Abel Gustavo Maciel - El último tren

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El tiempo se disloca para narrar los antecedentes y las consecuencias de ciertos hechos trágicos ligados a las distintas generaciones de una familia y a una siniestra secta pagana de cuyas liturgias se desprende un mítico ser con cabeza de animal que interfiere en la vida de cada uno de los personajes.
Tomando como punto de origen la campaña del desierto, se va develando esta presencia fantástica en los distintos acontecimientos del país hasta nuestros tiempos.
Las historias familiares se vinculan intrínsecamente y confluyen en un mismo desenlace: un místico viaje final en tren sobre verdes llanuras; un último tren que conduce a la última estación en la que los propios demonios acechan.
En esta novela, lo fantástico y lo real conviven en experiencias psicológicas y mitológicas donde la locura parece justificar el orden mágico de nuestras vidas.

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—Eso puede ser un buen indicio, doctor. Recuerde lo sucedido el año anterior con el ministro de relaciones exteriores. La acusación de soborno tenía poco fundamento. Las “revelaciones” finalizaron en tan solo tres semanas y el Hermano ministro quedó exonerado de toda mancha que pudiera afectarlo —intentó complacer don Gumersindo a un magistrado que denotaba angustia.

—Sí. Recuerdo también su trágica muerte en aquel accidente ferroviario…

El militar retirado hizo silencio. Conocía el evento mencionado por Estrada. Se limitó a comentar, sonriendo:

—Pertenecer a la logia no nos otorga inmortalidad.

—Tiene razón, capitán. Tiene mucha razón. La inmortalidad la otorga el Gran Arquitecto, sin lugar a dudas.

—Según el servicio que hemos cumplido en su nombre, ¿no es así...?

El magistrado observó con recelosa mirada a su interlocutor. A pesar de su rango medio dentro de una estructura políticamente tan importante como la castrense, Larreta Bosch aún conservaba cierto poder remanente del propio padre. La zaga de historias terribles que rodeaban su memoria continuaban vigentes. Aquellos apellidos que apuntalaron la conquista del desierto sostuvieron su influencia histórica durante la primera mitad del siglo veinte. El poder de sangre y fuego se había instalado endémicamente en el tejido social.

El cargo contra el Hermano Mayor lo había presentado un oscuro personaje de identidad desconocida. Ninguno de los miembros tuvo oportunidad de contemplar su verdadero rostro, más allá de la máscara de águila que portaba en las ceremonias. El hombre jamás pronunciaba palabra en el recinto, simplemente observaba el desarrollo de las sesiones. Su figura, de pie, ubicada detrás de la masa concurrente, era imponente y utilizaba la túnica color blanca que identificaba a los miembros del nivel superior. Estos realizaban sus reuniones en un lugar secreto de la ciudad de Buenos Aires. A veces algunos de los jerarcas se dignaban a participar en las ceremonias de los niveles inferiores. Estos “túnica blancas” no tenían obligación de permanencia y podían intervenir de manera directa sobre las decisiones de la asamblea.

En este caso en particular, Verón Estrada cargaba sobre sus hombros la ignominia de mantener relaciones sexuales con una niña de doce años, hija de una de sus domésticas. La acusación se realizó por escrito. Los miembros de la asamblea reconocieron el sello que avalaba oficialmente el papel. Sabían que detrás del cargo pulsaba el fatídico veredicto.

La logia mantenía dos niveles de actuación. Uno era exotérico, en virtud de realizar asistencia comunitaria a partir de entidades de bien público y servicio social que respondían a sus instrucciones. A su vez, generaban una red de influencias con alcances culturales y políticos sosteniendo dispositivos dinámicos en la toma de decisiones en las altas esferas. Por otro lado estaba el nivel esotérico: profundo, irracional y metafísico. En este arcano se realizaban las reuniones en el recinto sagrado de la casona de Olleros. De conocerse públicamente, las mismas perturbarían la consciencia de cualquier observador ajeno a los ritos.

El secreto imperaba en la liturgia. A veces era necesaria la presencia de mujeres, a pesar del espíritu discriminador de aquella orden. Ellas aportaban la preciada energía femenina que equilibraba los conjuros y la conexión con los niveles superiores. Las transportaban a la mansión drogándolas previamente, maniatadas con pañuelos de seda y con los ojos vendados. Los sirvientes, encargados de realizar una serie de tareas logísticas acordadas a priori , bebían un extracto vegetal que los transformaba en verdaderos zombis.

