Rosa María Britton - El ataúd en uso

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El ataúd en uso: краткое содержание, описание и аннотация

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El temor a la muerte, uno de los grandes temas universales, y las visiones de la fragilidad y desamparo de los cuerpos insepultos en la guerra, llevarán a Manuel a construir su propio ataúd. Extiende, así, sus preocupaciones vitales hasta la búsqueda de la dignidad ante la muerte y hay en
esa búsqueda una paradoja vital aleccionadora.
A través del ataúd de uso se miran los acontecimientos históricos desde un pueblo liberal costeño: Chumico. Desde ahí, también la concepción paradójica del progreso y de la vida misma, la ironía y el humor frente a la falsa moral y las prácticas religiosas y familiares. Junto a la fuerza de un personaje masculino que es buceador de ostras perlíferas, prócer local de la Guerra de los Mil Días, autoridad y mujeriego impenitente, hay un universo de mujeres intensas de distintos estratos que le ceden la voluntad al amor y, a veces, a la pasión: Carmen, Lastenia, Bernabela… Todas con algo en común: Manuel. Emma Gómez Guerra
El ataúd de uso, Premio Ricardo Miró 1982, el más importante de la literatura panameña y a casi 40 años de su publicación sigue reeditándose una y otra vez, ahora bajo el sello Grupo editorial Sin Fronteras.

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Dentro de su cuarto, Francisco indiferente, contemplaba su muerte lenta sin prestar oídos a las divagaciones de los que afuera trataban de romper el cerco de su terca soledad. La vigilia de la muerte no duró mucho. Tres meses más tarde, la noche en que el negro Eustaquio se peleó con Pastor y le prendió fuego al pueblo, Francisco comenzó a toser por última vez. La agonía fue corta; su deseo de ausentarse de este mundo sin testigos se cumplió. Murió solo, ahogado en el chorro de su propia sangre. El resto de la familia estaba ayudando con lo del fuego que consumía a medio pueblo.

Cuando le llegó su hora, aún tuvo tiempo para asombrarse a pesar de que estaba preparado. Los segundos se convertían en horas, detenidos en su garganta que se negaba a abrirse para recibir el aire que tanto necesitaba. Juana y los muchachos regresaron en la madrugada y lo encontraron en su hamaca frío, con la mirada perdida en el techo, ojos de angustia de muerto sin paz ni consuelo. Todos se dieron cuenta enseguida a pesar de la poca luz que había en la habitación. La mujer comenzó a llorar con lágrimas de despedida sin ternura y los hijos, sobrecogidos ante la presencia de la muerte, no atinaban a consolar a la madre. Salieron al frescor del amanecer y comenzaron a construir un ataúd con tablas arrancadas del hermoso barco de Francisco ya casi terminado. Todo el pueblo vino al velorio. Los autores del gran fuego de la noche anterior, ya repuestos de su borrachera, llegaron a ofrecer sus respetos.

—Mi sentido pésame doña Juana. Ya descansó el pobre, —una y otra vez le repetían al oído a la mujer que en silencio asentía tratando de secarse los ojos hinchados de tanto llanto. Lo enterraron ya de tarde, cuando el sol deja de quemar la piel como hierro candente y la brisa del mar hace susurrar de placer a los árboles en la loma del cementerio. Esa noche no hubo rezos. Rosa, la comadrona, tenía que atender un alumbramiento y ella era la única que se dedicaba a esos menesteres. Cuando Juana regresó del cementerio entró en el cuarto de Francisco y quitándose los zapatos se sentó en la hamaca. Del bolsillo sacó el rosario mientras musitaba el ora pro nobis rodando las cuentas entre los dedos temblorosos. Al día siguiente, bien temprano, llegó Juancho a visitar a la viuda.

—Tenga usted buenos días comadre —comenzó a decirle obsequioso—. Perdone mi atrevimiento. No quisiera tener que molestarla en un día como hoy, estando mi compadre como quien dice acabado de enterrar; pero él me hizo varios encargos antes de partir y quisiera cumplir lo antes posible.

Juana lo miró sin entender lo que le decía. Juancho volvió a insistir.

—Óigame comadre, Francisco no quería que se contagiaran. El doctor que vio en Panamá dijo que esa enfermedad que él tenía se pega. Me dejó encargado de quemar toda su ropa y las cosas que tenía en este cuarto. Por favor salga usted de esa hamaca—.

