Rosa María Britton - El ataúd en uso

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El temor a la muerte, uno de los grandes temas universales, y las visiones de la fragilidad y desamparo de los cuerpos insepultos en la guerra, llevarán a Manuel a construir su propio ataúd. Extiende, así, sus preocupaciones vitales hasta la búsqueda de la dignidad ante la muerte y hay en
esa búsqueda una paradoja vital aleccionadora.
A través del ataúd de uso se miran los acontecimientos históricos desde un pueblo liberal costeño: Chumico. Desde ahí, también la concepción paradójica del progreso y de la vida misma, la ironía y el humor frente a la falsa moral y las prácticas religiosas y familiares. Junto a la fuerza de un personaje masculino que es buceador de ostras perlíferas, prócer local de la Guerra de los Mil Días, autoridad y mujeriego impenitente, hay un universo de mujeres intensas de distintos estratos que le ceden la voluntad al amor y, a veces, a la pasión: Carmen, Lastenia, Bernabela… Todas con algo en común: Manuel. Emma Gómez Guerra
El ataúd de uso, Premio Ricardo Miró 1982, el más importante de la literatura panameña y a casi 40 años de su publicación sigue reeditándose una y otra vez, ahora bajo el sello Grupo editorial Sin Fronteras.

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En la época de nuestra historia el pueblo había limpiado río arriba unos terrenos más o menos planos y era allí donde se cultivaban los pequeños sembrados de arroz, plátanos y caña de azúcar que alcanzaban modestamente para alimentar a todas las familias. Los alimentos se repartían entre todos aunque en más de una ocasión algunos peleaban por querer acaparar una porción más abundante de lo que en realidad les correspondía. Los hombres salían a cazar al monte y todo era distribuido equitativamente. La plata circulaba poco en Chumico. Solamente en la tienda del chino Ah Sing, se compraban en pesos contantes y sonantes baratijas, sal, café, jabón y telas medidas meticulosamente. El chino no le daba crédito a nadie, pero a veces cambiaba mercancía por pescado o arroz que eran los alimentos que él necesitaba. En realidad, ninguno de los habitantes de Chumico se mataba trabajando. La mayoría se contentaba con satisfacer sus necesidades básicas porque no tenían muchas ambiciones. Algunos se dedicaban a la pesca de la ostra perlífera, a pesar de los peligros del buceo a catorce varas de profundidad. A más de dos se los comió un tiburón y otros, como Manuel, quedaron medio sordos. Las perlas traían buena ganancia en la capital y los muchachos se arriesgaban, aunque cada vez se hacía más difícil el buceo porque ya escaseaban los moluscos. Así transcurría la vida en el pueblo totalmente ignorado por el gobierno central que desde Bogotá trataba de controlar al Istmo.

Al llegar el atardecer, las mujeres apoyadas en los primitivos balcones pasaban las horas entre chisme y chisme. Doña Leonor hablaba con Felicia cuesta abajo y si torcía un poco el pescuezo alcanzaba a ver la punta del balcón de doña Matilde González, a quien había que gritarle porque estaba algo sorda. Ello no era obstáculo para que la buena señora no se diera por vencida hasta extraer la última migaja de información de labios de sus vecinas.

—Leonor, Leonor. Hay carne en casa de Pastor. Mande a su hija a buscarla antes de que se acabe, —gritaba doña Felicia.

—Felicia… hoy me dijeron en la tienda del chino que los liberales se habían levantado en Coclé. Sólo es cuestión de tiempo y la guerra va a llegar hasta aquí.

—¡Dios nos ampare a todos!

La pobre doña Matilde, con el torso estirado sobre el balcón trataba de adivinar si los liberales se habían llevado la carne o si Pastor había sucumbido a algún pecado de la carne. Secretamente, a doña Matilde esa expresión de «pecados de la carne» siempre le había parecido pecaminosa «per se».

Una vez al año, por órdenes del Obispo, venía al pueblo el cura don Venancio y el tema favorito de sus sermones era el susodicho pecado. Cuando el cura comenzaba con sus diatribas, los oídos de doña Matilde comenzaban a acariciar las palabras —en contra de su voluntad claro está— ¡Carne Carne! y sus partes íntimas se prendían de recuerdos de humedades ya perdidas. —¡Jesús, María y José! —musitaba la vieja–. Mea Culpa, mea culpa. ¡NO! Era por culpa de don Venancio y sus sermones que tenía que rezar tres rosarios completos, penitencia que ella misma se imponía porque no es verdad que le iba a confesar al cura las flaquezas que sus sermones provocaban.

—Doña Felicia por favor, hable usted más alto, que no la oigo, —les chilló Matilde con medio cuerpo fuera del barandal.

Sin hacerle caso, las mujeres seguían su conversación, atentas a todo lo que pasaba en la calle.