La purificación del doctor Verón Estrada se realizó cuidando todos los detalles. Los guardianes, una vez despojado el Hermano Mayor de todas sus prendas, lo condujeron hasta el altar del sacrificio. El magistrado se dejó guiar sin la menor resistencia. Mantenía sus ojos cerrados. Los labios se movían indicando el dibujo de palabras en algún lenguaje perdido. Pronunciaba la última de sus oraciones.

El altar había sido preparado por los sirvientes en tanto aquellos hombres desnudaban al juez de los ropajes mundanos. Consistía en una unidad móvil, pesada y construida en una sola pieza forjada con metal de fundición. Medía unos tres metros de altura. Era de aspecto austero, burdo y el emblema de la logia estaba tallado en la parte superior. Presentaba dos puertas ciegas que se abrían a partir del accionar de manivelas robustas, similares a las encontradas en los palacios durante la época medieval.

Los guardianes acomodaron al Hermano Mayor frente al altar de los sacrificios. Se escuchaba un murmullo proveniente del interior de la estructura, una especie de crujir de leños apenas perceptible. Cuando la atención de los asambleístas se concentró en el dispositivo, el murmullo se transformó en un ruido de mayor envergadura. Detrás de aquellas puertas ardía el fuego liberador de la contaminación mundana.

El Sacerdote Mayor ostentaba su cabeza de oso. Avanzó con pasos lentos atravesando el recinto hasta ubicarse frente a Verón Estrada. El magistrado continuaba con los ojos cerrados murmurando su oración final. Mantenía los brazos a la altura del pecho y ceñidos al cuerpo. El oficiante pronunció palabras en un lenguaje extraño, perteneciente a tiempos ancestrales de la humanidad. Luego levantó su brazo derecho. Amenazante, empuñaba un elemento metálico muy temido por todos los asistentes. Se trataba del puñal ceremonial, una pesada cruz invertida construida en oro macizo.

Al finalizar su sermón el Sacerdote Mayor bajó el brazo con la compulsión de un certero movimiento. La punta afilada de la cruz se clavó en el corazón del doctor Verón Estrada. Sin emitir grito alguno el Hermano Mayor aflojó sus piernas. La caída al piso resultaba inminente. Anticipándose a la situación, los dos guardianes sostuvieron el cuerpo del juez con movimientos hábiles. Un charco de sangre comenzó a cobrar dimensiones a los pies del ajusticiado. El oficiante se volvió en dirección de los concurrentes y hablando con voz profunda:

—El alma de nuestro querido Hermano Mayor aún continúa aprisionada en las garras de una carne débil. El fuego ceremonial purificará sus lazos con el inframundo y su espíritu será liberado de las celdas del pecado.

Hizo una seña ampulosa a los guardianes. Otros sirvientes abrieron las puertas del infierno sagrado. Un sonido metálico vibró en el recinto y la pulsión de muerte sacudió los corazones de los asambleístas. Los guardianes arrastraron sin mayores inconvenientes el cuerpo sin vida del magistrado. Con las puertas abiertas de par en par las llamas del interior de aquel horno metálico produjeron un resplandor deslumbrante.

El cadáver del doctor Verón Estrada fue arrojado dentro de la cámara incineradora. Durante algunos segundos los asistentes pudieron observar las contorsiones del magistrado, agitándose entre las llamas implacables. Luego, los guardianes cerraron las puertas de la hoguera con la misma violencia con que fueran abiertas.

Las imágenes de esos sucesos fueron esfumándose en la mente de don Gumersindo, ahora Hermano Mayor de la logia. Se ubicó en el trono como venía haciéndolo todos los primeros viernes de cada mes durante los últimos cinco años. Observó a los presentes. En el fondo del recinto y apartado de los demás se distinguía la túnica blanca, implacable, observadora, vigilante.

Era aquella una reunión especial. El Clarín se adelantó para leer un papiro que llevaba en sus manos. La “revelación” indicaría el veredicto de la acusación esgrimida contra el capitán Gumersindo Larreta Bosch.

2

El Olimpo contaba con pocos clientes esa noche. Patricio pensaba que tal vez el propio don Alexis había planificado las cosas de tal manera. Los guardias ubicados en las habitaciones del fondo resultaban sugestivos portando esas armas a la altura de sus cinturas.

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