Ben Aaronovitch - Verano venenoso

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La vida en el campo no es tan idílica como parece… El agente de policía y aprendiz de mago Peter Grant decide tomarse un descanso del trabajo en la ajetreada ciudad de Londres para ayudar en la investigación de la desaparición de dos niñas en Rushpool, un pueblecito cerca de Gales donde se siente como un pez fuera del agua. Aunque en un primer momento parece que no se trata de un caso relacionado con la magia, pronto Peter descubrirá que los campos y bosques idílicos de la campiña inglesa esconden una historia muy oscura y que los seres de los cuentos de hadas no solo habitan en los cuentos infantiles…"Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro." The Independent

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Giré hacia la puerta automática, me incliné a través de la ventanilla y pulsé el botón del intercomunicador que había sobre un poste. Le dije a la voz aguda que contestó al otro extremo quién era y le mostré la placa al pequeño y brillante ojo de la cámara. Se oyó un graznido de confirmación y la puerta se abrió con un traqueteo. Para ser un aparcamiento policial, había muy pocos vehículos oficiales; solo se veían un par de Vauxhall sin distintivo y un Rover 800 que parecía algo maltratado. Todo el mundo debía de estar trabajando en la búsqueda.

Aparqué en una plaza alejada de la entrada, donde me pareció que ningún coche o furgoneta de apresados podría arrollarme cuando regresaran. Nunca subestiméis la habilidad de un policía al volante para calcular erróneamente la posición de una columna cuando vuelve a la comisaría tras un turno de doce horas.

Un joven blanco me esperaba junto a la puerta trasera. Era rubio y tenía un rostro amplio y ojos azules. Me fijé en que su traje parecía hecho a mano, pero no lo sabía con seguridad, porque, evidentemente, lo había llevado durante las últimas veinticuatro horas. Bebía de una botella de agua que apartó de los labios cuando me vio, extendió la mano de forma amigable y se presentó como el agente Dominic Croft.

—Te están esperando —dijo, pero no especificó para qué.

Era la comisaría más limpia en la que había estado nunca. Ni siquiera desprendía ese olor inconfundible que uno esperaría de decenas de individuos que hacen turnos largos enfundados en ropa protectora. « Eau de chaleco antipuñaladas», lo llamaba Lesley. Las paredes estaban pintadas exactamente de la misma tonalidad que las de Belgravia y otra media docena de comisarías de Londres en las que había estado. Quienquiera que vendiera ese particular tono de azul claro, debía de estar forrándose.

—Normalmente, la comisaría está bastante vacía —comentó—. Solemos estar solo el grupo de agentes del vecindario.

Dominic me condujo escaleras arriba, hacia las oficinas principales, donde el aire acondicionado no llegaba al enorme grupo de policías que había en el lugar. Un par de policías que levantaron la vista cuando entrábamos en el centro de coordinación saludaron con la cabeza a Dominic y me miraron de arriba abajo con recelo antes de retomar su trabajo. Eran todos blancos y, entre ellos y el grupo de la prensa que había en la entrada principal, sospechaba que mi formación en materia de diversidad sería inútil para este caso.

No se suelen oír muchas risas en los centros de coordinación durante una investigación importante, pero la atmósfera que se respiraba ese día era desalentadora, y los rostros de los detectives estaban cubiertos de sudor y reflejaban determinación. Los casos de niños desaparecidos son duros. A ver, los asesinatos también lo son, pero al menos ya ha ocurrido lo peor: las víctimas no van a morir más de lo que ya están. Los niños desaparecidos vienen literalmente con una fecha de caducidad y lo peor es que no sabemos cuál es hasta que es demasiado tarde.

