Cuando, el 31 de diciembre de ese mismo año, llamé a mi madre poco después de medianoche para desearle un buen año, me dijo: “Me acaban de llamar de la clínica. Tu padre murió hace una hora”. Yo no lo amaba. Nunca lo había amado. Sabía que sus meses, y luego sus días, estaban contados y no había intentado verlo una última vez. Además, ¿para qué?, si no me hubiera reconocido. Ya hacía una eternidad desde que habíamos dejado de reconocernos. La fosa que se había abierto entre nosotros durante mi adolescencia se había ensanchado con los años y nos habíamos vuelto extraños el uno para el otro. Nada nos unía, nada nos reunía. Al menos es lo que yo creía, o lo que tanto había deseado creer, pues pensaba que uno podía vivir su vida al margen de su familia e inventarse a sí mismo dando la espalda al pasado y a quienes lo habían habitado.
En ese momento, creí que era una liberación para mi madre. Mi padre se hundía cada vez más en un estado de deterioro físico y mental que no podía más que agravarse. Era una caída inexorable. Ciertamente, no iba a sanar. Las crisis de demencia, durante las cuales peleaba con las enfermeras, se alternaban con largos períodos de aletargamiento, probablemente provocados por los medicamentos que le administraban luego de esos episodios turbulentos, y durante los cuales dejaba de hablar, caminar, alimentarse. De todas maneras, no se acordaba de nada ni de nadie: ir a visitarlo había representado una dura prueba para sus hermanas (a dos de ellas les había dado miedo y no habían vuelto después de la primera vez) y para mis tres hermanos. Mi madre, que debía recorrer veinte kilómetros en auto para verlo, demostraba una abnegación que me asombraba, más aún porque yo sabía que lo único que él le inspiraba —y, tan atrás como recuerdo, siempre había sido el caso— eran sentimientos hostiles, una mezcla de asco y odio. Pero ella lo había convertido en su deber. Lo que estaba en juego era la imagen de sí misma: “No puedo abandonarlo en este estado”, me repetía cuando le preguntaba por qué insistía en ir todos los días a la clínica, dado que él ni siquiera la reconocía. En la puerta de la habitación, había colgado una foto donde aparecían los dos, que le mostraba con regularidad: “¿Sabes quién es?”. A lo que él respondía: “Es la mujer que me cuida”.
Dos o tres años antes, el anuncio de la enfermedad de mi padre me había sumido en una profunda angustia. Oh, no tanto por él —era demasiado tarde y, de todas maneras, no me inspiraba ningún sentimiento, ni siquiera compasión—, sino por mí, egoístamente: ¿era hereditario? ¿Algún día me tocaría a mí? Me puse a recitar poemas o escenas de tragedias que había aprendido de memoria para verificar que todavía las sabía: “Sueña, sueña, Cefisa, con esa noche cruel que fue, para todo un pueblo, una noche eterna”; “he aquí frutas, flores, hojas y ramas. / Y he aquí mi corazón”; “el espacio a sí mismo parecido, se ensanche o se niegue, / hace rodar en este hastío”. En cuanto un verso huía de mi memoria, me decía: “Ya está, ya empezó”. Esa obsesión nunca me abandonó: si mi memoria tropieza con un nombre, una fecha, un número de teléfono… una inquietud se despierta enseguida dentro de mí. Veo signos anunciadores por todas partes; los persigo tanto como les temo. En cierta manera, el espectro del Alzheimer acecha mi vida cotidiana, desde ese momento. Un espectro que viene del pasado para aterrorizarme mostrándome mi porvenir. Así es como mi padre sigue presente en mi existencia. Extraña manera, para alguien que se ha ido, de sobrevivir dentro del cerebro —el lugar exacto donde se localiza la amenaza— de uno de sus hijos. En uno de sus Seminarios, Lacan describe muy bien esta apertura a la angustia que produce, al menos en el hijo varón, la desaparición del padre: pasa a encontrarse solo, en la primera línea, frente a la muerte. El Alzheimer añade un temor cotidiano a esa angustia ontológica: los indicios se espían, se interpretan.
