Gabriel Széplaki Otahola - La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles

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La Guerra del Fin del Mundo de Periquita Robles: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante tres siglos se han mantenido aislados en la selva; han desarrollado una sociedad mestiza, libre, igualitaria, femenina y guerrera. Ahora, con sus antiguas dagas, espadas, arcos y cerbatanas deberán enfrentar a las tropas del Estado, que pretende construir una presa que los despojará de todo cuanto son. La joven Periquita Robles ha sido elegida para contar al mundo la vida de Pueblo en su desesperada guerra final contra los invasores.
Una historia de selvas y montañas bravías, de nieblas, musgo, árboles, manantiales, jaguares, águilas y gentes hermosas que bailan tambor a la luz de la luna llena.

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Nuestros Abuelos habían jurado no vivir nunca más como esclavos y habían actuado conforme a ello. Pueblo fue fundado en un lugar elevado y protegido no por palenques de madera, sino por una barrera de enormes rocas, que trabajadas aquí y allá le daban una gran defensa.

En Valle crecían tantas matas de aguacates y de tantas formas y tamaños, que durante una buena parte del año había disponibles y en abundancia. También eran muchos los árboles de nueces y miles sus frutos que mientras estén en sus duras cáscaras no se dañan. Así, de ellos hacíamos acopio en temporada y guardados duraban hasta la siguiente cosecha. Y hay muchos otros árboles que dan de comer: níspero, guayaba, zapote, guamas, cacao y frijol de palo, y aún quedan por nombrar las matas de cambur que son miles y miles, así como las de plátanos y ocumos.

Y así como hay alimento para las personas, también lo hay en mucho para los animales de los montes y bien por eso o porque en nuestras montañas «el fuego que da vida» es fuerte en verdad, también hay muchísimos animales. Las manadas de báquiras son grandes y numerosas, y las lapas y curíes son tantas que las picas por donde andan son caminos trillados en la selva. También de shaama, las dantas, hay por cientos y cuando bajan al río hacen deslizaderos donde no dejan ni siquiera maticas pequeñas. Y en Lago aún viven los grandes camaracutos, los rojos y grandes camarones del río, que de tanto en tanto empiezan a subir río arriba y entonces es fácil atraparlos en las nasas de fibra que se llenan una tras otra y de allí solo queda llevarlos al Gran Fogón y comerlos. ¡Y mira que son sabrosos y dan mucha fuerza!

Entonces que en nuestras montañas hubiera tal abundancia de frutos de comer y de animales de cazar, resultó en que hubo tiempo y fuerzas para emplearlos en otras cosas y no solo trabajar en los conucos para tener de comer. Dejó espacio para trabajar en embellecer Pueblo y para trajinar en las artes de la guerra. Y todo mundo aprendía-perfeccionaba-refinaba esas artes. Nuestras Abuelas aprendieron a usar lanzas y garrotes, y los arcos y las flechas se hicieron más pequeñas debido al menor tamaño de las mujeres y así se descubrió que arcos y flechas más pequeños permitían más puntería y mayor alcance.

Los hombres perfeccionaron las artes de pelea con garrote y cuchillo. Y las cerbatanas empezaron a verse como armas de guerra y nuestra forma de atacar y defender tomó mucho de lo que habíamos visto de la abrumadora forma en que los demonios peleaban. Así que los Abuelos pensaron que sabrían bien qué hacer en caso de tener que enfrentar enemigos en Pueblo. Y hubo que enfrentarlos. El aislamiento mantenía protegido a Pueblo, así que los Abuelos no habían tenido combates ni peleas con gentes extrañas en años y años, pero no por eso dejaron de trajinar y bregar una y otra vez y, claro, entre ellos también trajinaban y veían lo que resultaba.

Pero además hubo algo que nos dio superioridad en la pelea, algo que nos colocó muy por encima de nuestros contrincantes, algo que hizo a los Abuelos invencibles en una batalla incluso contra enemigos más numerosos. Ese algo fue el Hongo de la Muerte, un descubrimiento de nuestros Abuelos que hizo que nadie pudiera enfrentarnos y salir victoriosos. Es un hongo pequeño y redondo de muy reluciente color que crece en nuestras montañas. No es abundante, pero tiene la magia de que cualquier hombre o animal que lo toque y haga reventar, caerá rendido inmediatamente, como muerto en un sueño profundo en el que casi no late el corazón ni fluye aire a los pulmones, la mente se va y quien cae bajo ese sueño, al despertar no sabrá qué pasó ni dónde está. Muchas veces se olvidan de quiénes son, olvidan su nombre y el nombre de su madre.

