Al dirigirse en una oportunidad a uno de sus más cercanos interlocutores franceses, el propio Miranda habló de su «pobre patria accidental». En este caso se refería, naturalmente, a Francia. ¿Resulta posible asumir entonces la existencia de «patrias accidentales» en el curso de la vida? Esto pareciera aproximarse bastante a lo que alguna vez sostuviera Jorge Luis Borges, en el sentido de que la «patria» solo existe donde uno se sienta a plenitud. ¿Pero qué era entonces de esa «otra» patria, que aún no existía y que, incluso, él mismo se mostrara resuelto a construir más allá de los papeles?
Miranda puede darnos fe –y de sobra– de lo que significara, a lo largo de su intensa biografía, la terquedad por comprender una comarca, creer que se forma parte de ella (pese al hecho de haber permanecido alejado de sus confines durante casi 40 años) e, incluso, de apostar que se está ciegamente en la tarea de colaborar en la construcción de una nueva comunidad –republicana y liberal para más señas– para solo irse a pique y naufragar en el empeño.
De hecho, Miranda es sin duda uno de los venezolanos que más creyeron dedicarse a tiempo completo a la idea de un país (o, al menos, al país que habitaba en su fértil cerebro) y quien, a la vez, sufrió de una falta adaptativa tan evidente al darse su regreso a Caracas a fines de 1810 que no tardó en verse trágica y rotundamente repelido por el medio. Con su habitual agudeza, Elías Pino Iturrieta ha sintetizado el drama de este modo:
[Miranda] es criatura de [un] teatro atractivo y temible, mientras sus futuros camaradas de insurgencia apenas comienzan a romper el cascarón de la Colonia. Los criollos leen a escondidas, imitan la moda de París, se atreven a escribir textos reformistas y acarician la posibilidad de un cambio, pero sienten que apenas se parecen a los gigantes que han puesto a Europa boca arriba. Si Francisco de Miranda es como ellos, no debe ser uno de los suyos. Por lo menos hasta la pérdida del primer ensayo republicano, ninguno de los criollos maneja información suficiente sobre su contemporaneidad. Ni tiene vínculos de importancia con factores políticos distintos a los españoles. Además, como criaturas esenciales de la cultura tradicional, no pueden ver con ánimo apacible el espectáculo de las luces[7].
Lo asombroso es que, pese a tanto fracasar, como lo observó alguna vez el novelista V.S. Naipaul, Miranda no cejara en su empeño de anunciar planes de gobierno que, a raíz de tantos años de ausencia del país, solo podían tener acogida, y en algunos casos con reserva, entre aquellos que en los Estados Unidos, Inglaterra o Francia se manejaban en la cúpula de los negocios políticos o, lo que es lo mismo, entre quienes se veían dispuestos a sacar provecho y ventaja de los planes que ofrecía el animoso venezolano.
Aun cuando haya quienes no tengan mayor simpatía de hacer mención de ello, bastaría recordar lo ganado que estuvo Miranda a ceder ciertas porciones del territorio americano como parte de sus proyectos. Por caso está lo que él mismo expresara en 1796: «Por lo que toca a nuestras colonias, como sus productos son tan interesantes a la Francia, y que en ello está fundado su comercio y manufacturas, ofreceremos algunas de nuestras islas menos importantes, por la parte española de Santo Domingo y por Puerto Rico, que se nos cederán a cambio de las plazas fuertes que ocupamos en el territorio español»[8].
Un año más tarde esta oferta bastante discutible de beneficios territoriales se repetiría en el Acta de París (22 de diciembre de 1797), donde el acto de entrega de la soberanía sobre las islas de Puerto Rico, Trinidad y Margarita quedaría expresado del siguiente modo: «(…) podrán ser ocupadas por sus aliados Inglaterra y Estados Unidos, que sacarán de ellas provechos considerables»[9]. Lo decía así, como quien dispone de lo ajeno en un reparto y, por supuesto, sin que nadie fuera consultado al efecto.
