Empero, un evento empañó la fama de don Cipriano en el orden castrense. Encontrándose bajo el mando del teniente coronel Teodoro García, en septiembre de 1882, se le asigna un grupo de ocho subalternos para transportar material de logística y armamentos al batallón del capitán Alcides Rímolo, a cargo de la custodia fronteriza al norte de Neuquén. En esos tiempos comenzaban a desarrollarse las estrategias finales en pos de someter a los mapuches.
Poco se ha sabido de los avatares sufridos por esta expedición. En realidad, el Alto Mando no pudo establecer los sucesos del desastre. Hubo un solo sobreviviente de la presunta batalla: el propio oficial a cargo, coronel Larreta Bosch. El informe de don Cipriano fue conciso y exacto. Sin embargo, no logró convencer a los superiores, quienes intuían un destino diferente de aquellos hombres.
15 de septiembre de 1882
Recibidas las instrucciones del Alto Mando, impartidas en su nombre por el teniente coronel don Teodoro García, he marchado del lugar de emplazamiento del batallón con los ocho hombres asignados para cumplir con las órdenes. Según el itinerario prefijado la hoja de ruta indicaba un total de tres días hasta arribar a las dependencias del fortín comandado por el capitán Alcides Rímolo.
Durante las primeras cuarenta y ocho horas el itinerario se cumplió sin ningún inconveniente digno de informarse. En el amanecer del 17 de septiembre, y en tanto realizábamos los aprontes para continuar con el viaje, divisamos una formación de ciento cincuenta indígenas dirigiéndose hacia nuestra posición. Observando el horizonte con el catalejo, reconozco como líder del grupo al cacique Manuel Quimpó. Aparentemente regresaba de alguna incursión acaecida al sur de sus tierras.
Entonces, el malón arremete contra nuestra formación. Utilizamos una defensa de trinchera interna resultando totalmente ineficaz debido a la gran inferioridad numérica en la que nos encontrábamos. Cabe destacar la valentía y buena predisposición de nuestros soldados durante el desarrollo del combate. A pesar de la diferencia numérica logramos infligir importantes bajas en las tropas enemigas. Después de tres horas de batalla mis hombres son asesinados en su totalidad. Encontrándome desmayado a causa de las heridas recibidas, el cacique asume mi situación como una muerte más dentro de la contienda.
Al despertar veinte horas después, encuentro los cadáveres de nuestros hombres desnudos, sin armas, y corroboro la pérdida en su totalidad del equipo de logística transportado. Utilizando técnicas de supervivencia logro establecer contacto, tres días después, con un escuadrón del capitán Rímolo. Fui transportado al fortín donde he recibido las atenciones médicas pertinentes.
En el ejército, cuando el único superviviente en una refriega resulta ser quien está a cargo las sospechas sobre lo ocurrido son grandes. Sin embargo, debido a los antecedentes del coronel en batalla, lo asignan cuatro meses a tareas logísticas en Buenos Aires. Por supuesto, se trataba de una estrategia para quitarlo del juego por algún tiempo.
Los éxitos acaecidos durante esos años en la campaña, así como los tratados de paz y nuevas fronteras establecidos, comenzaban a definir la finalización de las acciones. De todas formas, en los extremos de las fronteras sureñas los mapuches continuaban presentando resistencia con el apoyo de tropas chilenas. A consecuencia de esto el teniente coronel don Luis Oris de Roa llegó al valle inferior del río Chubut con instrucciones de poner fin a estas incursiones. Dada la necesidad de contar con hombres de experiencia en combate, don Cipriano fue comisionado para formar parte de la aventura.
—Señor, si usted me lo permite, quisiera hacerle una pregunta…
La voz de Estévez se escuchaba débil en el pequeño refugio improvisado para pasar la noche. El fogón había tardado un tiempo prudencial en iluminar el recinto y entregar las calorías para la supervivencia. Ahora quemaba la madera en silencio. Larreta Bosch observó por unos instantes al compañero que le tocara en suerte.
