Guillermo Hermida - Reflexiones en el espejo

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Reflexiones en el espejo: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta obra, Guillermo Hermida invita al lector a una reflexión personal sobre la vida que está viviendo. Si es realmente lo que desea o por el contrario está navegando por el mar de su existencia sin tener el rumbo de su destino.
Para ello, nos invita a tomar conciencia de que vivimos nuestras vidas de acuerdo con un plan de vida, muchas veces elaborado por todos excepto por nosotros mismos; luego, nos hace reflexionar sobre el plan de vida que rige nuestra existencia, para finalmente incitarnos a promover un cambio que favorezca nuestro crecimiento personal y felicidad.
No es una novela con un mensaje de autoayuda, no es un compendio de anécdotas con consejos útiles o de enseñanzas de vida, ni tampoco es un cuestionamiento existencial. Es un libro de desarrollo personal con una estructura y un contenido pensados y dispuestos para efectivamente serlo.
Como afirma Guillermo Hermida: «El cambio nace en nuestro interior, por lo que perdemos el tiempo si lo buscamos en el exterior».

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De pronto sientes una convulsión y algo te empuja. Unas contracciones nerviosas y repentinas aplastan tu cuerpo por los costados. Sabes que algo va a pasar. No sabes el qué, pero algo va a pasar. El latido de tu madre se ha convertido en una respiración entrecortada y palpitante que parece decirte «sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí», y entonces retuerces tu cuerpo como puedes, intentando encontrar un camino que buscas instintivamente, empujado por los movimientos de los músculos de tu madre. Deseas que todo acabe cuanto antes. Sigues esforzándote en encontrar una salida, empujas hacia adelante, con los pies, con los codos, con las manos, con las rodillas, quieres que el sufrimiento acabe lo antes posible, salir de ahí, encontrar una salida, escapar, pero no terminas de conseguirlo. Tú no lo sabes, pero tu madre lo desea tanto como tú. Estáis empujando en la misma dirección, sois los músculos de un mismo esfuerzo que intenta dar a luz la vida. Oyes a tu madre respirar hondo, gemir, estirarse y contraerse para que su cuerpo te empuje hacia fuera. Entonces, cuando ya estás casi exhausto de retorcerte y tu madre sigue empujándote, cuando creías que no había una salida y todo iba a acabar, cuando estabas a punto de darte por vencido, ves por primera vez una luz y, casi simultáneamente, tu piel entra en contacto con un aire frío que no habías sentido nunca antes.

Ves batas verdes y blancas, gente que va y vine a toda prisa. Oyes el ruido de aparatos médicos, enfermeros que dicen palabras incomprensibles. Ves las paredes de la clínica, el rostro de tu madre y de tu padre emocionados al mirarte por primera vez, su caricia fugaz sobre tu piel, todavía con restos de sangre y placenta. Luego te llevan a otro lugar, te limpian, te visten, te colocan sobre una superficie esponjosa, suave y blanca. Te llevan por pasillos. Las luces se apagan, se vuelven a encender. Escuchas las voces de tus padres, esas voces conocidas a las que ya estás acostumbrado incluso antes de que todo esto sucediera. Y al final, te quedas dormido.

Tu vida ha dado un giro de ciento ochenta grados. Efectivamente, alguien tiene muchos planes para ti y los está llevando a cabo. Nadie te consulta nada. Tu vida ha cambiado, pero no podrías decir que para bien. No eres capaz de dormir ni tres horas seguidas. Empujado por una fuerza que ignoras de dónde viene, rompes a llorar implorando tu dosis diaria de leche en mitad de la madrugada y tus padres, todavía con legañas en los ojos, cayéndose de sueño y hechos polvo, aciertan en darte tu alimento. Eres incapaz de tenerte en pie. Unas manos enormes que te cogen y te sueltan te llevan de aquí para allá haciendo de ti lo que quieren. Te cambian pañales, te ponen y te quitan ropa, te dan de comer, te acuestan, te cogen en brazos, te dan biberones, te bañan. Por momentos echas de menos tu vida anterior, cuando no sentías ni frío ni calor, cuando no conocías el hambre. Llegado el momento, cuando un impulso irrefrenable que viene de tu estómago te pide alimento, rompes a llorar y tus padres acuden prestos a satisfacerte. No eres consciente de tu poder, pero eres capaz de hacer reaccionar a esos dos adultos al instante. Lloras y ellos acuden. Pura magia. Sin embargo, en lugar de alegrarte por tener ese poder, sigues ocupado en estar pendiente de tu hambre y de tu frío, de si te duele el estómago o las encías, de si te sale un diente o has cogido un virus. No te lo planteas, pero puede ser que hayas perdido con el cambio. Dentro de tu madre estabas mejor.