Miranda no solo enunciará la necesidad de establecer «una sabia y juiciosa libertad civil» en el contexto de un país sumido en la confusión que supuso la dramática dislocación del orden borbónico sino que, desde muy temprano (desde 1790, cuando menos), fue dándoles colorido a sus propuestas constitucionales con figuras derivadas de otros tiempos y otras culturas: al ofrecer un producto sincrético que combinaba investiduras de origen romano (cónsules, ediles, censores, cuestores y demás) con cargos de abolengo nativo (curacas, hatunapas y amautas), así como usos y costumbres derivados del parlamentarismo británico, Miranda pondría todo el peso de su pensamiento en un país alejado de sus verdaderas partículas.
Las razones que lo condujeron al borde de la desilusión en distintos momentos de su vida son varias y trato de explorarlas de algún modo a lo largo de este libro. Es curioso, pero, así como Eça de Queiroz sostenía que lo mejor de Portugal era el tren del sur, por el cual podía escaparse para siempre, o que el escritor Juan Vicente Romero García apuntase, en célebre juego de ingenio, que la primera de las dos mejores cosas que podía hacer un venezolano era irse del país y, la segunda, no volver jamás, Miranda porfiará en creer en cambio que el país, de alguna manera, estaba allí, aguardando por la concreción de sus planes. Nada lo ilustra más trágicamente que la seguridad con que fijara por escrito estas palabras en una proclama librada en las playas de Coro, en agosto de 1806: «Obedeciendo a vuestro llamamiento, y a las repetidas instancias y clamores de la Patria (…), somos desembarcados en esta Provincia de Caracas»[10].
¿Eran tan ciertos tales «clamores» y «llamamientos» en la comarca gobernada por el entonces capitán general Manuel de Guevara Vasconcelos? Al menos consta cuál fue la respuesta que le mereciera al cabildo capitalino: «Solo un autor tan arrojado como Miranda pudo llegar al extremo tan indigno como el de suponer que los habitantes de estas provincias hayan sido ni sean capaces de haberlo llamado»[11].
También consta que lo primero que hicieron los vecinos de Caracas al enterarse de su solitaria expedición fue promover una colecta con el fin de ponerle precio a su cabeza. Curiosamente, no sería la primera vez que la parte superior de su cuerpo fuese tratada de tal modo. En Francia, en 1792, al verse ante el Tribunal Revolucionario, la turba delirante que aguardaba en la vecindad también había pedido la cabeza del «traidor» para enviársela a los austríacos disparada dentro de un mortero.
Si bien, en el caso que nos concierne, solo se recogieron al final de la colecta 19.850 pesos (es decir, apenas poco más de la mitad de la exorbitante suma de treinta mil pesos fijada por los vecinos de Caracas), lo que en todo caso vale y de lo cual queda evidencia documental, es la intención que tuvieron los principales actores de la provincia de repudiar semejante felonía. Por si fuera poco, algunos de quienes más tarde, es decir, entre 1811 y 1812, habrían de convivir con él durante la etapa más temprana del proyecto autonomista (Juan Germán Roscio, Francisco Rodríguez del Toro o Francisco Espejo) habían formado parte a su vez de la maquinaria burocrática que, en 1806, había pedido que él y su expedición se vieran reducidos a cenizas por el «agravio tan atroz y delincuente» de aquella empresa[12].
El caso de lo proclamado en Coro, en agosto de 1806, resulta doblemente complicado a la luz de lo que, en este caso, pueda decirse respecto a las convicciones de Miranda. Nos referimos al hecho de que, por un lado, Miranda parecía hallarse bastante seguro de que bastaba con anunciar una propuesta como la suya para que la sociedad que supuestamente debía fungir como receptora de la misma, pese al peso que ejercieran sus arraigados prejuicios y fidelidades, saliera a darle acogida, o, en otras palabras, que bastaba con propalar a los cuatro vientos un concepto tan remoto a la sensibilidad de sus contemporáneos en la América española como la libertad racional para que toda una sociedad se movilizara en su nombre. Por otro lado, alguien ha dicho que el exilio distorsiona las perspectivas y tiende a hacer que se sobrestime la indispensabilidad de uno mismo con relación al tiempo transcurrido y la distancia interpuesta[13]. Algo de ello pudo haber ocurrido una vez que Miranda probara poner pie en la costa venezolana luego de más de 30 años de ausencia.
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