Cuando la niña cumplía sus quince años de edad, el capitán Larreta Bosch se despidió del mundo disparándose un balazo en la sien. El arma era una reliquia que conservara de las correrías de su progenitor contra los aborígenes en épocas de la conquista. De esta manera Victoria quedó a merced del mundo. La acompañaba una madre con tendencias depresivas y la fortuna que le permitía acceder con sus poemas en los círculos influyentes de la nobleza de esos tiempos.
Su fobia por el sexo opuesto rápidamente se propagó a través de aquellos círculos de relaciones. Los varones solteros mantenían coloquios superficiales con la joven de apellido legendario. Tal vez, impelidos por algún temor interno, decidían ser cautos a la hora de realizar mayores aproximaciones. Esta circunstancia divertía a la muchacha. La hacía sentirse ubicada por sobre las otras damas, quienes no cejaban en su empeño de perder la virginidad antes de los dieciocho años.
Entre esas fogosas camaradas de tertulias estaba Verónica Saavedra Smith, la hija libertina del ex embajador argentino en Francia. Debido a los continuos viajes de su padre por el viejo continente, la joven quedaba bajo los cuidados de una tía solterona afectada de cuanta enfermedad diera vuelta por los barrios. De esta manera, Verónica contaba con la suficiente libertad como para no perderse fiesta alguna, sesiones de opio en mansiones de lujo y todo muchacho que quisiera compartir alcoba con ella.
Así la conoció Victoria, en la plenitud de sus experiencias vitales. Al principio fue una relación convencional entre dos amigas muy diferentes en sus concepciones existenciales. A pesar del desapego que ella sentía por el abuelo coronel, los años de la infancia vividos bajo el yugo de un código severo habían hecho mella en su mundo interno. Generaron los barrotes necesarios para aprisionar el grito de libertad fluyendo en los pasillos de su alma desde territorios ancestrales.
Verónica tenía un hermano. Don Rodrigo Saavedra Smith. Abogado de profesión e introvertido hasta la médula, era persona de modales reservados. A sus treinta y cinco años de edad no se le conocía mujer alguna. Esta circunstancia atrajo la atención de Victoria. Donde las demás jóvenes veían un fósil detestable para sus intenciones hormonales, ella contemplaba un hombre desprovisto de intensiones pasionales. Estos atributos transformaban a don Rodrigo en un personaje interesante a sus ojos.
La relación con Verónica comenzó a estrecharse.
—Mañana, nuestro buen amigo Juanito Sánchez brinda un ágape en su quinta de San Isidro. También estás invitada, Vicky…
—Pero yo no lo conozco.
—Eso no tiene importancia, querida. Mi mejor amiga no puede dejar de asistir a tan selecta reunión. Estarán los personajes más divertidos de la noche. No te lo podés perder.
—No sé, Verónica, no sé… Sabés que no me gustan esas reuniones libertinas. Yo… no me permito ciertas… cuestiones.
—Estarán los mejores jóvenes de la “vida color de rosa” —insistía la muchacha, intentando presionar a su protegida para deponer una actitud que consideraba anacrónica según su peculiar punto de vista—. Yo vi cómo te observaba Paquito Álvarez Canedo los otros días, en casa de tía Emilia. El muchacho no te quitaba los ojos de encima. También concurrirá a la fiesta. Es un buen partido, Vicky…
Victoria sabía de lo que hablaba su amiga. No le caía bien el personaje. Paquito era hijo de un importante comerciante en el rubro de la importación de seda italiana, codiciada por los diseñadores de ropa para la alta sociedad. El muchacho contaba con veintidós años de edad y gustaba presumir tanto de su estampa varonil como de la fortuna paterna. Sin embargo, no representaba su figura el principal patrimonio en su acervo personal. La presencia del joven engreído, demacrada en extremo a pasar de los continuos baños de sol recomendados por el médico, se veía siempre desgarbada en las diferentes poses que intentaba realizar para mejorarla. Los cabellos de color castaño eran grasosos y difíciles de congraciarse con peine alguno. La boca, ancha y continuamente entreabierta, se ubicaba en un territorio poblado por el acné más rebelde. Ajeno a su apariencia, Paquito hacía alarde de su condición de muchacho acomodado. Trataba despóticamente a la servidumbre y a cuanta persona que considerara de inferior status social. Tenía pocos amigos. Todos permanecían a su lado en el afán de disfrutar las mieles de una cuantiosa fortuna.
