Rosa María Britton - El ataúd en uso

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El temor a la muerte, uno de los grandes temas universales, y las visiones de la fragilidad y desamparo de los cuerpos insepultos en la guerra, llevarán a Manuel a construir su propio ataúd. Extiende, así, sus preocupaciones vitales hasta la búsqueda de la dignidad ante la muerte y hay en
esa búsqueda una paradoja vital aleccionadora.
A través del ataúd de uso se miran los acontecimientos históricos desde un pueblo liberal costeño: Chumico. Desde ahí, también la concepción paradójica del progreso y de la vida misma, la ironía y el humor frente a la falsa moral y las prácticas religiosas y familiares. Junto a la fuerza de un personaje masculino que es buceador de ostras perlíferas, prócer local de la Guerra de los Mil Días, autoridad y mujeriego impenitente, hay un universo de mujeres intensas de distintos estratos que le ceden la voluntad al amor y, a veces, a la pasión: Carmen, Lastenia, Bernabela… Todas con algo en común: Manuel. Emma Gómez Guerra
El ataúd de uso, Premio Ricardo Miró 1982, el más importante de la literatura panameña y a casi 40 años de su publicación sigue reeditándose una y otra vez, ahora bajo el sello Grupo editorial Sin Fronteras.

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Irene acudió llorosa a consultar al párroco de la familia. Ella deseaba que el cura bonachón disuadiera a la madre de la locura que estaba a punto de cometer. Pero el sacerdote, sabio conocedor de la naturaleza humana, acabó por convencerlas de que no había nada pecaminoso en los deseos de Evarista y les aconsejó resignarse a los hechos para bien de toda la familia.

Doña Evarista Muñoz contrajo matrimonio con don Francisco Biendicho el día antes de salir Carmen hacia Chumico. En sencilla ceremonia en la Catedral después de la Misa de seis, unieron sus destinos acompañados por las cuatro hijas llorosas y acongojadas, la tía Eugenia rezongando y algunos oficiales de la guarnición, compañeros de armas del español.

—Bonita que está la viuda. Y dicen que tiene dinero. ¡Suerte que tiene el Capitán!

—¡Bah! Las hijas están mejor y son jóvenes.

—¿Será verdad lo que dicen que él estuvo casado en España y dejó a la mujer allá?

—Yo nunca me tragué el cuento de que era de familia noble. Todos estos españoles vienen a América con esas historias de grandeza para hacerse los importantes.

Las frases malévolas de los oficiales eran recogidas por el fino oído de Carmen. Con los ojos llenos de lágrimas y la tez cada vez más pálida trataba de concentrar su atención en el altar mayor, mientras rezaba fervorosamente para no oír las habladurías de cuartel.

Después de la ceremonia, los recién casados se dirigieron a la casa de Evarista, acompañados por los invitados que a pie seguían el coche nupcial. A esa hora de la mañana aún quedaba en el ambiente la caricia de las brisas de la madrugada y la caminata se hacía agradable por las estrechas calles. Felizmente no llovió en todo el día. El decoro exigía que siendo Evarista viuda, se sirviera a los invitados un sencillo desayuno compuesto de chocolate caliente y bizcochos mandados a hacer en la panadería francesa. A medida que llegaban los celebrantes la conversación subía de tono en la salita mientras Eugenia y las muchachas ayudadas por algunas amigas se esforzaban por atender a todos los invitados y curiosos que venían a presentar sus felicitaciones a los novios. Carmen era la única que se mantenía alejada del bullicio de la fiesta. Encerrada en su cuarto se dedicó a empacar su baúl para el viaje a Chumico. Todo el día fue un entrar y salir de gente casi hasta el anochecer. Al partir el último huésped fueron cerradas las puertas de la calle. Los novios se retiraron a la habitación de Evarista con un «buenas noches» lleno de reticencias y rubores. Eugenia se encargó de llevar los platos y tazas a la cocina, rezongando entre dientes. La pobre vieja no comprendía nada. Primero fue el asunto del viaje de Carmen a Chumico que la había llenado de terror. Accedió a acompañarla pero estaba segura de que algo terrible les iba a suceder durante ese viaje.

—Embarcarme yo que nunca he metido ni los pies en el mar! ¡Qué locura! Te ofrezco Señor este sacrificio como expiación a mis culpas, —recitaba piadosa arrodillada al lado de su cama.

Carmen sin poder conciliar el sueño deseaba intensamente que la mañana llegara cuanto antes. Los ruidos del amor se filtraban a través de las paredes y la llenaban de una intensa desazón. Estaba convencida de que nunca más podría vivir junto a la madre y el nuevo marido. Le sería difícil adaptarse a la presencia del militar en la casa. Todos fueron temprano a despedirla a la playita del mercado. Con la marea llena ella y Eugenia se embarcaron en el bongo caracaballo dejando atrás los consejos y recomendaciones que les hicieron hasta el último minuto las mujeres, mientras se enjugaban los ojos de un llanto de despedida lleno de temores. •

05

El calor pesaba en el cuerpo como un puño de hierro presagiando la lluvia que se avecinaba. Los muchachos, que en forma desordenada iban saliendo de la escuela, se entretenían tirando piedras a los pájaros.

