“YO, QUE SOY POLVO Y CENIZA”
En este libro, José E. Milmaniene sostiene que el amor –expresado en el lenguaje de la responsabilidad– posibilita trascender la hipertrofia narcisista del yo para acceder al encuentro con la alteridad. A este decisivo tránsito que va de la mismidad a la alteridad se le concede la máxima prioridad ética, dado que cuando falta la dualidad Uno-Otro perdura la fusión letal del sujeto consigo mismo, que deriva en la retracción depresiva inherente a los goces autoeróticos sin otredad. Solo la auténtica dimensión intersubjetiva posibilita superar el aislamiento y la pasividad, efectos patológicos de infancias signadas por el abandono y el desamor.
Milmaniene plantea que la trascendencia de sí mismo que procura el proceso sublimatorio y el lenguaje poético que le es inherente permite entablar la dimensión dialógica entre Yo y Tú, merced al cual se logra romper la especularidad y abrirla al reconocimiento y al encuentro afable con el Otro. La rectificación subjetiva que plantea la cura psicoanalítica supone, pues, la disminución de todo énfasis yoico que retrae narcisísticamente al sujeto, para instituir auténticas relaciones ajenas a toda política de dominio, apropiación o sometimiento del Otro.
José Edgardo Milmanienees médico psiquiatra y psicoanalista. Miembro titular didacta y exsecretario científico de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Entre sus libros se destacan Clínica del texto (2002), El tiempo del sujeto (2005), El lugar del sujeto (2007), La ética del sujeto (2008), Clínica de la diferencia (2010), Extrañas parejas (2011), La fe en el Nombre (2012), Iluminaciones freudianas (2014) y El sexo, el amor y la muerte (2016).
JOSÉ E. MILMANIENE
“YO, QUE SOY POLVO Y CENIZA”
Ensayo sobre la alteridad
El título de este libro, “Yo, que soy polvo y ceniza”, está tomado del Génesis 18:27. En este fragmento bíblico se relata cómo Abraham intercede por Sodoma y Gomorra y asume la responsabilidad por el prójimo. Catherine Chalier ( La huella del infinito , Barcelona, Herder, 2004, pp. 143-145) se interroga: “¿Qué significa, en efecto, esta posibilidad para la llamada de Dios de ser escuchado por un hombre «polvo y ceniza» que se convierte en su testimonio?”. Y agrega, siguiendo las enseñanzas jasídicas del rabino de Gur, que en cada uno existe “un punto interior” que “corresponde a un destello de santidad que, en los momentos en que el hombre cesa de estar preocupado por el cuidado exclusivo de sí mismo y por el deseo de afirmarse en su propia identidad, rebelde a la gratitud y al servicio, se agranda y se refuerza”.
La hermenéutica freudiana apunta a la obtención de la diferencia absoluta –que separa al Mismo del Otro ( autrui) – merced al esclarecimiento del sentido inconsciente de los síntomas , dado que estos son causa y consecuencia de la fallida dialéctica entre la mismidad y la alteridad.
Los síntomas portan un núcleo de indistinción que perturba la lograda inscripción del sujeto en el campo de la diferencia inherente al orden simbólico, dado que anudan en un ligamen indiscriminado la memoria por el objeto perdido y nunca poseído, el deseo por el objeto imposible y la fascinación por el goce abismal de la muerte .
Durante el tratamiento psicoanalítico se trata de discernir la mirada-deseo para abrirla a la mirada-memoria , a través de un lenguaje con poder corrosivo que mediante la parodia, la anfibología y el humor disuelva la infatuación de todos los enunciados yoicos, relativice todo patetismo histérico y denuncie toda falsificación de los semblantes. Los efectos del acertado decir interpretativo –que dotan al yo del sentido del límite y de la diferencia– suelen insinuarse sutilmente a través “de un simple relámpago de risa con valor de destello crítico ”. 1
El silencio afable y hospitalario del analista invita al paciente a hablar para elaborar así los duelos imperfectamente elaborados que nos ligan a los traumas de nuestra historia libidinal, a través de un diálogo que suele generar un gesto risueño, índice de la revelación del deseo inconsciente.
La interpretación de los goces que fuerzan repeticiones sin diferencia –signadas por el determinismo azaroso de lo Real– abre la posibilidad de la eventual disolución de todo “excedente de significación” neurótico, fundamento del ingobernable y destructivo “poder del destino”.
De modo que las condiciones existenciales patológicas –caracterizadas por alteración de la distancia simbólica entre el yo y el Otro– suelen originarse en infancias signadas por el desamor maternal y la ausencia eficaz de límites paternos .
Como reacción frente a las deficitarias funciones parentales, puede producirse una reivindicación paranoica del yo del hijo, que se retrae en cierto autismo defensivo o bien puede agruparse en torno a fuertes fraternidades, en las que cada cual busca encontrar el reflejo especular de su yo exaltado, que hace inconsistente la diferencia misma entre la mismidad y la alteridad, dado que se es incapaz de percibir al otro como Otro.
Solo si el niño puede reconocerse en el rostro amable de su madre –rostro que debe estar siempre abierto a la mirada del Otro– podrá a su vez contar con una sólida disposición libidinal que le permite consolidar su narcisismo en el estadio del espejo y situarse con afabilidad frente a la presencia interpelante del Otro, que nos demanda su reconocimiento:
El rostro de la madre no es solo el espejo que devuelve el rostro del hijo al hijo, sino que también es el primer rostro del mundo. Y como rostro del mundo, el suyo es un rostro que nunca puede ser alcanzado, ni consumido por la mirada del hijo. Es en este sentido en el que afirma Lévinas que el rostro del Otro se abre siempre a un Tercero situado más allá de la relación especular, a un horizonte que no puede agotarse en la pareja madre-hijo. Es un punto incuestionable en la reflexión psicoanalítica desarrollada en particular por Lacan y Winnicott: solo si el niño se ve visto por el Otro, solo si se reconoce en el rostro del Otro, podrá autorizarse para mirar el rostro del mundo. La especularización narcisista de su propia imagen fundamenta la posibilidad de captar esa apertura siempre abierta al mundo, pero esa especularización se hace a su vez posible solo mediante la respuesta del rostro de la madre como primer rostro del mundo. 2
Se entiende pues que una madre que no erotiza a su hijo –a través de la mirada de un rostro que remeda un espejo vacío que refleja nada–, o bien lo hipererotiza en un vínculo simbiótico inaccesible al deseo por un Tercero, deja caer al hijo en un mundo inanimado, desvitalizado y desolado, en el que no es posible ningún “ser para el Otro”.
Entonces, si el rostro de la madre devuelve al niño una mirada amorosa, él podrá a su vez mirar al rostro del Otro con una mirada afable, que respeta su singularidad y acepta sin hostilidad toda diferencia que lo singulariza: “La mirada afable es la que devuelve al mundo su modo de ser . No reduce la pluralidad ni la complejidad. La afabilidad fomenta la multiplicidad, genera la convivencia pacífica de lo diferente”. 3
Durante el tratamiento se trata, pues, de inscribir en una narrativa de sentido simbólico con efecto terapéutico a las figuras significativas de la infancia, que cuando persisten como fantasmas imaginarios retornan bajo la forma de los perseguidores espectrales –que no terminan de no morir– y que no permiten el encuentro con el Otro tal cual es, en su irreductible diferencia.
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