Dominic llamó a una puerta con una placa metálica rectangular en la que se leía aula de instrucción, la abrió sin esperar respuesta y entró. Lo seguí y accedimos a la clase de sala larga y estrecha que existe, principalmente, porque el arquitecto tenía un par de metros libres después de dividir los espacios y no sabía qué más hacer con ellos. Había una ventana pequeña, abierta lo máximo en términos de seguridad y escasamente en términos de salubridad, y un ventilador de mesa desplazaba el aire cálido de un lado para otro. Un escritorio recorría una de las paredes y un hombre blanco y atlético con uniforme de inspector se apoyaba sobre él con los brazos cruzados sobre el pecho. Dominic me lo presentó: era el inspector Charles («bajo ningún concepto me llames Charlie») Edmondson, comisario del norte de Herefordshire, lo que significaba que este era su territorio y que no parecía precisamente encantando de que estuviera allí. Ocupando gran parte de los dos asientos disponibles se encontraba un hombre blanco, bajito y de espalda ancha, con un rostro incongruentemente alargado y una barbilla puntiaguda; parecía haber robado los rasgos a una persona más alta y delgada y haberse negado a devolvérselos. Era David Windrow, inspector jefe de la Operación Mantícora (nombre en clave de la búsqueda de Hannah Marstowe y Nicole Lacey). Me indicó con la mano que me tomara asiento en la otra silla y, cuando lo hice, adopté la expresión debidamente seria pero algo perdida que se espera de los agentes de bajo rango en tales circunstancias.

—Parece que estás aquí por asuntos oficiales —comentó Windrow.

—Sigo el curso de una investigación, señor.

—Sí —coincidió—. He hablado con tu inspector. Dice que solo era una comprobación rutinaria.

—Así es, señor.

—Y que te ofreces voluntario para ayudar en el caso.

—Sí, señor.

—Pero estás seguro de esto no tiene nada que ver con… —Windrow dudó—. De que no es un caso de los Halcones.

La policía tiene la costumbre de adueñarse de un nombre distintivo y utilizarlo indiscriminadamente como nombre, verbo e incluso en ocasiones especiales, como una retahíla de blasfemias. «Troyano» se refiere a las armas de fuego, «Guardabosques» a la protección diplomática y «Halcones» es el término que varios inspectores jefe del cuerpo de detectives que conozco utilizan para referirse a«putas rarezas». Este distintivo lleva en uso desde los setenta, pero, desde hace uno o dos años, cada vez lo emplean más y más, lo que es un presagio, dependiendo de la cafetería en la que te sientes, del amanecer de la Era de Acuario, del Fin de los Tiempos o, posiblemente, de que La Locura ahora tiene, al menos, un efectivo que sabe utilizar una Airwave como es debido.

El inspector Edmondson descruzó los brazos y suspiró.

—Entonces, ¿no tienes intención de seguir con tu investigación de los Halcones? —preguntó.

—No, señor —respondí—. Solo quiero ayudar en lo que pueda.

—Además de lo evidente —añadió Windrow—, ¿tienes experiencia en algo más?

—Vigilancia policial en general, unidad de apoyo al orden público, algo de interrogatorios y estoy capacitado para utilizar un taser.

—¿Y qué hay de la mediación familiar?

—He visto cómo se hace —contesté.

—¿Crees que podrías dar apoyo a un agente experto en mediación?

Le dije que creía que sí y Windrow y Edmondson intercambiaron una mirada. Edmondson no parecía conforme, pero asintió y los dos volvieron a fijar la vista en mí.

—Muy bien, Peter —dijo Windrow—. Si quieres ayudar, nos gustaría que te convirtieras en el segundo agente de apoyo a una de las familias, la de los Marstowe. De esa forma, podemos reasignar a Richard, el agente que se está encargando de ello ahora, a la búsqueda.

—Es un asesor policial —añadió Edmondson a modo de explicación. Un experto en búsquedas.

—Si sirve de ayuda… —comenté.

—Por aquí solemos ser expertos en varias cosas —respondió Windrow—. Intentamos abarcar demasiado.

Menos mal que las ovejas respetan las leyes, pensé, pero no lo dije en alto, así mi formación en materia de diversidad no se echaría a perder del todo.

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