Edgardo Mondolfi Gudat - Miranda en ocho contiendas

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Miranda en ocho contiendas: краткое содержание, описание и аннотация

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Francisco de Miranda sigue siendo un personaje enigmático y, tal vez por eso mismo, uno de los más hechizantes de la historiografía nacional. Gran parte de las elucubraciones y fantasías que se han tejido a sus expensas se deben al propio Generalísimo, quien no escatimó en exagerar aspectos de su vida y quiso que sus aventuras mundanas, sus relaciones con grandes personalidades de la época, la pertinencia de sus ideas políticas y hasta sus actos triviales lucieran abultados y con más oropel del que realmente tuvieron. Su intensa existencia trasluce, no obstante, un gran afán por comprender y trascender su tiempo y circunstancia, así como su lucha sin descanso por contribuir a la fundación de una Venezuela republicana. La suma de desilusiones y su trágico desencuentro con la sociedad criolla terminaron configurando a un prócer romántico del que acaso nunca tengamos la biografía definitiva. Así lo entiende Edgardo Mondolfi Gudat en estas «ocho contiendas», tan sesudas como entretenidas, con las que logra un riquísimo acercamiento a la inquietante seducción del genio mirandino.

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En más de una oportunidad se consumieron ingentes recursos y esfuerzos por crear comisiones que tuvieran a su cargo estudiar los supuestos restos de Miranda y, más recientemente, gracias a los avances de la medicina genómica, verificar el mapa genético y su contenido de ADN para luego lanzarse a la cacería de descendientes vivos con el fin de emparentarlos con aquellos huesos y, de ser posible, reclamar el mérito de enterrarlos en el Panteón Nacional.

En sospechosa coincidencia –como lo apunta Manuel Lucena Giraldo–, la cuestión de los restos de Miranda ha emergido impulsada por intereses no siempre transparentes y desinteresados. Aún más, y ello también lo advierte Lucena, la confianza y el poder ilimitado en la tecnología estimula creencias que han hecho que este tema linde muchas veces en la simple superchería. Quien lea su estudio comprenderá rápidamente las razones por las cuales hallar los restos de Miranda y determinar que sean suyos con plena garantía es un asunto que ha conducido hasta ahora a un callejón sin salida.

Tales razones son diversas. En primer lugar, al tratarse de un reo condenado por traición a la Corona, Miranda fue enterrado sin ceremonia, en una fosa común y sin precisión de lugar, a fin de hacer que la memoria del «traidor», del «felón», del «contumaz», se borrase completamente. A ello se suman, en segundo lugar, razones ecológicas y geográficas: los terrenos de La Carraca son muy salinos y destruyen con rapidez todo resto orgánico. En tercer lugar –según lo apunta también Lucena con toda propiedad–, el antiguo osario donde se depositaron sus restos fue trasladado durante el último tercio del siglo XIX al actual cementerio de San Fernando-La Carraca, entremezclándose allí, sin ninguna distinción, con las fosas comunes ya existentes.

Por último, existe un motivo adicional para que resulte casi imposible llevar a cabo una creíble verificación ósea: en 1823, 1833-1835, 1860, 1865 y de nuevo en 1885, se desencadenaron en Cádiz una serie de epidemias de cólera y los cadáveres de los apestados fueron depositados de manera aleatoria y acumulativa en las mismas fosas comunes de antaño[3].

A propósito del curso que han cobrado estos ritos recuerdo una oportunidad (aún eran tiempos de la segunda presidencia de Rafael Caldera) cuando, durante un enervante acto en el Panteón Nacional, el orador a quien le tocó intervenir en tal ocasión lo hizo dirigiéndose con reverencia hacia un cenotafio que yace con la tapa abierta en alusión a la eterna espera, señalando que era un deber, para nuestro propio sosiego, que los venezolanos encerráramos alguna vez los despojos de Miranda dentro de aquella vasija funeraria. Podría parecer que exagero o que solo pretendo burlarme de ese pueril culto con resonancias de ultratumba, pero lo cierto es que el lamento expresado por el orador de marras es mucho más escalofriante de lo que dictan las apariencias. No en vano, entre las terribles patologías que nos azotan, esta de no haberles podido dar merecida sepultura a los restos de Miranda ensancha el caudal de culpas y forma parte de esos excesos sensibleros e, incluso, de esos relámpagos de fetichismo y morbosidad sobre los cuales se erige muchas veces el tipo de memoria que se nos ha querido construir desde el pináculo del Estado.

