Algunos de ellos soltaron sus lanzas y tataron de huir, pronto los cercamos y pronto se rindieron, se dejaron caer al suelo acostados con las manos y piernas abiertas en señal de rendición. Muy pronto yacieron bien amarrados de pies y manos.
Otros siguieron peleando, trataron de romper contra los nuestros que venían de frente, confiando en sus lanzas, pero no tenían escudos ni la formación con la que sí contabamos, así que fue poco cuanto pudieron hacer y pronto sucumbieron a la horrible muerte de las lanzas y su sangre quedó en las calles de Pueblo y también sus cuerpos. Vidas perdidas, historias borradas.
Nadie merece morir con su hígado atravesado por una flecha o con su vientre abierto con grandes heridas que dejan las lanzas. Pero ellos no buscaron hablar. No buscaron una estrategia inteligente, no pensaron. El miedo los azuzó contra nosotros, se dejaron arrastrar por la tormenta. Pagaron con sus vidas.
Pueblo aprendió de ello, que había que mantenerse alerta, que lo acordado se había cumplido según lo esperado, que varios defensores trabajando juntos con los escudos y lanzas eran mucho más fuertes que cuando lo hacían por separado. Esto y más aprendimos. Pueblo siempre ha tratado de aprender de sus victorias y de sus errores.
De los invasores no todos murieron. Habían quienes estaban vivos y sin riesgo de morir, qué hacer con ellos fue entonces un gran dilema. Algunos resultaron ser viejos conocidos y es duro tener que tratar a alguien conocido como a un enemigo.
Otros muchos habían muerto. Otros agonizaban. En Pueblo se atendieron sus heridas, se restañó la sangre y del grupo que trató de escapar, ninguno lo consiguió.
En una guerra los muertos duelen. Pero ya no son más un problema. Acarrearíamos los cuerpos a la otra vertiente de la montaña. Allí los tigres-yaguares harían lo que gustaban de hacer. La siguiente noche, en la montaña se oyeron rugidos. Los tigres-yaguares no se entienden bien entre ellos y eran muchos los que se habían juntado…
Los que quedaron con vida eran el problema. Habían encontrado la manera de llegar a Pueblo. En parte porque los Abuelos habían bajado y visitaban otros cumbes en las tierras bajas. Bueno, era difícil saber lo que se debía hacer con estas gentes. Era bueno que no fueran muchos los que habían quedado con vida.
Borrar las huellas y la sangre de la batalla requirió trabajo, y como no llovió, hubo que hacer algo con la sangre derramada. No solo era aterrador verla, sino que ¡el olor! ¡Cómo hiede la sangre!
Buscamos tierra fresca de la montaña, tierra fragante que se esparció sobre toda aquella sangre como un acto de compasión y de piedad con aquellos que habían perdido su vida, tierra que cobijara su sangre derramada y cobijara esas vidas perdidas para que las hiciera nacer de nuevo como árboles o maticas de flor, como musgo en la montaña o como manantial, y tal vez como humanos más afortunados. Creemos que la tierra nos oye.
Mucho hablamos con los sobrevivientes. Mucho dijeron y contaron. Mucho escuchamos y por ellos supimos cómo habían sido vencidos por los demonios. Cómo se movían, cómo peleaban y supimos que hacían que sus arcabuces abrieran los caminos para luego seguir con las desnudas espadas de fierro que abrían brechas y el fierro afilado entraba y salía presto de los cuerpos. Y que quien por él era atravesado ya no seguía en pelea. También supimos que los demonios tenían cotas de malla y pellejos de fierros que en mucho los protegían.
Estos hombres no tenían caminos delante de ellos. Si los dejábamos irse, podrían volver trayendo invasores y tal vez incluso a los demonios mismos. Y no podíamos matarlos así como así. De modo que se quedaron en Pueblo. Juraron no tratar de escaparse ni hacer daño alguno. Pero acordamos con ellos mismos que si aunque fuera uno solo de ellos hacia mal o trataba de huirse u obraba indebidamente de cualquier manera, entonces todos pagarían con sus vidas. Ellos lo juraron. Tal como me lo contaron, yo lo cuento.
