El tercer paso consiste en reconocer que perdonar las ofensas que recibimos condiciona el perdón que recibimos de Dios. Todos los domingos oramos: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y en Mt 18,23-34 leemos la parábola del siervo condenado porque su amo le había perdonado una enorme deuda, mientras que él no fue capaz de perdonar una mucha más pequeña a un compañero suyo. Estos pasajes están conectados, porque la relación de amor entre Dios, nosotros mismos y nuestro prójimo depende del perdón. Lo que dice san Juan en una de sus cartas: “Amados, si Dios nos ama, también debemos amarnos los unos a los otros” (1Jo 4,11) es paralelo a lo que san Pablo dice a los Colosenses: “como el Señor te ha perdonado, así también debes hacer tú” (Col 3,13). En ambos casos hay una “condición” que no es ni una “medida” (como decir “Te perdonaré en proporción a lo que perdonas a los demás”), ni una “decisión arbitraria” de Dios, como si Él nos estuviera pidiendo algo que realmente no se conecta con lo que nos concede. En cambio, cuando una persona no perdona, al mismo tiempo cierra su corazón para recibir el perdón. La frase “quien ama a Dios debe también amar a su hermano” (1Jn 4,21) es una ley inscrita en la naturaleza del corazón humano, de tal manera que la palabra “debe” no significa realmente una obligación (que, de todas maneras, existe), sino una manifestación. Es como decir: si no amas a tu hermano, no amas a Dios. Teniendo en cuenta que el perdón es un aspecto del amor, podemos (y debemos) aplicar la regla de esto último a lo primero: si no perdonas a tu hermano, realmente no deseas el perdón de Dios. Esto es lo que está en el centro de una sentencia del catecismo de la Iglesia católica cuando se dice:
Este derramamiento de misericordia no puede penetrar en nuestros corazones mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El amor [...] es indivisible; no podemos amar al Dios que no vemos si no amamos al hermano o hermana que vemos. Al rehusar perdonar a nuestros hermanos y hermanas, nuestros corazones se cierran y su dureza los hace inmunes al amor misericordioso del Padre; pero al confesar nuestros pecados, nuestros corazones se abren a su gracia. (n. 2840)
Todo esto quedaría en agua de borrajas si no reconocemos valientemente que perdonar es difícil. Acertadamente, dice Paul Ricoeur (2000) que esto es así porque “la experiencia de la ofensa tiene lugar primordialmente en el ámbito del sentimiento” (p. 596). Efectivamente, la ofensa incide primero en el ámbito emocional y este hace de “caja de resonancia en el espíritu, el cual puede sentirse incapaz de tomar la decisión de perdonar” (Cárdenas, 2014, p. 488). Dicho esto, conviene inmediatamente añadir, de nuevo con palabras de Ricoeur: perdonar “no es fácil, pero no es imposible” (p. 593). El camino para lograrlo pasa por el reconocimiento del vínculo esencial entre pedir perdón y otorgar perdón, algo que surge de la unidad del corazón humano. El orgullo es lo que nos impide la “humillación” de pedir perdón. El mismo orgullo hace que sea difícil o imposible perdonar, o nos lleva a conceder un “falso perdón”: como cuando alguien “perdona” humillando al perdonado. Lo mismo que nos impide otorgar y recibir el perdón con respecto a nuestro prójimo nos impide recibir de Dios el perdón que nos ofrece. Este contexto nos debería ayudar a entender mejor lo que san Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla durante el cambio de los siglos IV-V, decía:
El Señor quiere dos cosas de nosotros: que consideremos nuestros propios pecados y que perdonemos a nuestro prójimo [...]. Porque alguien que considera sus propios pecados está mejor dispuesto a perdonar los pecados de su compañero. Y a perdonar no solo con palabras, sino con el corazón [...]. Intentemos, por lo tanto, no lastimar a nadie, para que Dios nos ame. Por eso, aunque le debemos diez mil talentos, Él se apiadará de nosotros y nos perdonará. (In Matthaeum Homiliae 61, 5)
Porque el perdón es una forma de amar, la más profunda; cuando perdonamos, crecemos como seres humanos, como sucede con todo acto de amor. Las relaciones con nuestro prójimo son parte integral de nuestra personalidad: ser persona es ser persona en relación. Como leemos en la Introducción al cristianismo de Ratzinger (2018): “la forma más elevada del ser se encuentra en el elemento de la relación”, y esto, aplicado al hombre, es una “revolución”, en cuanto “no se considere como lo más alto […] la autarquía absoluta y cerrada en sí misma, sino que lo más alto vaya unido a la relación, a la fuerza creadora que crea, sostiene y ama a otros” (p. 14). En nuestras relaciones, importantes o menos, las ofensas son inevitables, porque todos padecemos en nosotros mismos, de diferentes maneras, las consecuencias del pecado. El pecado también afecta nuestro comportamiento y nuestra capacidad para relacionarnos con otras personas. El que nunca perdona pierde gradualmente su capacidad de perdonar (y por tanto de amar), y su personalidad es dañada. El perdón, en cambio, libera de la esclavitud del pasado y ayuda a comprender que, de cierta manera, la historia no es absolutamente irreversible: los hechos no cambian, pero las actitudes sí. De este modo, el perdón manifiesta y promueve la libertad interior, elimina la ansiedad necia de perder el respeto de los demás, disipa la mentalidad de tener en consideración únicamente a quien inspira miedo, descalifica la idea de que lo más importante es no parecer débil. En la misma línea, los hombres crecen en humanidad cuando, conscientes de que se han equivocado en algo, vuelven y comienzan de nuevo. No somos como los ríos de montaña, cuyas aguas rápidas nunca podrán regresar a la fuente.
El perdón —perdonar y pedir perdón— está muy relacionado con la conversión. La conversión no solo significa “cambiar”, sino que, más profundamente, significa “unificar versiones” (la “convergencia”, como opuesto a la “divergencia”). Conversión es poner unidad en lo que está dividido, haciendo que las cosas que fluyen por cauces paralelos o divergentes confluyan en una única corriente: nuestro corazón, nuestra mente, nuestra voz, nuestro cuerpo (nuestras acciones) deben obrar de modo unitario. Para recuperar la unidad con nuestro prójimo es necesario tenerla dentro de nosotros. Por eso la conversión es la primera y más fundamental experiencia del verdadero discípulo de Cristo, cuando Dios se acerca al hombre y se muestra a sí mismo como misericordia, cuando el pecado (que genera división) y el perdón (que reconstruye la unidad) aparecen en toda su verdad.
Entender el perdón como conversión unificadora de nosotros mismos nos lleva, en efecto, a ver su conexión con la verdad. El perdón real y completo exige conocimiento, justicia y amor en todas las partes involucradas. El olvido o el escapismo no son suficientes; al contrario, cuando la ofensa retorna a la mente se vuelven a despertar el rencor o el resentimiento. En definitiva, ni el perdón debe identificarse con el olvido, ni el recuerdo con la venganza. Perdonar no consiste simplemente en decir “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la injusticia, que muchas veces pretenden camuflarse o distorsionarse. El mal realizado debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. De ahí que el papel del corazón en el proceso del perdón sea importante, pero también lo sea el de la inteligencia. La parte que solicita el perdón tiene que pasar por el proceso de conocer y aceptar la verdad de la falta que ha cometido, y tomar conciencia de que la justicia y la caridad exigen pedir perdón. La admisión de nuestras propias faltas, por lo tanto, presupone tomar conciencia de la dignidad humana, y distanciarse así de la insensibilidad moral y de la indiferencia.
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