Pero eso no es lo único que ha cambiado. Has empezado a oír a tu alrededor muchas voces más, aparte de la voz de tu madre y de tu padre, y apenas aciertas a identificar unas y otras; te parecen siempre distintas. Entre ellas, están las de tus abuelos y de tus hermanos, las de tus primos, las de los amigos de tus padres, las de los vecinos… una tropa interminable de voces que incluso llega a aturdirte, voces y voces que no dejan de decirle a tus padres lo que tienen que hacer. Que si el niño duerme poco y tiene que dormir más, porque eso es importante y no querrás que tu hijo crezca como no debe; que si esta leche no es la apropiada porque patatín y patatán; que si esta ropa es demasiado abrigada y no tienes que agobiar al niño con tanto jerseicito y tanto pijama; que a ver si lo sacas más a pasear; que los niños tienen que tomar mucho el aire y el sol. Ellos hablan y hablan y tú no dices nada. Hablan de ti todo el rato, pero no te preguntan nada. Llega un momento en el que, aunque solo sea por cansancio, dejas de oírlos. Pero tus padres sí los escuchan y hacen caso de algunos de sus consejos. No es que no tengan su propia opinión sobre lo que es lo mejor para ti, pero quieren cuidarte mucho y no desechan ningún comentario, por descabellado o inapropiado que parezca. Sin que tú lo comas ni lo bebas, tu vida ya no solamente está dirigida por tus padres. Empiezas a comprobar, en tus propias carnes, que la gente que rodea a tus padres también está dibujando tu mapa vital. ¡Y de qué manera!

* * *

Durante un viaje por el sur de España conocí a una pareja con algunos problemillas parecidos a los de tus padres. Ellos no tenían hijos, pero aun así no se podían librar de las interferencias de la gente. Los bautizaré como Carlos y María. Desconozco si fue el destino, el azar o la intervención divina, pero a los pocos días de conocernos en el bufé del hotel en el que nos alojábamos, empezamos a compartir excursiones y salidas por la maravillosa ciudad de Córdoba. A veces, conoces a personas con las que encajas perfectamente sin saber por qué y en poco tiempo te encuentras compartiendo vivencias como si fuerais amigos de toda la vida. María era abogada de profesión y con bastante renombre en Sevilla; y Carlos, un funcionario de la Consejería de Educación. Se podría decir que la vida les había sonreído. Buenos trabajos, una buena casa, carreras profesionales meteóricas, reconocimiento social... ¿qué más se le podía pedir a la vida? Una noche nos encontrábamos tomando una copa y, animados por los tres gintonics que llevábamos cada uno, empezamos a hablar de nuestros deseos, de nuestros objetivos frustrados, de por qué hacemos lo que hacemos a lo largo de nuestra vida y si nos dejamos arrastrar o no por otras personas a la hora de tomar decisiones. Y cuál fue mi sorpresa cuando surgió un tema que levantó un huracán entre ambos. Un huracán que tomaba una forma que yo jamás habría podido imaginar: la compra de una casa.

La idílica pareja vivía en un hermoso piso de Sevilla en una zona obrera en la que ambos se habían criado y habían vivido durante más de treinta años. Este piso lo compraron cuando se casaron, con esfuerzo pero con mucha ilusión. Era la casa de sus primeros trabajos, de las noches en vela preparando la oposición de Carlos, de los primeros ahorros para abrir el despacho de María. Debido al éxito en su trabajo, ella conoció a gente relevante de la alta sociedad sevillana: empresarios, políticos, artistas... Y claro, a la hora de invitarlos a su casa, estos se sorprendían por la zona en la que vivía. Después de cuatro años, esto desembocó en que María se fijase la meta de comprar un precioso ático en el barrio de Santa Cruz. Cuando se lo comentó a Carlos, él no entendió que tuvieran que irse de allí. Eran felices. Además, sus amigos y familiares estaban cerca. Pero María, con su carácter arrollador y decidido, que tan útil le había sido como abogada, empezó a mirar áticos y día tras día intentaba convencer a Carlos de que eso era lo mejor para los dos. Finalmente, ocurrió lo que tenía que ocurrir: María llegó a casa rebosando alegría y le comunicó a Carlos que ya había encontrado el ático de sus sueños. Carlos, sin casi darse cuenta, se vio firmando la compra de una nueva vivienda delante de un notario y volviéndose a hipotecar por treinta años y un millón de euros. Las semanas siguientes fueron frenéticas: pintar, amueblar, decorar... Y, en un abrir y cerrar de ojos, decenas de cajas salían por las puertas de la antigua casa desfilando por delante de Carlos como un ejército de hormigas en busca de un nuevo hormiguero. Tras no pocas discusiones, las cajas fueron desapareciendo de los pasillos y las cosas ocuparon estanterías y armarios. Pero no todas disfrutaron de la nueva vivienda, ya que todo tenía que estar acorde con el nuevo ático y algunos recuerdos fueron desterrados al trastero como si se tratasen de parias sin tierra.

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