Juana continuaba meciéndose sin hacerle caso, los labios rumiando sus eternas letanías. A pesar de ella, Juancho entró en el cuarto y comenzó a recoger del suelo la ropa, zapatos y el sombrero de paja, compañero inseparable de Francisco. En una esquina, debajo de unos sacos de yute, encontró un estuche negro, de esos en que los joyeros exhiben sus alhajas a la codicia femenina. Juancho lo abrió lleno de curiosidad y atónito contempló un hermoso collar de perlas, que descansaba en todo su esplendor sobre el terciopelo oscuro que resaltaba su oriente. En una esquina del estuche, reposaba una tarjeta de pergamino casi transparente. En ella se leía escrito, con la elegante caligrafía de un letrado, la leyenda: «A mi Madre en su día», firmado Manuel. •

02

Chumico es uno de esos pueblos perdidos en el litoral del país, encajonado entre el mar y la montaña. Está situado en la desembocadura del río Tatumí en la costa Sudeste del país, ya casi llegando al Darién. Nadie sabe exactamente quiénes fueron sus primeros habitantes, pero se dice que hasta Vasco Núñez de Balboa pasó por sus playas en su búsqueda del Mar del Sur. ¡Vaya usted a saber si esto último es historia o puro cuento, como el resto de las cosas que allí se dicen!

—Somos descendientes directos de los españoles, —afirmaba sentenciosamente doña Leonor, una de las matronas del pueblo.

—Aquí todos somos negros de pura raza, descendientes de cimarrones, —decía don Manuel, con la consiguiente indignación de unos cuantos que culpaban al sol del color de su piel.

—Los habitantes de Chumico, de pelo lacio y piel oscura, parecían más bien una mezcla de las razas que habían poblado la región, aunque no faltaba el negro timbo ni las mulatas de piel amarillenta y pelo ensortijado. Eran mestizos en su mayoría con sangre española bastante diluida, por cierto. Los indios chocoes habitaban las montañas más allá del pueblo y empeñados en conservar su nación intacta, poco se relacionaban con los habitantes. Todas estas descripciones vienen al caso solamente como explicación de la conducta un tanto atávica de los chumiqueños.

A fines del siglo diecinueve, allá por los años en que Francisco se moría lentamente, en Chumico vivían solamente unas seiscientas almas. Sesenta años más tarde, el censo seguía igual. Pueblo de poco porvenir, sin agricultura ni caminos por falta de tierras a nivel y aislado por la montaña y el mar, cada vez que nacía un niño, alguien abandonaba el pueblo dispuesto a radicarse en regiones más prósperas.

El pueblo consistía, en aquella época, en un conglomerado de casas encaramadas en pilotes, la mayoría de ellas a orillas del mar; casas construidas con paredes de caña brava y techos de hojas de guágara. Tenía una sola calle estrecha, incrustada de conchas de coca leca, comenzaba junto a la playa y subía serpenteando hasta el cementerio. En todo el pueblo no había un terreno plano ni dos casas al mismo nivel. Durante los meses de invierno, cuando las marejadas eran fuertes, a veces el agua subía hasta el atrio de la iglesia y si no fuera por los altos pilotes, más de una casa habría sido inundada por la fuerza del mar. Algunas, erguidas loma arriba, tenían el piso de tierra o de tablones, pero esas eran las menos. Por el medio del pueblo bajaba una quebrada que desembocaba en la playa. La iglesia estaba ubicada en una pequeña playa cerca de donde comenzaba la única calle del pueblo. Antigua fortaleza de paredes espesas y troneras en sus muros blanqueados con cal era el orgullo de los habitantes de Chumico. Esa iglesia era la prueba palpable de que en realidad los españoles se habían detenido lo suficiente para construir un fuerte y colonizar el área. Allí se albergaba la estatua un poco desvencijada del. Milagroso Cristo de Chumico. Nadie sabía cómo había ido a parar la imagen del Cristo al pueblo pero su fama se extendía por toda la región. Todos los años en el mes de marzo se celebraba una gran fiesta en su honor a la cual acudían devotos desde muy lejos. El Obispo de Panamá siempre enviaba a algún cura que durante esa semana se dedicaba a bautizar a los niños nacidos el año anterior y a casar a aquellos que sin esperar la bendición de la iglesia se decidían a vivir bajo el mismo techo. En realidad esto sucedía en la mayoría de los casos, siendo los chumiqueños de naturaleza ardiente y poco dados a la espera. Los más pudientes, iban a la isla de San Miguel a casarse porque allí había cura todo el año.

El camposanto de Chumico queda aún loma arriba casi llegando a la montaña, desde allí se divisa la bahía hasta Punta Pericos y toda la desembocadura del río Tatumí. A un lado, el cementerio termina abruptamente en un acantilado que desciende verticalmente hasta el mar erizado de negras rocas. La tierra rocosa y dura es difícil de cavar, pero no hay otro lugar en dónde enterrar a los muertos a menos que uno se decida por tirarlo al mar. Cuesta trabajo llegar a la cima de la loma cargando un difunto a cuestas y cómo será de difícil el tirón de canillas después de una noche de velorio regada de aguardiente y lágrimas. En medio de la bahía desemboca el río Tatumí profundo y peligroso, lleno de lagartos y caimanes corriente arriba. Esta es la única vía de comunicación fácil con el interior del país ya que resulta casi imposible cruzar las montañas a pie.

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