Alberto Gerchunoff - Los gauchos judíos

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A comienzos del siglo XX, la provincia argentina de Entre Ríos tenía 170 colonias asentadas en las tierras compradas por el barón Hirsh a fin de dar cobijo a miles de familias judías de Polonia y Besarabia perseguidas por los pogromos. Organizados en cooperativas, los colonos comercializaban su producción agrícola y, además de sinagogas, sostenían bibliotecas, cementerios, centros culturales y hospitales para uso de sus miembros y de la comunidad en general.
Publicado en 1910 en homenaje al Centenario de la Revolución de Mayo y nacido de la impronta montaraz de la Mesopotamia argentina, impregnada del perdurable espitiru independentista y republicano del artiguismo, de la fuerte tradición judía y las ansias de justicia y libertad de los colonos, Los gauchos judíos –considerada una de las cien mejores obras de la literatura judía moderna– integra, sin desentonar, la corriente literaria regionalita rioplatense, junto a obras como Alma nativa, de Martiniano Leguizamón, Tierra de Matreros, de Fray Mocho, El país de la selva, de Ricardo Rojas, Tierra y tiempo de Juan José Mosoroli, Cuentos de la selva de Horacio Quiroga o los contemporáneos Don Verídico, de Julio César castro y La marcha de los cañeros, de Mauricio Rosencoff.

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Ya el sol desaparecía y la atmósfera era un poco más liviana. Regresamos tristes y huraños. El ma­tarife mascullaba maldiciones mientras daba comien­zo a los rezos de la tarde. Y cuando don Gabino volvió con el ganado sólo se oía en la colina el llan­to entrecortado de las mujeres y el ladrido de los perros.

EL CANTAR DE LOS CANTARES

Porque tu amor es mejor que el vino...

No lejos de la noria encontró el mozo a Ester apartando sandías, cuyas hojas y flores forma­ban tejido en el bosque de curvos troncos del mai­zal. Una luz fuerte avivaba el fuego de los giraso­les, y de la tierra subía un olor de humedad. Ester se incorporó al divisar a Jaime. Separó con el pie las sandías cortadas y, lentamente, alargó la pollera encogida en la cintura para que no se le enredara en la tarea. Sintió que sus mejillas se coloreaban y apenas pudo decir con voz que le parecía ajena:

–¿Del trabajo ya?

Jaime no contestó. Erguido sobre el caballo, oyó sin entender la pregunta. Contemplaba con avidez el duro perfil de la muchacha desgreñada y jadeante. Al respirar, su pecho movía las hojas de maíz que le llegaban hasta la garganta. La inquietud dilataba sus pupilas, negras como tierra arada después de la lluvia.

No ignoraba ella el objeto de tan brusca aparición. Jaime la perseguía desde mucho tiempo atrás. Para ella eran las canciones entonadas en los intervalos de los bailes de la colonia, para ella las proezas en los rodeos. Y no le disgustaba aquel bravo mocetón, ás­pero como un tala y ágil como una ardilla.

Aquietada un poco, miró su rostro tostado.

Sin darse cuenta repitió la pregunta:

–¿Del trabajo, che?

Jaime exclamó:

–¡Fíjate, Ester!

El campesino, con gesto inseguro, ofrecióle algo que no pudo distinguir en el primer momento.

–¿Qué es eso?

–Es para ti.

Eran huevos de perdiz que había encontrado cer­ca de la loma próxima. Éster los aceptó, y para aco­modarlos bien, el hombre se bajó del caballo.

–Así no; se van a romper.

Al envolverlos, hincados en el suelo, Ester le rozó la cara con el cabello; sintió el estremecimiento que ese roce le produjo.

–Ester...

Los dos se quedaron en silencio, un silencio angustioso y largo. Repuesta un tanto, intentó ella di­simular su turbación. Pero nada se le ocurría.

–Es alto este maizal.

–Sí, es muy alto.

–En cambio, el de Isaac...

–Ester –volvió a decir el mozo–, tengo que hablarte.

Ester bajó la cabeza mientras desgarraba con las manos temblorosas hojas de maíz.

–Me han dicho –continuó– que te quieres ca­sar con un vecino de San Miguel. ¿Sabes quién me lo dijo? Fue Miryam; no, Miryam no ha sido, es la cuñada del alcalde...

–¡Ella, sí! –respondió Ester–. Porque quiere que me case con su primo, el manco...

–Me han dicho también que el padre del novio les daría dos pares de bueyes y una vaca.

Ester trató de negarlo; Jaime insistía:

–¿Qué piensas tú?

–No sé todavía.

–Ester, yo vine a decirte que quiero casarme contigo.

La muchacha nada contestó al principio, y tan só­lo después de haberle repetido varias veces la mis­ma cosa, acertó a contestar:

–Habla con mi padre, yo no sé...