Nosotras en Pueblo sabemos cómo usar estos hongos y ponerlos en nuestras flechas, que con caer cerca y romper la celda de barro que los contiene y donde los hacemos crecer, desparrama en el aire algo que nadie ve, ni huele, ni comprende, pero que deja a cualquier hombre o bestia sin control ni voluntad, sin nombre y sin memoria.

Y así es como todos cuantos vinieron como enemigos han sucumbido al poder del Hongo de la Muerte y nunca jamás lo supieron. Pero los primeros Abuelos no contaban con esa ventaja pues el Hongo aún no había sido descubierto.

CAPÍTULO XI

INVASIÓN

Hola, ¿cómo estás? Puedes imaginar que una mañana cualquiera del mundo te levantás en mitad de la noche con sonidos de alarmas ¡que pregonan peligro de muerte! ¿Sabes qué debes hacer? ¿Cómo reaccionar? Pues saberlo es muy importante. En ello puede estar tu vida y la vida de quienes estén contigo. En pueblo sabemos lo que debemos hacer.

Hace ya muchos años, cuando aquellos a quienes habíamos llamado «hermanos» fueron obligados a invadir Pueblo, demostramos que sabíamos lo que debíamos hacer. Los temidos demonios habían vuelto, ubicaron los campos y cumbes. Les hicieron la guerra y los sometieron y esclavizaron y les propusieron un trato: el de traer a otros como esclavos para comprar su propia libertad. ¡Es muy grande error creer en la palabra de aquellos que no cumplirán! Bueno, fue así como se pusieron a dura prueba las creencias de nuestros Abuelos.

Pueblo fue asentado en la segunda terraza. Un barranco de grandes rocas hace de muro o muralla. Claro, en aquel tiempo aún no se habían tapiado todos los puntos flacos y había por donde subir sin grandes dificultades. Nosotras hemos solventado esas flaquezas y ya no es tan fácil entrar como si tal cosa.

Bueno, lo que nos cuentan es que una partida de muchos hombres llegó en la noche. Iban armados con garrotes pesados de madera y llevaban lanzas y mecates, cuerdas y otros paramentos de pelea. Ninguno había estado nunca en Pueblo. No llegaron llamando ni querían hablar —habría sido mejor para todos—, pero creyeron en la palabra de los demonios y estaban desesperados por recuperar a los suyos y por salir del atolladero en donde estaban. Treparon el barranco de piedra, llegaron en silencio, con sigilo, al amparo de las sombras. Pero no todos dormían en Pueblo. Siempre hemos tenido vigilantes atentos quienes pronto notaron movimiento y ruidos de pies y supieron que la sombra maligna de los demonios había llegado hasta Pueblo. Unos se quedaron, otros fueron enviados a dar avisos. Los dieron, y supimos qué hacer.

Los vigilantes esperaron lo que pensaron que tomaría dar aviso, pero no mucho más, pues los invasores entraron en la principal calleja de pueblo y empezaban ya a desperdigarse cuando las flechas les comenzaron a llegar desde atrás. En Pueblo habíamos cambiado un poco los arcos y las flechas, con lo que eran más pequeños y más rápidos. Entendimos que los arqueros debían ser veloces y lanzar muchas flechas. En eso se esforzaron.

Las flechas alcanzaron los cuerpos e hicieron su trabajo. Entrar-penetrar-trozar-cortar-picar-pasar-desangrar y matar. Una y otra vez hicieron blanco. Los invasores se vieron sorprendidos y «ellos eran quienes debían sorprender». ¡Luego las guaruras sonaron su ululante llamado! Las guaruras son las conchas enormes de caracoles del mar que al soplar a través de ellas, vibran y resuenan. Y así, ubicados por el sonido, todos en Pueblo supieron dónde estaban los atacantes. Nuestros hombres habían tomado lanzas, escudos, garrotes y salieron a la calzada, agrupándose en formaciones y encarando a los invasores. Las mujeres se habían hecho con los arcos y desde posiciones resguardadas comenzaron a soltar flechas sobre la masa de los enemigos.

Ellos trataron de entrar en algún bohío, pero tenían puertas resistentes y ya por el medio de la calzada avanzaban nuestros hombres. Un muro de escudos y lanzas que los enfilaba y las flechas que seguían cayendo, unas al azar, otras muy certeras. La luz de la luna hacía ver los contornos y era suficiente par guiar las flechas.

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