La estricta crianza paterna rendía sus frutos. Las prohibiciones suelen dar resultado al inicio de su reinado. Brenda evitaba el contacto con el sexo opuesto. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario al conocer a ese muchacho extraño, taciturno y desalineado. Javier le había dicho:
—Este pibe requiere de mucha paciencia en el trato. Al principio te va a parecer un poco tonto. Es un tanto… “rarito”, je, je. Pero cuando lo empieces a frecuentar descubrirás a un gran tipo…
En efecto, eso es lo que sucedió. Clandestinamente comenzó a compartir con su “pordiosero” gran parte de las horas libres. Lo que más le atrajo del muchacho fue percatarse de su desamparo, de la insistente soledad que parecía cernirse sobre un espíritu errante. Es decir, poseía esa impronta que a ella la volvía samaritana en exceso.
—Vamos a salir durante un tiempo —le anticipó el joven. Transcurría la primera tarde donde acordaron encontrarse en la estación de trenes del bajo Belgrano—. Pero no te entusiasmes con la idea. Mi intención no es iniciar un noviazgo con vos…
Brenda aceptó esa sequía en los modales del muchacho. Lo hizo desde un principio. Sabía que era parte de un territorio conflictivo, sembrado por las necesidades de un alma en pena. Precisamente, descubrir esto le otorgó la fuerza suficiente para urdir el plan de salvataje espiritual de su nuevo amigo.
A pesar de los reparos de doña Clara, sabía que una vez concluida la misión la alegría de su padre sería grande cuando apareciera en el templo de la mano de aquel joven, dispuesto a aceptar al Señor como su salvador. El destino de ambos resultaba claro. Dios los había unido en el camino escabroso del mundo para beneficiarlos con el proceso de redención.
—Los noviazgos trascienden las intenciones —había respondido Brenda, sonriendo—. Las personas se unen de acuerdo a designios superiores.
Cuando ella comenzaba a instruir la enseñanza, el joven parecía no escuchar las sentencias. Sonreía poco. Se inclinaba a disfrutar el momento intentando contrariarla con historias obscenas o comentarios sarcásticos. En cierta ocasión, cuando caminaban por una de las calles anchas y desoladas del Bajo Belgrano, encontrándose las hojas de la vieja arboleda a merced del viento y desprendidas sobre el asfalto, la tomó de los hombros intempestivamente.
Brenda había estado esperando el momento. Por las noches, luego de cumplir con las oraciones de rigor en su cuarto, imaginaba los encuentros yendo más lejos que simples caminatas por calles aletargadas. Intentaba luchar contra el despertar de sus hormonas. De pequeña le enseñaron las consecuencias del pecado en el mundo, revestido de placeres en las distintas formas usadas por el mal. Sin embargo, algo dentro de sí la obligaba a sumergirse en aquellas fantasías que los ojos de sus padres no podían controlar.
El contacto con aquellos labios no resultó del todo placentero. Era el primer beso de su vida. La impronta corporal, al sentirse abrazada por brazos firmes y el cálido aliento del otro en su boca, la hicieron sentir a merced durante algunos segundos.
—No fue tan espectacular, ¿no es cierto?
El comentario del joven se escuchó burlón. Indicaba la finalización de un momento mágico. Continuaron caminando tomados de la mano.
—A mí me pareció bien —respondió ella, ruborizándose.
—Podría haber sido mejor. En fin, quizá tengamos tiempo de mejorarlo…
—Para mí fue suficiente por hoy. Tal vez mañana…
—Cierto, tus viejos vigilan, ¿no es así?
Brenda desvió la mirada hacia el asfalto.
—No seas tonto. Mis padres no están ahora aquí. Quise decir… sería mejor ir de a poco.
—¿Todavía sos virgen, eh...?
La pregunta rondaba la cabeza de la joven cuando distinguió la figura de Bruno sentado en una de las hamacas de la plaza. Parecía distraído. Observaba la copa de los árboles despreocupado por su presencia. La muchacha sabía que debía renunciar a cuestiones imperativas en su condición de buena cristiana. La misión de redención exigía sacrificios personales. Perder su virginidad, seguramente, era uno de ellos.