—Sigan directo a sus casas y no se distraigan en la playa que va a llover —amonestó la maestra desde la puerta de la escuela.

Con gesto de cansancio volvió a entrar y se puso a recoger los útiles escolares regados por la mesa que le servía de escritorio. A lo lejos se escuchaban los truenos que desde la montaña anunciaban con sus redobles la tormenta que se aproximaba. La improvisada aula de pisca de tierra y paredes de caña brava, malamente acomodaba a los cincuenta y tres chiquillos de todas las edades que allí acudían a recibir sus enseñanzas. Algunos sentados en banquetas y la mayoría en el suelo a duras penas trataban de aprender el abecedario.

—Usted se queda castigado Pedro —dijo la maestra dirigiéndose a uno de los alumnos—. Se ha portado peor que nunca. No crea que no me di cuenta de que estaba halándole los moños a sus compañeras. Si continúa así voy a tener que decirle a su mamá que no puedo tenerlo más en la escuela.

—¡Ay no maestra! No llame a mi mamá que me van a dar una buena rejera. Le prometo que no volverá a suceder. ¡Por favor! Que no se entere mi papá que me mata.

—Bueno, bueno, ya veremos si cumple sus promesas. Coja una escoba y póngase a barrer.

La lluvia comenzó de golpe batiendo con furia el alero de pencas, hasta apagar con su estruendo los ruidos de la tarde. Casi sin aliento, Manuel entró corriendo en la escuela sombrero en mano y un ramo de flores en la otra, mojado de pies a cabeza por el torrente de agua que arreciaba.

—Buenas tardes, Carmencita. ¡Qué barbaridad de lluvia tan fuerte! Aquí le traigo estas flores que recogí en la montaña. Espero que sean de su agrado.

Sin poder disimular la turbación que le producía la presencia del hombre, la muchacha las aceptó sin decir nada e hizo un gesto al chiquillo que había interrumpido la tarea y curioso los contemplaba.

—Pedro, haga el favor de traerme una vasija con agua para las flores y termine de barrer que se hace tarde.

Con una mueca traviesa en los labios, Pedro agarró un pote de barro de un rincón y saliendo del aula lo llenó con agua de lluvia.

—Gracias Manuel son muy bonitas, pero no debía haberse molestado, —dijo Carmen mientras las arreglaba en el improvisado florero. Aprovechando la distracción, el chiquillo salió corriendo sin importarle la lluvia que seguía cayendo torrencialmente, contento de haberse librado de su castigo tan fácilmente.

Desde el día en que Carmen llegó a Chumico, Manuel la cortejaba asiduamente. A él le tocó llevarle los baúles hasta la casita que le habían asignado a la maestra, situada a un costado de la improvisada escuela. A su llegada, casi todo el pueblo había bajado a la playa a recibirla y algunos escépticos al verla murmuraban entre sí.

—¿Esta es la maestra que nos han mandado? ¿Qué podrá saber si es casi una niña?

Eugenia tuvo que ser cargada desde la panga a la playa todavía mareada por la travesía. Con ademanes hoscos, rechazaba las ofertas de ayuda de las mujeres del pueblo que solícitas acudían a sujetarla, cuando puso pie en tierra. Ella y Carmen se sentían tan cansadas que preferían que las dejaran solas lejos de la curiosidad de los chumiqueños. Juancho y Manuel cargando los pesados baúles, las llevaron hasta la casa que le habían construido a la maestra. De eso ya habían transcurrido casi cuatro meses. Manuel pasaba por la humilde vivienda todos los días, haciéndose útil en varios menesteres. Algunas veces ayudaba a la vieja a encender el fogón o a arreglar el aula que malamente acomodaba a todos los alumnos.

Las primeras semanas habían sido muy difíciles para Carmen. No se imaginó que las cosas estuvieran tan mal en Chumico; la mayoría de los muchachos, algunos hasta de quince años de edad, nunca habían tenido ningún tipo de enseñanza. Estaban acostumbrados desde niños al bregar del trabajo diario pero muy pocos dispuestos a aprender el abecedario. Lo peor de todo era tener muchachos de edades tan distintas en la misma aula. Los más grandecitos añoraban la libertad de la playa y el monte y no era fácil dominarlos pero poco a poco los fue domando. Algunos acabaron interesándose en aprender a leer y escribir y otros acataban la disciplina que administraba con la fuerza de su personalidad, ya que a pesar de sus cortos años, Carmen impresionaba a los que bajo su tutela estudiaban. A veces, comenzaba leyéndoles algo interesante y para mantener la atención de sus pupilos los dejaba en suspenso con la promesa de continuar la historia al día siguiente. Manuel se las arreglaba para llegar siempre a la hora de la lectura y embelesado escuchaba las palabras de la maestra. Era entonces cuando ella leía más elocuentemente páginas y más páginas de las historias que había traído de Panamá. Las hazañas de Napoleón eran seguidas por las vicisitudes de Ulises o la historia de los emperadores romanos.

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