Abel Gustavo Maciel - El último tren

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El tiempo se disloca para narrar los antecedentes y las consecuencias de ciertos hechos trágicos ligados a las distintas generaciones de una familia y a una siniestra secta pagana de cuyas liturgias se desprende un mítico ser con cabeza de animal que interfiere en la vida de cada uno de los personajes.
Tomando como punto de origen la campaña del desierto, se va develando esta presencia fantástica en los distintos acontecimientos del país hasta nuestros tiempos.
Las historias familiares se vinculan intrínsecamente y confluyen en un mismo desenlace: un místico viaje final en tren sobre verdes llanuras; un último tren que conduce a la última estación en la que los propios demonios acechan.
En esta novela, lo fantástico y lo real conviven en experiencias psicológicas y mitológicas donde la locura parece justificar el orden mágico de nuestras vidas.

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Las leyes del azar habían decidido el destino a cumplir. El hecho es que te seguí sobreponiéndome al temor que embargaba mi alma. Las calles de aquella ciudad se convirtieron en un escenario de fondo para mis verdaderas intenciones. Lo realmente cierto es que en ese momento no medí, no podía medir las consecuencias de aquel estúpido juego de niños.

CAPÍTULO CUATRO

1

9 de enero de 1883

El Pulmarí es un lago originario de glaciares emplazado en la localidad de Aluminé, provincia de Chubut. Se abastece de las cuencas de los ríos Aluminé y Limay. El paisaje resulta majestuoso desde la perspectiva del observador amante de los espacios abiertos y la naturaleza realizando la gran obra. Sin embargo, no era esta la perspectiva para los dos jinetes avanzando a duras penas en la soledad de aquella comarca. El sol se escondía entre las montañas. La temperatura comenzaba a descender rápidamente.

El coronel Cipriano Larreta Bosch contempló el camino. En realidad, no había camino. Solo una senda abierta y apenas marcada como débil huella por el tránsito de los mapuches en sus períodos migratorios. El horizonte se veía tan desolado como en los últimos tres días, cuando comenzaran el periplo hacia ninguna parte huyendo de una muerte segura.

Su compañero no se encontraba en buenas condiciones. Era un sargento perteneciente al grupo del teniente Nicanor Lazcano. Aquellos bravos combatientes que acudieran en ayuda del capitán Emilio Crouzeilles cuando cayera víctima de la celada tendida por ese centenar de mapuches y los soldados chilenos. El sargento Estévez boqueaba y respiraba con dificultad. Había empeorado en las últimas veinticuatro horas. Las dos heridas de arma blanca en el pecho y los balazos recibidos en sus piernas corrían riesgo de septicemia. Los trapos sucios que servían de vendas probablemente ocultaban heridas infectadas, próximas a la gangrena. No podía caminar. Apenas se sostenía sobre su caballo, quien avanzaba penosamente a través de las escarpadas piedras bordeando el río. Pero no era la salud de Estévez la preocupación que el coronel tenía en mente. Temía lo que el subordinado hubiera visto en aquella trágica tarde del 6 de enero. No estaba seguro de eso. En realidad, no “podía” estarlo…

Las acciones se desarrollaron a ritmo vertiginoso. La sangre y los trozos de cuerpos adornaban de manera brutal el limpio paisaje del lago Pulmarí, rodeado por esas montañas majestuosas que oficiaban de mudos testigos de una matanza histórica. Quizás, la última victoria mapuche sobre el ejército regular. El sargento había caído durante les primeras acciones. Su posición en la batalla resultaba periférica, tal vez en la retaguardia del lugar ocupado por el coronel y los hombres de Crouzeilles. Además, estaba el asunto de las heridas. Con tanta pérdida de sangre, nadie puede mantenerse consciente y a la vez expectante sobre los sucesos que le rodean.

Sin embargo, Larreta Bosch distinguía ese brillo en la mirada del subalterno cada vez que las cruzaban. Lo hacía cuando bebían un trago de ginebra de la petaca que el sargento portaba en un bolsillo interno del uniforme. O por las noches, durmiendo acurrucados uno con el otro, sobreviviendo como podían a las bajas temperaturas. Allí estaba la respuesta a sus dudas.

“Este desgraciado lo vio todo”, se repetía don Cipriano.

En un par de ocasiones estuvo a punto de extraer el facón de la cintura y degollar al infortunado sargento. Acabar con la obsesión que lo consumía resultaba prioritario.