Las mujeres no lo tomaban en serio. Se reían de sus desplantes y de las ocurrencias infantiles que utilizaba intentando proceder en sus conquistas. Algunas damas le seguían el juego, tal vez motivadas por su herencia. Abandonaban rápidamente la aventura en cuanto descubrían la superficialidad del pobre muchacho.
—Todavía no he decidido enamorarme, Verónica. Cuando eso suceda, serás la primera en saberlo.
—Querida Vicky… El amor no es algo que pueda plantearse desde las decisiones personales. Tampoco ayuda la fuerza de voluntad. Cuando sucede, sucede. Así de simple. Y Paquito es un gran partido. Tiene buena billetera y un terrible aspecto como para no tomarlo en serio en el rol de amante y esposo.
—¡Ah, Verónica...! Siempre pensando en la conveniencia de tus acciones…
—El único principio que vale la pena respetar, ¿no te parece? No te cuesta nada seguirle el juego a Paquito. El padre es buena persona y trata de “colocar” a su hijo contra viento y marea. Si querés, puedo ayudarte mañana en la fiesta y trabajar para lograr una buena relación con este tonto. El muchacho anduvo un tiempo atrás mío. Es persistente, no lo voy a negar, pero le hice llegar cierta información referente a los encuentros privados que realizamos con el club de transgresores y el pichoncito por poco sale corriendo…
—Ni siquiera a mí me has confiado tus andanzas en ese círculo selecto.
—Un secreto es un secreto, pequeña amiga, y todos los miembros hemos hecho un pacto de silencio. Algún día, cuando te inscribas como socia honoraria, podrás conocer en carne propia los beneficios de tan digna secta clandestina.
—Descuida. No estoy tan apurada como para tramitar la solicitud de inscripción. Lo que me sorprende es la tibieza de tu padre para con tus aventuras…
Verónica sonrió con cierto aire de suficiencia. Un gesto que le era característico. Cuando lo hacía, su rostro embellecía enormemente.
—Mi padre, querida, se encuentra muy ocupado persiguiendo por Europa al amor de su vida. Una condesa húngara que lo tiene a mal traer. Confía plenamente en tía Fernanda, su bondadosa hermana y mi tutora en su ausencia. La pobre tiene más años de hipocondríaca que los asignados en su calendario personal. Sin embargo, me cuido de no enlodar el apellido paterno. Un escándalo de alcoba perjudicaría enormemente a papá en su cometido de escalar posiciones en la cama de la condesa. No me interesa transformarme en la causa de sus desdichas. Lo amo demasiado como para meterlo en problemas.
Hicieron unos segundos de silencio. Verónica realizó la pregunta obligada:
—¿Extrañás mucho a tu padre, Vicky?
La joven hizo un gesto de contrariedad. No le gustaba hablar del asunto. Tal vez aún no tenía concluido el duelo de su muerte. O simplemente, pretendía esconder la memoria del progenitor en algún compartimiento aislado de su memoria selectiva.
—Tengo recuerdos vagos de él. Nuestra familia nunca fue el ideal de un grupo unido. Tampoco seguimos los preceptos cristianos, el amor por el prójimo y esas cosas. Mi madre… Bueno, ya sabés lo que se dice de ella…
—Nada de lo que no abunda en la sociedad, querida amiga. Digo, si te referías al asunto con aquel distinguido doctor…
—Me cuesta tratar esos temas con la soltura que vos lo hacés. A mí… Me importa la opinión de los demás.
Читать дальше