“Ahí viene”, se dijo. “Tal vez, sea este el momento de usar el facón…” Contuvo el primer impulso. Ver al sargento allí, con los trapos que envolvían sus piernas coloreados de un rojo oscuro producto de la infección le produjo cierto escozor estomacal. El hombre estaba sufriendo. Si había visto algo tres días atrás, se lo llevaría a la tumba.
—Qué le anda pasando, soldado —pronunció las palabras con acento duro.
Estévez respiraba con dificultad. Un sudor frío recorría su frente. Caían gotas aisladas sobre el cuello. La pechera desbotonada estaba manchada de la sangre producida por heridas de arma blanca. Pronunciaba las palabras entre suspiro y suspiro. Necesitaba concentrarse para hablar.
—¿Le… tiene miedo a la muerte, mi coronel?
Don Cipriano endureció la expresión. Lentamente extrajo del bolsillo un pequeño paquete con tabaco viejo que lograra conservar desde su partida de las filas de don Oris de Roa. Cortó con el facón un trozo del mismo y lo introdujo en la boca para comenzar a mascarlo.
—Explíquese. ¿Qué quiere decir con eso de… miedo…?
—Eso… Miedo a la muerte, señor. Saber que todo se acaba en un… momento definido. Sobreviene la nada, según dicen… La nada, mi coronel…
—Tome. Coma una de estas.
El oficial acercó una raíz triturada a la boca del enfermo. Hacía dos días que se alimentaban de ciertos arbustos que acompañaban el cauce del río Limay. Eran amargas y producían arcadas al ingerirlas, pero los habían instruido en los ejercicios de supervivencia sobre su poder nutritivo. El sargento torció el rostro con expresión desagradable. Hacía un día que no probaba bocado.
—Coma algo, soldado. Debe estar fuerte para el recorrido de mañana. Tal vez hagamos contacto con las tropas del coronel Díaz…
La última frase flotó inconsistente alrededor del fogón. Estévez volvió a hablar:
—La muerte, señor… ¿Le teme usted?
Larreta tomó su tiempo para masticar mecánicamente el tabaco rancio. Se asemejaba a una goma entre sus dientes. Luego lo escupió sobre el fuego, acción que produjo un leve chasquido.
—Déjese de joder, hombre, con eso del miedo. Un buen soldado no debe pensar en esas cosas… Hay que mantenerse ocupado intentando seguir vivo.
—Yo sí le temo a la muerte, mi coronel… Desde aquellos meses cuando descansábamos por las noches en la zanja, esperando el ataque final de los tehuelches…
—¿De qué me habla? Está empezando a enloquecer como esta mañana…
El sargento tomó aire con desesperación. Boqueaba. Luego, se recompuso.
—Yo trabajé en la construcción de la “zanja de Alsina”, señor… Hace siete años… La que se desarrolló desde Italó hasta Colonia Nueva Roma… 374 kilómetros entre Córdoba y el sur de Buenos Aires, construida con la sangre de soldados e indígenas adeptos… Una carrera contra el tiempo. La línea de defensa se iba corriendo en la medida que el surco avanzaba… Durante las noches los escuchábamos aullar… allí, escondidos entre los pastizales y diseminados en la penumbra… El miedo, señor… podía palparse. Nos refugiábamos en la grieta a dos metros de profundidad… ese es el miedo del que le hablo…
Don Cipriano colocó otro pequeño trozo de tabaco en su boca. Se mantuvo en silencio. Las llamas comenzaban a mermar, también su poder calórico. El frío nocturno entumecía las articulaciones. Estévez cerró los ojos por algunos minutos. Parecía estar a punto de perder la consciencia. De repente, abrió sus párpados de manera desmesurada, contemplando al superior con la locura pulsando en la mirada. Haciendo uso de alguna energía oculta, el sargento comenzó a gritar:
—¡La muerte, mi coronel...! ¡Usted le teme, igual que yo...! ¡Igual que todos...!
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