Que alguien recordara las montañas de los aguacates fue otra razón para buscarlas y, una vez encontradas, quedarse, porque aún había aguacates y todos los árboles de los que Recuerdo se acordaba.
Hacía días que no llovía, pero durante la revuelta era mucha el agua que había caído y los ríos aun rebozaban —tal vez por eso pudieron seguir y seguir cada vez más arriba—, remontando y remontando, y aquel hombre los empujaba con sus recuerdos.
Al fin, el río comenzó a cambiar. Era más rápido y menos oscuro y ya no daba vueltas, sino que seguía por largos tramos. Ya las montañas estaban más cerca. Y de una de ellas bajaba un río más grande que la mayoría de los que habían encontrado y siguieron su curso, remando y palanqueando con las pértigas.
Este río se represaba antes de unirse con Río Grande, pero poco a poco al alejarse iba mostrando sus propias formas. Cambiaba de color y de olor y se hacía más difícil de remontar. Habían dejado atrás las tierras planas donde el río se unía a Río Grande, donde la corriente era lenta al irse represando. Ahora el río era más claro y menos lento. A medida que se acercaba a las montañas, los árboles crecían en las orillas y se hacía más estrecho. Pronto no pudieron ya seguir en los barcachos que los habían traído desde tan lejos. Los deshicieron y dejaron que el río se llevara lo que quedaba. Habían cumplido su trabajo. Hecho lo cual empezaron a caminar, hasta que a la vuelta de un recodo vieron gente. Estaban secando pescado en una orilla arenosa. Todos se alarmaron, pero no eran demonios, eran tiempos de revuelta y estas gentes nativas también se habían largado. Fueron bienvenidos, descubrieron que no se conocían ni entendían las lenguas que hablaban. No les quedó otro camino que seguir usando la lengua de los demonios.
Entre todos ya no eran tan pocos. Y eso les dio fuerzas, pero también avivó temores… Así que juraron que no serían esclavos, que serían libres, que no tendrían reyes ni caciques, ni señores y que todos, hombres y mujeres, serían iguales, que nadie tendría nunca derecho ni posesión sobre otra persona. Y que, como vivir como esclavos era llevar una vida de miserias, sin belleza ni libertad, ¡jamás vivirían como esclavos!
La larga marcha no había sido sencilla, no fue fácil. Algunos de los niños más pequeños que llevaban murieron en los caminos. El hambre los acosaba permanentemente y los peligros acechaban. Una noche un yaguar mató a una muchacha, arrastró su cuerpo al monte y para rescatarlo hubo que matar al animal que a su vez dejó herido a uno de los cazadores; las heridas de garras son profundas y atraen otros males…
Habían pasado por tantas miserias y trabajos que decidieron que ya no temerían más a dioses ni a espíritus, pues o los antiguos dioses los habían abandonado o también habían sucumbido a las espadas desnudas y a los arcabuces trepidantes de los demonios.
Tal como renunciaron a aquellos dioses, renunciaron a muchas cosas. Sintieron que lo habían perdido todo. Por tanto, perderían también las viejas costumbres y descubrirían otras formas de vivir, si lograban sobrevivir.
Guiados por esos juramentos, los Abuelos hicieron de lo que sería Pueblo algo diferente de aquello que habían visto en sus vidas.
Los Abuelos de esta tierra conocían de montes y matas de las palmas para hacer techos y de cómo trenzarlas, sabían cómo pescar con barbascos y con arco y flechas. Los Abuelos negros tenían con ellos algunos cuchillos y machetes que facilitaban hacer los trabajos del monte.
CAPÍTULO IV
LOS INICIOS
¡Hola! ¿Aún estás allí? Quisiera saber cómo eres, cómo vives, qué comes…
Nosotras en Pueblo ¡comemos rico! Siempre tratamos, ponemos lo mejor de nosotras en cada cosa que hacemos, y siendo la comida y el comer algo tan importante, ¡figúrate tú si no le daremos importancia!