Por lo menos algo beneficioso acarrea el hecho de que Miranda haya sido objeto de entendimientos exagerados o que se haya visto tan abusivamente tomado por invenciones, absurdidades y ficciones sorprendentes como las que suelen hallar su fermento más propicio en el marco de sesquicentenarios, bicentenarios y otras rachas por el estilo. Con esto quiero decir que, en medio de las tantas y gaseosas alabanzas que se le han tributado desde el siglo XIX, el investigador acucioso y despierto puede darse cuenta de que aún yace delante de sí un repertorio de temas que no forma parte de la fábrica ritualista de la memoria y que, por ello mismo, permite colocar las cosas en un lugar un poco más plausible.

Hasta cierto punto también cuesta desarraigar a Miranda de la imagen que él mismo intentó labrarse desde muy temprano. Fuera por la razón que fuese, el nómade que llegó a inventarse apodos por donde quiera que transitara, que asumiera para sí títulos nobiliarios (como el de «conde de Mirandov»), o que modificara y adaptara su propio apellido a otros idiomas, ha contribuido a que se vea a merced del tipo de material que le brinda su mejor abono a la mitología. Si algo prueba que debemos movernos a tientas frente a semejante sobreexposición es el contenido de su Diario de viajes y su correspondencia más íntima y personal, donde el enmascaramiento o el hábito de simular, tan patente en muchos momentos de su vida, se hace reiteradamente presente.

En este caso, a la hora de leer tales papeles, la desconfianza suele ser una excelente consejera puesto que –y ello no es nada gratuito– buena parte de las ficciones sobre las cuales ha abundado la posteridad ha tenido su asiento en la forma como el propio Miranda tendió a exagerar algunos contornos de su vida, ponerles aliño a sus correrías mundanas, abultar su relación o la intimidad de su trato con algunos interlocutores (lo hizo, por ejemplo, en el caso de Jorge Washington), buscar satisfacciones compensatorias a su pasado, adornar de sobra cuanto pudo haber de circunstancial o aun de casual en algunas de sus acciones o, simplemente, sobrestimarse a sí mismo en un terreno que siempre resulta muy engañoso, como lo es la clarividencia política.

Incluso a la hora de las precisiones existen datos concretos de su existencia que resultan muy difíciles de corroborar con cierto grado de certeza. Para comenzar, y descontando aquellos pocos casos acerca de los cuales queda constancia de que posó frente al óleo o el pastel, la mayoría de los retratos que de él se conservan son de dudosa fiabilidad, revelando inclusive una falta de coincidencia en lo que a ciertos rasgos fisonómicos generales se refiere.

Vale por caso apuntar incluso que no existe siquiera clara concordancia en relación con su estatura: Caracciolo Parra Pérez la fija, por ejemplo, en 1,62; uno de los memorialistas que lo acompañaran durante la expedición de 1806 le agrega, en cambio, veinte centímetros más (1,82). Al tiempo que este mismo memorialista dejara constancia de cuánto lo cautivara la extraña palidez de su rostro, algunos retratos y descripciones le confieren rasgos mucho más próximos a los tintes que Juan Nicolás de Ponte y Martín Tovar Blanco –ambos caraqueños principales y miembros del Cabildo– utilizaron para desmerecer de su padre al calificarlo de «mulato».

Además, si algo viene a abonar estas dudas en torno a su imagen son las contradictorias descripciones hechas por quienes tuvieron a su cargo seguirle los pasos, fuesen estos empleados de posta, jefes de policía, prebostes, guardias civiles o funcionarios de aduana. Convendría no pasar por alto, a modo de ejemplo, la forma como Charles Gravier, conde de Vergennes y ministro de Luis XVI, lo retrató para conocimiento del alcalde de Lyon, en 1786. Aparte de atribuirle un «aire resuelto» y «vivaz», hacía constar, como resultado de sus pesquisas, que se trataba de un individuo de «talla media y bien proporcionada», «cara redonda», «color moreno», «dientes claros» y «cabellos negros»[4]. También está el registro que el propio Miranda dejara en el pasaporte falso con el cual saliera de París en 1798 bajo el nombre de Gabriel Eduardo Leroux Hélander y donde se le describe así: «Cinco pies y cuatro pulgadas de estatura, pelo negro, cejas negras, ojos grises, frente despejada, nariz mediana, boca mediana, barbilla redonda y rostro oval»[5].

Existe algo que, por obvio, suele pasarse por alto a este respecto, y de allí que resulte pertinente traer a colación lo siguiente: en tiempos anteriores a la fotografía resultaba prácticamente imposible proveer a cónsules u otros agentes situados a muchas leguas de distancia con una descripción fidedigna de algún individuo a quien se le pretendiera mantener vigilado. De allí que, prevalido de identidades múltiples y adoptando distintas formas de encubrimiento, Miranda lograra mantenerse con frecuencia a unos cuantos pasos de distancia de sus perseguidores[6].

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