1
1925…
Don Gumersindo Larreta Bosch ingresó con paso firme en el salón principal de la mansión ubicada en la calle Olleros del Bajo Belgrano. Allí vivía con su familia, pero una vez al mes todos los habitantes cotidianos debían abandonarla. Era el momento de realizar el encuentro clandestino de la logia, pactado para los primeros viernes a medianoche.
La cabeza de león solía producirle cierta asfixia, principalmente al tiempo de ser colocada por sus asistentes. Luego, con el correr de la ceremonia se acostumbraba a llevarla y, una vez abandonado el recinto principal, podía retirarla quedando ataviado simplemente con la túnica de seda color escarlata. Ocupó el trono correspondiente al del Hermano Mayor, condición lograda cinco años atrás luego de la trágica muerte de su antecesor. Una pérdida sufrida por todos, pero necesaria en el momento de establecerse. Nadie discutía las decisiones tomadas en la asamblea de “Los Embozados”. Don Gumersindo recordaba claramente el hecho.
—Muerte ceremonial para el Hermano Mayor.
Había leído la sentencia él mismo, cumpliendo con los atributos del Clarín que lo colocaban en el segundo cargo dentro de ese dispositivo monárquico.
—La Cruz Invertida exige la purificación de su alma.
El silencio reinó en ese recinto aquella noche. El Hermano Mayor, custodiado por dos guardianes portando cabeza de chacales parados en ambos laterales de su trono, procedió a ponerse de pie. Tres sirvientes desnudos ingresaron por detrás del escenario principal. Con movimientos rápidos comenzaron a retirarle la túnica y el resto de las prendas interiores. Uno de ellos hizo lo propio con la cabeza de león, la cual fue colocada con gran delicadeza sobre una mesa de porte egipcio ubicada en un lateral del trono. En pocos minutos el Hermano Mayor quedó desnudo, a merced de la mirada de todos los “Embozados”.
Los miembros de la logia permanecían de pie en el salón. Vestían túnicas color azul de una sola pieza cubriendo plenamente sus cuerpos. Portaban cabezas de animales que los diferenciaban de sus distintas funciones y grado de importancia dentro de la secta.
Recordaba la tarde anterior al evento. Había concurrido al estudio de su amigo, el doctor don Tomás Verón Estrada. El hombre ocupaba un importante cargo en la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Buenos Aires. Los contactos que mantenía con el Partido Autonomista Nacional le habían permitido viajar por el mundo y ostentar el cargo de embajador itinerante en Europa. Verón Estrada era persona de austeros modales. Contaba con unos sesenta años en esos tiempos y haciendo uso de las costumbres de la época poseía una amplia descendencia: diez hijos y trece nietos. Algunos de ellos ejercían cargos influyentes en el gobierno.
—La Asamblea está preparada para el veredicto, Tomás.
Don Gumersindo, hombre de modales parcos y estrechez mental, sentía cierta rivalidad por ese juez intransigente y de liderazgo despótico dentro de los “Embozados”. Veía con malos ojos el nihilismo del magistrado y sus oscuras inclinaciones por los menores de edad. El doctor Verón Estrada no escapaba a la hipocresía de los personajes encumbrados en la nobleza porteña. La dura posición moral que declamaba públicamente normas sociales contrastaba con sus posturas perversas en el ámbito de la vida privada.
—Hoy he sido notificado personalmente. La finalización de las “revelaciones” es un hecho.
—Han pasado tan solo cinco semanas de la acusación…
El capitán contempló aquel emblema esotérico construido en madera dura que descansaba sobre el escritorio del juez. A simple vista se trataba de un objeto intrascendente que bien podía pasar desapercibido para la mirada neófita. Empero, para los miembros de la logia, representaba la conexión con el poder superior, el verdadero organizador de los acontecimientos más allá de la racionalidad humana. Era el símbolo oficial de “Los Embozados”.
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