Este fundamentalismo teológico-político, a decir de algunos, no habría desaparecido con el derribo del Muro de Berlín (1989), sino que se habría transmutado en una nueva ideología religiosa, siempre dualista y “evasiva” de la responsabilidad social. Este nuevo fundamentalismo, además de anticomunista, asume el discurso del mercado libre justificándolo teológicamente. Se trataría de un “fundamentalismo económico” que trae la buena noticia de salvación a los pobres del mundo en nombre del mercado neoliberal. Dicen algunos autores que este neofundamentalismo respondería a las diversas necesidades surgidas en las crisis de inicio de milenio.
¿Cuál es esta ideología religioso-económica o neofundamentalismo? La teología de la prosperidad. Ésta sería un producto de la poderosa e influyente clase media norteamericana y que se expande por todo lugar habitado. Esta teología que exacerba el éxito, el bienestar material y el consumo tiene mucho atractivo en los sectores pobres de América Latina que buscan de manera fácil y rápida ascender económicamente. Este neofundamentalismo sigue proclamando los milagros: todos pueden alcanzar riqueza material si cumplen las leyes de prosperidad que están en la Biblia, Palabra de Dios que nunca falla (¿acaso una neoinerrancia?).
Una explicación como ésta interpreta la teología de la prosperidad como un esfuerzo teológico (ideológico) en concordancia con los diversos proyectos políticos y económicos vigentes. Se trataría de una nueva teología orientada desde los centros de poder actual, apologista de la prosperidad estadounidense como canon para medir si una sociedad es cristiana o no, y que conspira contra los intereses de los pueblos latinoamericanos al parecer destinados a la miseria. Esta teología sería, pues, parte de la globalización actual, y tendría la intención de concretizarse como la única expresión teológica “cristiana” válida y acorde con el proyecto globalizador en el presente milenio.
El fundamentalismo antiguo nunca tuvo reparos en identificarse con posiciones políticas y económicas. El neofundamentalismo tampoco. Es más, como se sienten protagonistas y ganadores en el supuesto “fin de la historia”, sale a relucir la soberbia espiritual. Proclaman un Dios que más parece un empresario de Mc Donald’s o de la Toyota. Esto los obliga, en consecuencia, a proclamar un cristianismo lúdico y hedonista, pero también una teología que garantiza la prosperidad material. En el fundamentalismo antiguo, para estar bien con Dios y alcanzar la salvación había que pagar un precio: renegar de la razón. En el neofundamentalismo, para lograr la riqueza (¿anticipo de la salvación plena?) también hay que pagar un precio: aceptar las leyes de la prosperidad. Las coincidencias del neofundamentalismo con el libre mercado son muy evidentes. El laureado novelista peruano —y fallido político— Mario Vargas Llosa dice:
Creo que hoy día, por primera vez, los países pueden elegir ser libres o esclavos, y pueden elegir también ser prósperos o ser pobres. [...] Que hoy día, gracias a la internacionalización de la vida, a la internacionalización de los mercados, de las empresas, de las ideas, de las técnicas, todos los países, aun los más pequeños, aun aquellos que viven en geografías endemoniadas, que carecen totalmente de recursos, que son pequeños o atestados, pueden alcanzar la prosperidad si lo desean y si están dispuestos, por supuesto, a actuar en consecuencia, es decir, a pagar el precio que ello tiene 16.
La teología de la prosperidad tiene el mismo discurso, pero teologizado. Todos los creyentes —de todo lugar, grandes o pequeños, de cualquier denominación— pueden alcanzar la riqueza si es que están dispuestos a pagar el precio. En el fondo se trata del mismo fundamentalismo económico. La prosperidad está al alcance de todos, pero sólo lo alcanzan aquellos que lo desean y arriesgan, sometidos —por supuesto— a las leyes del mercado. ¡Ése es el precio!
¿Una religiosidad popular evangélica?
No existía en el protestantismo peor palabra para describir su experiencia de fe que “religiosidad”. Ni siquiera aceptaba que se dijera que la fe evangélica es una “religión”. “Nosotros predicamos a Cristo, no una religión”, decían algunos pastores, mientras que los fieles cantaban: “Ninguna religión podrá cambiar tu ser [...]”. Religión y religiosidad se convirtieron en palabras vedadas; ambas se oponían a Cristo y a la Biblia. Religión y religiosidad estaban destinadas a describir esa fe caduca, antimoderna, oscurantista, que trajeron los españoles: el catolicismo romano. En nombre de la religión y la religiosidad (católica), en el Perú y América Latina se saquearon las riquezas, se extirparon las idolatrías y se persiguieron a las primeras generaciones de evangélicos. Esa historia aún sigue pesando, por más increíble que parezca, en algunos sectores protestantes 17.
En la tradición protestante —concretamente en el evangelicalismo— hubo pocos intentos por conceptualizar, digamos científicamente desde las ciencias sociales, lo que significaba religión y religiosidad. Al parecer ya se sabía de antemano lo que significaban. Bastaba mirar, en el caso peruano, el culto multitudinario al Señor de los Milagros o la veneración a Sarita Colonia para objetivar la idea preconcebida. Todo lo que tenía que ver con lo mágico, lo milagroso y el comercio de por medio era explicado en términos de religiosidad popular. Y lo “popular”, incluso, fue tomado en su sentido más peyorativo: poco ilustrado, ignorante de la Escritura. Visto así, la religiosidad popular es la fe de los ignorantes que no saben nada de la Biblia y que siguen diversas supersticiones heredadas del universo familiar y cultural. En esta perspectiva, religiosidad popular y magia vienen a ser casi lo mismo. Este concepto, lamentablemente, sigue vigente en muchas iglesias evangélicas.
La religiosidad popular, conceptualizada de esa manera, no es de mucha ayuda cuando queremos interpretar las nuevas manifestaciones religiosas y teológicas que hay en América Latina. Más de una vez he escuchado decir a algún predicador que la teología de la prosperidad evidencia una religiosidad popular evangélica (para diferenciarla de la católica). ¿Leímos bien? Sí. Con ese término, usado despectivamente, el predicador supuestamente descalificó dicha corriente teológica de moda. En mi criterio dijo poco, y sólo ayudó a confundir conceptualmente más las cosas. Lo que quiso decir es que la teología de la prosperidad no tiene raíces bíblicas y que tiene una lógica mágica para obtener sanidad y prosperidad. Esa teología, en consecuencia, estaría lejana de un protestantismo ilustrado, más o menos racional (no racionalista).
El hecho concreto es que cuando escuchamos la teología de la prosperidad en versión de la confesión positiva, realmente parece un discurso mágico. Hay muchos predicadores que enseñan que “podemos tener lo que confesamos”, pues “la palabra tiene poder creador”. Todo problema, y su superación, radica en saber desarrollar el poder de la mente y de la palabra” 18. En el Perú, como en toda América Latina, se predica que debemos confesar grandes casas con piscina, autos de lujo, joyas, vestidos caros, riquezas materiales, trabajos lucrativos, para que Dios —usando nuestra fe y nuestra palabra creadora— nos otorgue tales favores. Es bastante claro que este tipo de confesión positiva (o confesión creativa, para algunos) rompe con el protestantismo y el pentecostalismo clásico en lo que a alcanzar bendiciones se refiere. Su dependencia de las técnicas de poder mental y del poder de la palabra, de los estadounidenses William Kenyon, Norman Vincent Peale y Napoleón Hill, no se ajusta al imperativo protestante del trabajo como medio de realización humana.
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