Un viento ligero silbó en el maizal; algunas hoji­tas de girasol cayeron sobre la oscura cabellera de la muchacha, y una se deslizó por la garganta de­jando ver su pintita amarilla.

–Me voy a casa...

–Te acompaño.

Al ponerse de pie, sin habérselo propuesto, Jaime la atrajo y la inmovilizó en un abrazo rudo y con un beso fuerte, que resonó en el maizal y sofocó su sorpresa. Retiróse, y con los brazos caídos, la mi­raba espantado.

Nada más se dijeron. Jaime montó en su caballo y con paso lento se encaminaron a la colonia. Antes de llegar a la casa, Ester le dijo:

–¡Cómo me envidiarán!

–¡Y a mí! Mira, voy a domar para ti esa yegüita blanca que tengo...

En la casa ya, Jaime llamó afuera al padre e ini­ció su proposición de este modo:

–Sabe usted, rabí Eliezer, como mi campo queda junto al suyo...

LAS LAMENTACIONES

Llorad y gemid, hijas de Sión.

En casa de don Moisés, vecino respetable de Ra­jil, las mujeres se reunieron para decir las lamen­taciones rituales. Eran los días señalados para evocar la pérdida de Jerusalén. La colonia tenía aspecto lú­gubre, y en la cara de los ancianos la dolorosa con­memoración había ahondado las arrugas.

Alineados en dos bancos de madera, los viejos permanecían en silencio. La luna iluminaba en aquella traslúcida noche entrerriana los rostros dolientes, las barbas blancas, las manos largas y nudosas. Pa­recían formar un friso místico de los Apóstoles. ¿Quién no ha visto esos perfiles quemados y llenos de angustia en las estampas antiguas, en los cuadros de las iglesias?

Moisés, tu figura encorvada, tus pies desgarrados, tus ojos profundos y tristes, recuerdan a los santos pescadores que acompañaban a Jesús, Jesús, tu ene­migo, Jesús, el discípulo de rabí Hillel, tu maestro. Y los amigos de Jesús supieron de tus amarguras y mojaban el pan en sus lágrimas, como tú, al pen­sar en las penas que sufren tus hermanos, azotados en todas las ciudades y pisoteados por todos los ca­minos del mundo. Viejo Moisés, tu cara pálida, la­brada por el dolor como la tierra de tus hijos por el arado, es la misma cuyos ojos alumbró la Buena Nueva, allá, cuando en el templo incomparable las vírgenes levantaban hacia el santuario los brazos desnudos, y del fondo de la Judea los hombres ve­nían para la Pascua y traían al Señor la ofrenda del cordero y de la paloma.

Como en el día de la Cautividad en que el héroe moribundo bramó en la sinagoga las tremendas palabras, así tus gemidos llenarán con su música fú­nebre el cielo amable y la extensa campiña en que ondulan el ritmo de las vidalitas, los suspiros de amor, los mugidos del ganado. Como entonces, nadie responderá a tu cántico, y si otra vez Jehuda Hale­vi entrara en Jerusalén, cubierta la cabeza con una bolsa de ceniza en señal de duelo y recitara su ele­gía, el sarraceno volvería a aplastarlo bajo su ca­ballo...

–Recemos ya, madre.

–Es temprano todavía. Tienen que venir aún la mujer del matarife, su hermana y la partera.

–La partera. ¡Vaya! –exclamó una vieja–. Si no sabe leer. Hay que decir antes las palabras y ella las repite.

–Y al oír cómo llora, se diría que es ella la que ha compuesto las oraciones.

–Muchos son así –respondió la mujer de Moi­sés–; no saben leer una letra en el Majzor, pero, en cambio, saben sentir. ¡Ay, hermana! Se aprende a leer con el corazón.

Los hombres entraron.

–Recemos antes las oraciones nocturnas y después diremos los trenos –propuso Moisés. –¿Hay diez hombres?

–Somos catorce.

–Empecemos.

Y Moisés, vuelto hacia Oriente, dio comienzo con las palabras clásicas:

–Baruj athá Adonái.

Terminaron las oraciones; las mujeres se senta­ron en el suelo, en el lado opuesto al de los hombres, y las lamentaciones comenzaron. Las bocas, torcidas por agria mueca, gimieron en la quietud de la no­che impregnada de maleficio, las quejas seculares de la raza. Lágrimas, gruesas como gotas de lluvia, caían sobre los textos alumbrados por velas domés­ticas, mientras afuera, los perros unieron al llanto unánime sus ladridos, largos y hondos.

“Como la viuda que tiene la certidumbre de que su esposo no retornará...”, masculló la voz del ma­tarife. “Jerusalén, cual una mujer que ignora la suerte de su hombre, desgarra sus vestiduras, muer­de la tierra y se mece los cabellos al viento; Jerusalén, así eres tú, tierra de promesa, desolada y ho­llada por los enemigos”.

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