“Tal vez la gangrena haga lo suyo”, se decía intentando cultivar paciencia en ese juego de nervios. “Quizá el pobre no sepa nada. No alcanzó a distinguir las acciones…”, pensaba en otros momentos, arrepintiéndose de sus bajos instintos.

La noche avanzó rápidamente. Se dirigían al norte en busca del batallón del teniente coronel don Juan Díaz. Don Cipriano se había ausentado de sus filas por razones de fuerza mayor transportando abastecimientos a las unidades del sur. Acamparon en un agujero pequeño de la roca montañosa, como lo habían hecho durante las últimas tres noches. Ayudó al sargento a acomodarse, lo recostó en una de las paredes del recinto natural. Por suerte corría el mes de enero. Si los acontecimientos que afectaban su presente hubieran sucedido cuatro meses después, no hubieran sobrevivido a la primera noche.

—Gracias, mi coronel —dijo Estévez con voz apagada. Larreta respondió con un gruñido. Los buenos modales brillaban por su ausencia en la personalidad del militar.

Don Cipriano tenía cincuenta años de edad. Llevaba unos treinta prestando servicio en distintos batallones de campaña. Precisamente, sus acciones en la Confederación comenzaron durante la caída de don Juan Manuel de Rosas. De inclinaciones federales en su juventud, supo esconder los colores partidarios cuando sobrevino la purga de mediados del cincuenta. Aprendió a mantener perfil bajo y obtener ascensos a partir de un espíritu sanguinario derramado en los campos de batalla. Era oriundo de Concepción del Uruguay, los pagos de don Justo José de Urquiza, un líder a quien había admirado. Pertenecía a una familia de comerciantes de bajo perfil. Su padre decidió enrolarlo en las filas castrenses con el objeto de consolidar la posición social de la familia. Para ello se valió de un tío lejano con gran influencia dentro del colegio militar. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Concepción donde, paradójicamente, también lo hiciera el líder de la campaña que a la postre le permitiera la adquisición de tierras, don Julio Argentino Roca.

En realidad, nunca fue estudiante destacado ni tuvo aptitudes de liderazgo dentro de los cuadros militares. Sin embargo, su bravura en batalla le precipitó el acceso a las altas jerarquías de la institución. Su escasa capacidad para el arte de la política no le permitió escalar las posiciones sociales soñadas por el progenitor. Esto lo convirtió en un lobo solitario, alejado de su propia familia y sin amigos para compartir momentos depresivos. Su presencia en la campaña se originó desde los primeros momentos de la impronta. Un guerrero como don Cipriano debía encontrarse dentro de los primeros batallones afectados al plan.

Los malones se intensificaron a partir del debilitamiento de las fronteras sureñas debido al enfrentamiento entre la Confederación Argentina y la Provincia de Buenos Aires. Durante estas luchas, la política no estaba ajena de las actividades de los pueblos originarios. Los ranqueles y el cacique Calfucurá apoyaban a la Confederación. Cipriano Catriel apoyaba a Buenos Aires.

El 1867 el Congreso Nacional dictó la ley 214. En ella se decidió llevar la frontera sur más allá de los ríos Negro, Neuquén y Agrio. Luego de diferentes combates y pequeños desastres en los pueblos del interior, debieron transcurrir once años para que el general Roca, ministro de guerra del Presidente Avellaneda, elimine las políticas de contención del indio promulgadas por el fallecido ministro anterior, don Adolfo Alsina.

El cuatro de octubre de 1878, la ley 947 destinó un millón setecientos mil pesos para cumplir con los designios de la antigua ley 214. A partir de allí quedó sellada la suerte de las tribus y las distintas etnias que las componían. Larreta Bosch fue designado como oficial de carga del batallón al mando del coronel don Lorenzo Vintter. Las acciones del Sur arreciaron con las primeras refriegas del coronel Nicolás Levalle y, luego, el teniente coronel Freire alzándose contra las fuerzas de Namuncurá. Las batallas dejaron un saldo de doscientos indígenas muertos.

Luego de masacres y persecuciones, Vintter logró tomar prisionero a Juan José Catriel y a quinientos de sus hombres. Don Cipriano recibió menciones de alto honor en batalla durante esos acontecimientos. Esta circunstancia comenzó a generar el mito que lo perseguiría durante el resto de sus años. Posteriormente logran aprisionar al cacique Pincén, cuya influencia resultaba fuerte en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, encontrándose próximos a la laguna de Malal. Estos líderes de las etnias en guerra son posteriormente confinados a la isla de Martín García. Se transforman en presos políticos merced a las guerras internas que sufría el país.

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