Trato de que la letra con la que escribo sea no solo clara e inteligible —así me dijeron que se decía, y que significa entendible—, sino que además sea armoniosa, de buen trazo y bella estampa. No siempre lo logro, sobre todo si estoy angustiada o apurada. Nos han enseñado que así debe ser en todo cuanto hacemos. Se debe poner empeño en hacer lo mejor que sea posible; sin importar lo que sea. Si ponemos lo mejor de nosotros, tal vez no logremos la perfección, pero lograremos estar en el camino.
Bueno, como venía contando: el valle a donde habían llegado era largo, estrecho y de empinadas paredes montañosas. El aire era fragante y parecía tener vida propia. Todos estuvieron de acuerdo en que el aire era vivificante, sanador, cargado de aromas de bosque, de fragantes flores, de hojas caídas. El valle olía a tierras húmedas. A musgos, a gotas de agua y rocío.
Mi papá dice que una de las mejores cosas de la vida es caminar en la selva, caminar en la montaña. Ver selva. Oler y sentir los olores de la tierra, del agua saltando entre piedras. El dulce aroma de los bosques de Valle. Aunque «cosas» no es la mejor palabra que se podría usar. Una cosa es cualquier cosa, incluso una palabra que no puede ser una cosa, porque es un pensamiento que ni siquiera se sabe de qué está hecho, aunque existe. Una palabra hablada podría estar hecha de aire, de sonido y de intención, y aun así no sería una cosa. ¿No lo crees tú? Así que mejor es decir… no sé…
En la selva, en el bosque, hay muchas clases de árboles: los hay altos y que se alzan por sobre todos los demás. Extienden sus ramas en la altura y dejan pasar bastante claridad, la cual aprovechan otros árboles que son más bajos y esos tienen muchas ramas y hojas y dejan pasar mucha menos luz. Pero por debajo de estos, todavía hay árboles más pequeños que gustan de las sombras.
El cacao es de estos. Les gusta crecer donde no haya sol y aun así cargan muchos frutos y viven mucho tiempo. Y aun por debajo de ellos, hay otras maticas que moran en verdadera oscuridad, pero que a veces, según se mueven las sombras, les puede llegar un rayo de sol.
Es algo bonito de ver, cómo se filtran rayos de sol. Donde caen se ilumina con contornos que antes no se veían y aparecen formas y colores cálidos. Y pareciera que el pedacito de tierra y las maticas agradecieran por esos rayitos de sol que les alegran la vida. Y no es que su vida sea triste, pues ellas mismas escogieron vivir de ese modo, pero es como si tuvieran un regalo. ¡Es como cuando nos llevan al mar y podemos disfrutar de las arenas y del agua salada por unos días!
¡A mí me encanta ir al mar! Todos los años nos llevan y, como ya sabes, hay que caminar bastante y no es mucho lo que nos quedamos, pero igual vamos y disfrutamos. Claro, cada vez es más complicado porque al parecer hay más personas e incluso hasta nuestra pequeña ensenada puede llegar gente en barquitos y como es muy bonita quieren quedarse, pero nosotros no los dejamos. Además, también nuestra ensenada del mar es una «zona protegida» y eso ayuda, porque todos saben o deberían saber que no es un lugar donde pueden estar.
CAPÍTULO V
EL CAMINO A VALLE
Era poco lo que los Abuelos traían consigo; digo poco y ¡era mucho! Tenían las ganas, el deseo, los pensamientos y eso es mucho. También la voluntad y la esperanza. Pero cosas, «cosas», sí, tenían pocas. Ni calderos para cocinar, ni chinchorros, ni mantas, ni cobijas. Andaban descalzos. Pero, aunque hoy suene extraño, para ellos era normal. Sus pies tenían una piel durísima y brillante y ni las espinas la atravesaban.
El camino a Valle seguía siendo el río. No era fácil. Pues el lecho en sí podía ser hondo y rápido o tener fondos de lodo donde todos se hundían y pedazos de palos enterrados, y también había rayas de púas venenosas y peces bagres que enterraban espinas como arpones si los llegaban a pisar. Solo unos pocos trayectos pedregosos eran transitables.
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