De repente, Francisco comenzó a toser fuertemente, casi ahogándose mientras la mujer lo miraba con ojos de alarma.
—Esa tos suya no me gusta; ya lleva meses enfermo a pesar de todos los remedios que ha tomado. Debiera ir a la capital a ver al doctor.
—No es nada —susurró Francisco, casi sin aliento, cubriéndose la boca con un trapo que sacó del bolsillo.
—Es este clima tan húmedo. En San Miguel nunca me enfermaba.
—Bueno, haga lo que le dé la gana, pero cada día lo veo peor. Yo creo que tiene la tisis. Ya me di cuenta que está tosiendo sangre.
Encasquetándose el sombrero de paja, Francisco salió sin contestar y se alejó de la casa por el sendero rumbo al pueblo. Juana lo dejó partir sin decirle nada. Acercándose al fogón, quitó la olla del fuego y la colocó a un lado en el piso de tierra. Salió al patio y se sentó en un taburete desvencijado con la mirada perdida en el horizonte. Por el lado de la playa venía corriendo un muchacho con dos remos al hombro. Al llegar junto a la mujer jadeando le gritó con alegría.
—Mamá, mire lo que le traigo. —Orgulloso le mostraba un puñado de perlas envueltas en un trapo. Cuando vaya a Panamá, le voy a mandar a hacer un collar bien bonito.
Un rictus de tristeza marcó el rostro surcado de arrugas de la mujer prematuramente envejecida. Con un gesto de abandono apartó una greña de pelo gris que le caía lacio sobre la mejilla.
—Mejor guarde sus perlas hijo para cuando le hagan falta. A mí esas cosas no me gustan. Vaya ahora a bañarse antes de que oscurezca y de vuelta pase por casa de Juancho a ver si tiene carne de monte. Felicia me dijo que él había salido de cacería ayer.
Juana entró en la casa y fue a sentarse al lado del fogón en una banqueta. Del bolsillo sacó un rosario y se puso a repasar las cuentas, recitando a media voz letanías interminables. El muchacho se encogió de hombros y entró en el cuarto adyacente. Empinándose, agarró un canuto de bambú que tenía escondido encima del horcón. Allí era donde guardaba su tesoro de perlas. Lo cerró cuidadosamente y lo volvió a colocar en su escondrijo. Salió de la casa y silbando alegremente se dirigió cuesta arriba por el sendero que conducía al pueblo. Por el camino venía cabizbajo Francisco y al ver al muchacho se detuvo bruscamente.
—Hijo, buceó algo bueno hoy, —preguntó.
—Sí papá. Viera Usted qué perlas más bonitas sacamos. No son grandes, pero sí de las redonditas. Ya casi llené el canuto.
—Bien, bien. Mañana me las enseña.
Sin más, Francisco siguió caminando hasta llegar a la playa. Iba descalzo pero casi no notaba las puyadas de las espinas en los matojos. La arena aún mostraba las huellas misteriosas de las patas de cangrejos. Al llegar a la orilla se sentó en una de las rocas negras que aquí y allá sobresalían de la arena. La marea iba retrocediendo apresurada y alguna que otra gaviota todavía buscaba afanosa el pescado desde el cielo, aprovechando los últimos destellos de luz. A esa hora ya comenzaba a sentirse el fuerte olor, mezcla de salitre y marisco podrido, característico de la lama de las playas del Pacífico. El hombre suspiró hondamente. Se sentía muy mal y a pesar de sus negativas sabía bien que estaba enfermo. Le dolía el pecho de tanto toser. A veces, sentía como si una mano gigante lo estuviera estrujando y cada día el trabajo se le hacía más difícil.
«Tendré que irme a la capita», pensó. «La vieja tiene razón. No puedo seguir así. Mañana temprano le aviso a Pastor que saldré con ellos en este viaje de “La Princesa”».
Tristemente, dibujaba con la mano en la arena cosas y nombres casi olvidados. Regresó tarde, cuando la oscuridad envolvía la casa. Juana, todavía rezando, había prendido una lámpara de querosene que alumbraba la habitación débilmente.
—Coma algo Francisco, todavía el arroz está caliente, —le dijo al verlo entrar.