Entre todos ellos, uno solo no tenía golpes, ni heridas, ni marcas de la pelea. Era oscuro de piel y ojos amarillos. Había estado en la pelea y su habilidad lo había salvado. Este hombre conocía de animales que por aquí nadie había visto. Y sabía pelear dando brincos y patadas y girando, y era rápido y peligroso como aquí nadie había visto. Ese hombre se quedó en Pueblo y con el tiempo fue maestro de pelea, mucho y a muchos enseñó esa manera de pelear. Rápida, taimada, de revuelos y sorpresas que no se está quieta y que resulta mortal para quien se le oponga.
Yo misma soy descendiente de ese hombre que trató de tomar Pueblo. Tal vez no sea hija de sus hijas o sangre de su sangre, ¡pero sí descendiente de su arte! De la forma de luchar que enseñó en Pueblo y que hemos refinado y pulido por tantos y tantos años, y que llegó hasta nosotros; quiero decir, hasta este tiempo, como un consumado arte de pelear, difícil de desentrañar para el rival, engañoso, maniobrero y letal.
En Pueblo todos lo trajinamos desde que podemos correr. En verdad todo cuanto hacemos está centrado en buscar el movimiento perfecto, la medida justa, el mínimo esfuerzo y con ello se gesta este arte de pelea que también enseña el uso del cuchillo y el garrote.
CAPÍTULO XII
ÁGUILAS Y GAVILANES
Hola, ¿cómo amaneciste hoy? Como siempre, espero que muy bien.
Nosotros en pueblo gustamos de inventar palabras. Cuando era niña, un día me levanté con mucho sueño, tenía cara de dormida y los cabellos revueltos. Mi papá me vio.
—¿Qué te pasa, Periquita mía? ¿No te has despertado aún? —preguntó.
—Es que estoy enmañanecida —contesté de manera equivocada.
A papá le pareció muy acertada y graciosa la palabra y que describía a la perfección cómo me sentía.
—De ahora en adelante usaremos enmañanecido para describir eso de que andes despierta ¡pero que aún la mañana no ha entrado en ti! —dijo.
Bueno, como decía, o no decía, pero pensaba decir y sí he dicho, en Pueblo y en nuestras montañas hay muchísimos animales silvestres. Más de los que hay en cualquier otra montaña de la que tengamos noticias. Algunos lo atribuyen a la gran cantidad de alimento que encuentran los animales y a lo bueno que son los aguacates, las nueces y los cambures y la fuerza o el vigor que generan. Otros dicen que es porque en nuestras montañas el Hálito de la vida, la Savia de la vida y el Fuego de la vida son poderosos. Hay Vida en el aire mismo, en la tierra, en el agua, y sobre ese poderío se sustenta la vida.
¿Sabes?, hay poderío en el aire de Pueblo. ¡Se puede sentir!, pero la mejor forma de sentirlo es verlo en la majestad de las águilas. «La Doña» llamamos a la mayor de todas y es realmente grande y poderosísima. En comparación con ella nuestras águilas de penacho son pequeñas. Pero no creemos que haya ninguna otra en la que se junten la fuerza y el poderío, la rapidez y la belleza como en el águila de penacho: «La Dama» la llamamos y no vayas a creer, ¡no es nada pequeña! Tiene colores pardos, rojizos elevados de sol, color de arenas y plumas con ribetes oscuros y renegridos.
¿Has visto alguna vez los ojos de las águilas? ¡Hermosísimos!, ¿verdad? Ella, La Dama, tiene plumas en la parte de atrás de su cabeza que levanta y extiende o baja según su ánimo. En nuestras montañas también hay más águilas que en cualquiera y hemos aprendido cómo hacer que cacen para nosotros. Bueno, es solo una manera de decirlo, porque lo que cazamos con ellas son monos, ¡y nosotros no comemos monos! Pero ¡los monos son demasiados! Y viven en grandes grupos y quieren arrasar con todo, con todos los aguacates y con todos los frutos de los árboles que encuentran. Y no les importa que los frutos estén pequeños y que aún no se puedan comer. Solo los arrancan y los dejan caer. Nadie entiende por qué. Pero nosotros no podemos dejar que esto ocurra porque nos dejarían sin nada para alimentarnos. Así que en las montañas que forman Valle, los cazamos con nuestras hermosísimas águilas. ¡Claro que a los monos de los montes no les parecerán tan hermosísimas!
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