Una bandada de chiquillos correteaba loma abajo perseguidos por los perros del vecindario, levantando una nube de polvo. Manuel venía de la playa, con el paso rápido de juventud arrogante que no teme a nada. Muchacho alto, de tez oscura y pelo lacio, dientes muy blancos que la boca de gruesos labios dejaba al descubierto por la fácil sonrisa. En la cabeza, un sombrero de paja, colocado de medio lado y camisa de cotona bien estirada que le daba un aire de elegancia poco común por esos lados. Por su labia fácil y educada hacía suspirar a más de una, sobre todo porque sabían que tenía una pequeña fortuna en perlas. Los ojos negros, de aspecto lánguido a veces y otras llenos de picardía, lo hacían aún más apuesto. Era uno de los pocos muchachos del pueblo que sabían leer y escribir bien. La familia Muñoz había completado su escuela primaria. Después, Josefa lo había mandado a la capital a casa de una hermana para que aprendiera un oficio que no fuera carpintero de ribera como el padre. Pero Manuel, luego de dos años, regresó a Chumico y no quiso volver a la zapatería en donde lo había colocado la tía. Años más tarde, cada vez que estrenaba un par de botas, confesaba que el olor a cuero nuevo lo mareaba y le daba ganas de vomitar.

Al verlo pasar por la calle, las mujeres comenzaron a cuchichear nuevamente.

—Ya va a molestar a la pobre maestra. Vergüenza debía de darle, con su padre acabado de enterrar y el asunto de la hija de Tiburcio sin resolver. Dicen que estaba embarazada y lo perdió y Tiburcio lo andaba buscando para darle una golpiza.

Doña Matilde exasperada al no poder oír la conversación entre Leonor y Felicia comenzó a gritarle a Manuel que silbando seguía su camino sin prestarle atención a las miradas acerbas de las viejas.

—Manuel, Manuel. ¿Cómo está Juana? Hace días que no la veo.

—Está bien, doña Matilde. Sólo un poco acabangada después del velorio.

—Dígale que mañana temprano paso por allá.

—Amén, Jesús, —susurró Felicia—, Juana no gusta de ella por santurrona y chismosa.

—Pobre Juana, —musitaba Leonor—, con esos hijos que tiene, ¿qué va a ser de ella? Son tan egoístas como Francisco. Mira que tener la ocurrencia de morirse solo en un cuarto en el que no dejaba entrar a nadie. Dicen que se murió de pura terquedad.

—Voy mañana temprano, ¿oyó Manuel? Mañana bien temprano —chillaba Matilde.

Manuel haciéndole señas de haber comprendido siguió su camino por la empinada cuesta que llegaba a la escuela.

—Ese muchacho va a terminar mal, ya verá usted Felicia —insistió Leonor— muy mal…

«Parecen cotorras en palo de mango —pensó Manuel— Dios me libre de sus lenguas». Y despreocupado continuó la marcha silbando entre dientes.

03

La señorita Carmen había llegado de la capital hacía dos meses. Era la primera maestra que llegaba al pueblo, como gesto tardío de algún político que de repente se acordó que Chumico existía. Los habitantes del pueblo habían mandado peticiones por muchos años para que se les asignara una maestra, pero estas fueron ignoradas. A pesar de que San Miguel estaba más lejos, allá tenían cura y maestra permanentemente con la consiguiente indignación de los chumiqueños.

La maestra que llegaba era muy joven. De ojos oscuros, serios y la boca de labios delgados apretados casi en un mohín de amargura; el largo pelo negro estirado sobre las sienes y amarrado detrás de la cabeza en un rodete. No era bonita, pero sus delicadas facciones de piel muy blanca no acostumbrada a los rayos del sol, inspiraban simpatía al momento de conocerla a pesar de que sonreía poco. Había desembarcado de una panga que la trajo del barco anclado bahía afuera, muy erguida y sin pedir apoyo. Al pisar la playa se notaba turbada cuando los alborozados chiquillos que la esperaban gritaban al unísono: ¡Viva la Maestra! ¡Viva la Maestra!

Carmen Teresa Bermúdez era la hija menor de un matrimonio pobre de la capital. La madre, doña Evarista, quedó viuda a los treinta y cinco años y se dedicó a sus hijas con lo que le producía una pequeña fonda en donde daba de comer a casi toda la guarnición de colombianos acantonados en Panamá. Educó a las muchachas con la gentileza de las clases pudientes. Las cuatro aprendieron a pintar al óleo, a bordar primorosamente al pasado y punto de cruz, y algo de latín, además asistían a diario a los actos piadosos de las iglesias vecinas. Las muchachas pasaban los días entre misas, lecciones y novenas. La viuda se entendía sola con el trabajo en la fonda y nunca permitió que las hijas se rozaran con la soldadesca que acudía a comer allí.

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