Pero mi vida no sólo está acechada por el porvenir, también lo está por los fantasmas de mi propio pasado, que surgieron luego del deceso de quien encarnaba todo lo que yo había querido abandonar, todo con lo que había querido romper y que, seguramente, había constituido para mí una suerte de modelo social negativo, un contrapunto en el trabajo que había llevado a cabo para crearme a mí mismo. En los días siguientes, me puse a recordar mi infancia, mi adolescencia, todas las razones que me habían llevado a odiar al hombre que acababa de apagarse y cuya desaparición —y la emoción inesperada que suscitaba en mí— despertaba en mi memoria todas esas imágenes que creía haber olvidado (aunque quizá siempre supe que no las había olvidado, incluso si —conscientemente— las había reprimido). Esto sobreviene en todos los duelos, me dirán, y quizás hasta constituye una de sus características esenciales y universales, sobre todo cuando se trata de los padres. Pero, en este caso, era una manera extraña de experimentarlo: un duelo en el que la voluntad de comprender al que acababa de desaparecer y de comprenderme a mí mismo, que lo sobrevivía, predominaba sobre la tristeza. Otras pérdidas anteriores me habían golpeado con más violencia y me habían hundido en una angustia más profunda. Se trataba de amigos y, por lo tanto, de vínculos electivos, cuya brutal desaparición privaba mi vida de quien tejía su trama cotidiana. Contrariamente a estas relaciones elegidas, cuya fuerza y solidaridad radicaban en el profundo deseo de ambos protagonistas de mantenerlas vivas, y que justificaba el efecto de desmoronamiento que provocaba su interrupción, me parecía que lo que me unía con mi padre provenía únicamente del vínculo biológico y jurídico: me había engendrado, llevaba su apellido y, para mí, el resto no contaba. Cuando leo las notas en las que Barthes describió, día a día, la desesperación que se abatió sobre él tras la muerte de su madre y el sufrimiento insuperable que transformó su ser, puedo sopesar hasta qué punto los sentimientos que se apoderaron de mí por la muerte de mi padre se distinguen de esa desesperación y esa aflicción. “No estoy de duelo. Estoy triste”,3 escribió para expresar su rechazo a un enfoque psicoanalítico de lo que sucede tras la desaparición de un ser querido. ¿Qué me sucedió a mí? Al igual que él, podría decir que no estaba “de duelo” (en el sentido freudiano de un “trabajo” que se realiza en una temporalidad psíquica en la que el dolor inicial va borrándose de manera progresiva). Pero tampoco sentía esa tristeza imborrable sobre la que el tiempo no tiene influencia. ¿Entonces qué? Más bien un desarraigo, provocado por una interrogación indisociablemente personal y política acerca de los destinos sociales, la división de la sociedad en clases, el efecto de los determinismos sociales en la constitución de las subjetividades, las psicologías individuales y las relaciones entre los individuos.
No asistí al sepelio de mi padre. No tenía ganas de volver a ver a mis hermanos, con quienes no hablaba desde hacía más de treinta años. Desde ese entonces, lo único que había visto de ellos eran los portarretratos esparcidos por aquí y por allá en la casa de Muizon. Sabía cómo se veían, a qué se parecían físicamente. Pero ¿cómo podía volver a verlos después de tanto tiempo, aunque fuera en esas circunstancias? “¡Cómo cambió!”, habríamos pensado unos y otros, buscando con desesperación descubrir en los rasgos de hoy lo que fuimos ayer; más aún, antes de ayer, cuando éramos hermanos, es decir, cuando éramos jóvenes. Al día siguiente de su funeral, fui a pasar la tarde con mi madre. Nos quedamos charlando durante varias horas, sentados en los sillones de la sala. Había sacado de un armario cajas llenas de fotos. Varias eran mías, por supuesto, de niño, de adolescente… De mis hermanos, también… Una vez más, tenía ante mis ojos —aunque ¿no me habían quedado grabados en la mente y el cuerpo?— el medio obrero en el que había vivido, la miseria obrera que se lee en la fisionomía de las viviendas en segundo plano, el interior, la ropa, los propios cuerpos. Siempre resulta vertiginoso ver hasta qué punto los cuerpos fotografiados en el pasado, quizá más aún que los que están en acción y en situación frente a nosotros, se presentan de inmediato ante nuestros ojos como cuerpos sociales, cuerpos de clase. También resulta vertiginoso constatar hasta qué punto la fotografía como “recuerdo”, al retrotraer a un individuo —a mí, en este caso— a su pasado familiar, lo sitúa en su pasado social. La manera en que la esfera de lo privado, e incluso de lo íntimo, resurge en viejos negativos nos reinscribe en el compartimiento del mundo social del que venimos, en sitios marcados por la pertenencia de clase, en una topografía donde lo que parece corresponder a las relaciones más profundamente personales nos sitúa en una historia y geografía colectivas (como si la genealogía individual fuese inseparable de una arqueología o topología sociales que cada uno lleva dentro de sí, como una de sus verdades más profundas, si no la más consciente).
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