de un círculo que variaba a rectángulo o cuadrado con dos elementos en el interior o a un triángulo en cuyos vértices, espalda con espalda, se colocaban dos de ellos. Lo ejecutaban de una forma flexible, rápida, avanzando y retrocediendo, reforzando los frentes y protegiendo las espaldas. Orden, firmeza y confianza, repetía Yamen en su papel de instructor hasta provocar las bromas de sus amigos. Los golpes, las respiraciones e incluso los gritos y alguna risa resonaban en el silencio del bosque como aldabonazos desordenados, inarmónicos y en el fondo juveniles. Antes de finalizar la figura se dividía en dos triángulos concéntricos. En el exterior, Arlot, Yúvol y Yamen, en el interior, los gemelos y Vento. Triste, al que le costaba seguir físicamente según qué maniobras, en especial durante un periodo de tiempo prolongado, se mantenía honda en mano en el centro, como si protegiera de posibles fisuras la formación. Rotaban los triángulos para enfrentarse y desorientar al potencial rival componiendo un peculiar baile al que le daba el compás el amortiguado eco de los pasos puntualizado por el metálico entrechocar de las espadas.

Finalizaron con el sol en lo alto y un grupo de nubes casi transparentes acercándose por el sur. Jadeando, bañados en sudor a pesar de la templanza del día, apoyados en las espadas a modo de bastón con la excepción de Yúvol que lo hacía sobre una maza de hierro con la cabeza ovalada, y Vento que empleaba una espada demasiado corta para hacerlo. Uno porque admitía ser más fuerte que hábil y no andaba desencaminado, al menos en cuanto a la eficiencia, puesto que sus golpes resultaban demoledores si empleaba toda su fuerza. En las prácticas empleaba la maza del revés, con la cabeza junto a las manos y el mango a modo de espada. El otro, Vento, esgrimía la razones contrarias. En su caso la habilidad superaba a la fuerza, sin ser esta desdeñable en absoluto. Su agilidad y rapidez de movimientos le convertían en un contrincante difícil. Arlot, por su parte, no tardó en cambiar la postura y colocar su espada sobre las palmas de las manos a la altura de su cintura. La estudiaba con suma atención, como si buscara en ella lo que no conseguía precisar con claridad. Las únicas ideas que conseguía hilvanar giraban alrededor del trabajo, tan admirable, de su padrastro y la sensación de incredulidad. Pero sí, aquel arma le pertenecía. En estas estaban cuando irrumpió en escena el sacerdote, Páter.

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