—Está bien, está bien. No moleste más. Mañana salgo para Panamá —musitó—. Arrégleme la ropa temprano.
Tres días más tarde se embarcaba. Tuvo suerte, porque a veces transcurrían meses sin que pasara una nave por esas aguas. En el día de las despedidas, Manuel le entregó el canuto lleno de perlas.
—Aquí tiene papá. Quiero que le mande a hacer un collar bien bonito a mi madre. Ella dice que no le gustan esas cosas, pero usted sabe cómo son las mujeres. A veces dicen lo que no sienten.
Juana oyó la conversación del muchacho con el padre. Discretamente, esperó la oportunidad de hablar a solas con Francisco.
—Use las perlas para pagarle a los doctores. Los buenos cobran bastante y las medicinas cuestan mucho. Yo no necesito adornos.
Francisco no dijo nada. Se echó al hombro el saco de yute con sus pertenencias y con los pantalones arremangados bajó a la playa en donde lo esperaba una panga para llevarlo a bordo del barco que se mecía en aguas tranquilas en medio de la bahía.
Francisco regresó a Chumico tres meses más tarde pálido y delgado. El viaje de vuelta había sido largo y difícil; las velas, empujadas por vientos contrarios, casi hicieron zozobrar la nave. Juana lo vio venir desde la playa cuando desembarcó y salió a su encuentro en un revuelo de polleras recogidas. Al Ilegal cerca de él y notar su cara desencajada, paró bruscamente.
—¿Cómo le fue? ¿Vio al médico? ¿Qué le dijeron en el hospital? ¡Dios mío, pero qué delgado está! —dijo entrecortadamente. Sin tocarla, ni siquiera extendiendo la mano para saludar, el hombre la interrumpió de malhumor.
—Cállese la boca mujer. Usted habla demasiado.
Siguió rumbo a la casa dejándola sola en medio del camino sin volver la mirada. Con un gesto de resignación Juana siguió caminando detrás, arrastrando los pies, como quien lleva un peso inmenso. Jamás volvieron a discutir el asunto de la salud de Francisco. Tampoco los hijos se atrevieron a preguntarle nada, pero se dieron cuenta de lo desmejorado que se veía su padre. Manuel se le acercó unos días después.
—Papá ¿qué hizo con las perlas? ¿Mandó a hacer el collar?
—Tuve que venderlas hijo —contestó hosco y malhumorado—, los doctores son muy caros.
—No se preocupe usted. Ya bucearé más, —dijo el muchacho resignado.
Francisco se hizo un cuarto para él solo con la puerta hacia afuera y una ventana con vista al mar. Allí colgó su hamaca y no dejaba entrar a nadie. Separó su plato de tagua y su cuchara y él mismo lavaba su ropa en el río. Solamente dejaba que Juana le cocinara los pocos alimentos que consumía. Siguió trabajando todos los días, construyendo un hermoso barco con el esmero y la paciencia del artesano que sabe lo que hace. Pasaba los días retraído y solo; era la preparación silenciosa del hombre a su muerte sin querer compartir el camino con nadie, ni siquiera con Juana la compañera de toda su vida, como si al aislarse del resto de la familia la enfermedad que lo poseía se tornara muda y secreta y solamente él pudiera reconocerla. Ni el compadre Juancho lograba arrancarle más de tres frases cuando venía a visitarlo a diario trayéndole las últimas noticias del pueblo. Cuando él llegaba, se sentaba en el suelo fuera del cuarto de Francisco, fumando una pipa rellena de una brea que exhalaba un olor espantoso de «mona en celo» como decía Juana. Con voz rasposa el amigo le comentaba los acontecimientos locales y hasta rumores de guerra sin desanimarse por el silencio y la indiferencia de Francisco.
«Compadre, usted se está muriendo, compadre. Déjese ayudar un poco. No es bueno irse así solo», pensaba, «para eso somos amigos».
Juana sentada en su taburete y los muchachos en el suelo, escuchaban la verborrea de Juancho que se divertía desnudando las intimidades del pueblo entre chupada y chupada de su pipa infernal. Los ávidos oídos de sus interlocutores recogían sus frases y comentarios, interrumpiéndole de vez en cuando para hacerle preguntas y retorciéndose de risa.
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