Eslava Euclides - Perdón, compasión y esperanza
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Sin embargo, un análisis en profundidad del significado de esa frase pone de manifiesto su desarmonía con la perspectiva cristiana de la vida. Para comprender esto mejor, puede ayudarnos su comparación con otra frase, pronunciada por un sacerdote católico en esos mismos años. Después de escuchar a alguien que le había explicado cuánto había sufrido a causa de diversas calumnias, el sacerdote le dijo: “Tienes que aprender a perdonar”. Inmediatamente después, recordando experiencias personales similares, agregó, como hablando consigo mismo: “yo no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer” (san Josemaría Escrivá, 2012, n. 804). El verdadero amor incluye el perdón; si es auténtico, el amor necesariamente rechaza el resentimiento, la venganza y el rencor.
Aunque el vínculo entre amor y perdón surge de la naturaleza humana en sí misma, este se debilita seriamente como consecuencia del pecado y en muchos casos desaparece por completo. En algunas culturas y religiones esto sucede no solo como una cuestión de hecho, sino también a nivel de principios. Ahora bien, el cristianismo, entre otras cosas, viene a la humanidad para restablecer este vínculo esencial entre amor y perdón y, de hecho, considera que esta es su característica sobresaliente. Un cristiano perdona, o al menos debería perdonar. La vida cristiana tiene su origen en la Muerte y la Resurrección de Cristo, quien sufrió la Pasión perdonando a sus torturadores y volvió a la vida perdonando la negación de Pedro. Podríamos decir que los cristianos deben ser reconocidos porque perdonan.
Pero ¿qué significa todo esto? ¿Es este un lenguaje válido hoy? ¿No es importante que prevalezca la justicia, dando a cada uno lo que se merece y castigando —no perdonando— los crímenes? ¿No es antinatural el perdón, no va contra el sentido común, no niega la verdad, cancelando de la historia lo que realmente sucedió? ¿Podemos pedir a “personas normales” que perdonen, teniendo en cuenta que probablemente es lo más difícil que se puede pretender de alguien? La superficialidad nos lleva con frecuencia a pensar en el perdón como una simple fórmula de cortesía, como cuando alguien te detiene por la calle para pedirte una dirección, comenzando con “disculpe, ¿podría por favor indicarme...?” Pero cuando llega la verdadera agresión, cuando tu honor es denigrado, cuando tu cuerpo es herido, cuando tu propiedad es dañada, cuando tu amor es rechazado, cuando tu gente es asesinada, ¿cómo puedes perdonar? Nos incumbe, entonces, establecer por qué es tan importante que los cristianos perdonen, qué significa realmente perdonar y cómo podemos llegar a perdonar. La pretensión no es fácil ni breve, pero al menos podemos tratar de señalar, en estas pocas páginas, el sendero principal que nos lleve hacia respuestas satisfactorias.
Un Dios que perdona
El punto de partida es Dios, en cuyo nombre de algún modo está ya inscrita la idea del perdón. Cuando Moisés, delante del arbusto en llamas, pregunta a Dios por su nombre, recibe como respuesta las célebres palabras “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), palabras que descifran el tetragrama hebreo “Jwhw”, Yahvé (Schneider, 2000, p. 478). La respuesta completa, sin embargo, se encuentra varios capítulos más adelante en el mismo libro del Éxodo, durante el encuentro de Moisés con Yahvé en la cima del monte Sinaí: se dice en Ex 34,5-6 que “Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por delante de él y exclamó: ‘Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”. El “nombre de Yahvé” invocado es pues el nombre de un “Dios misericordioso y clemente”, como se repite luego muchas veces a lo largo del Antiguo Testamento.
En ambiente específicamente cristiano profesamos nuestra fe en “Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y de todas las cosas visibles e invisibles”. La paternidad y la omnipotencia están aquí vinculadas, junto con la creación de todas las cosas, siguiendo la afirmación del Símbolo de nuestra fe. Podemos hablar de una “omnipotencia paterna” de Dios, no solo como potencia ilimitada de creación, sino también como paternidad en su plenitud. Esto nos conduce a entender que el perdón, como un aspecto de la paternidad de Dios hacia el hombre, existe en Él también en plenitud. Para aferrar esta idea, hay que recordar que la paternidad auténtica y el perdón se unen en la fidelidad. O sea, el padre que perdona es fiel a su paternidad, porque perdonando dona nuevamente la vida, permitiendo al hijo volver a empezar. Esto está maravillosamente expresado en la parábola del hijo pródigo, en la que la fidelidad del padre a su paternidad se traduce en la misericordiosa acogida del hijo (san Juan Pablo II, 1980, n. 6). El perdón permite a Dios manifestar toda su paternidad. En coherencia con ello, Dios no abandonó al hombre después del pecado de Adán, sino que, por el contrario, “rediseñó” su plan sobre la humanidad y decidió enviar a su propio Hijo para actualizar su perdón. El hecho de que Dios Todopoderoso en lugar de simplemente eliminar al hombre lo perdone nos da una idea de lo importante que es el perdón. Dice santo Tomás de Aquino: “Dei omnipotentia ostenditur maxime parcendo e miserando” (S.Th. I, 25,3, ad 3). Dios es tan misericordioso, desea tanto perdonar al hombre, que envió a su propio Hijo para sanar a la humanidad manchada por el pecado, que no supo pedir perdón y, en consecuencia, no pudo recibirlo. El perdón es un aspecto del amor y, como tal, puede recibirse solo cuando el corazón está abierto a él, cuando el orgullo y el egoísmo son eliminados por el amor redimido. El perdón es entonces la clave que activa todo el proceso de salvación.
Conviene tener presente que nuestra vida es un don de Dios: nadie ha forjado para sí mismo su propia vida. Y si la vida recibida de Dios es un don, el “per-dón” es un “don” que alcanza su plenitud (como suele suceder en el latín clásico cuando se añade el prefijo aumentativo “per” a un concepto, Cfr. Gouhier [1969], p. 37). Podemos decir que el perdón recibido de Dios es un don más grande que nuestra vida; podemos así entender que el atributo “misericordioso” aplicado a Dios es extremadamente certero.
Cristianismo y perdón
Debería ser ahora más fácil percibir por qué el perdón es la característica sobresaliente del cristianismo. Solo se puede entender en un contexto de amor. El Señor dijo: “Así es como todos sabrán que son ustedes mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13,35). El perdón es precisamente el amor en su manifestación más profunda y, por consiguiente, es ilimitado. Jesús enfatiza esto de modo contundente: cuando Pedro le pregunta: “Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿con qué frecuencia debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Y Jesús responde: Te digo, no siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22). Naturalmente, Jesús no quiso decir 490 veces, sino siempre.
La ecuación es simple: lo primero es recordar que el cristianismo tiene que ver con el amor. Deus caritas est es el nombre de la primera Encíclica del papa emérito Benedicto XVI. En ella se anima a todos a concentrar sus esfuerzos en el núcleo de nuestra fe, es decir, en la caridad. Como escribió el apóstol Juan, “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). El segundo paso exige reconocer que el amor cristiano supera con creces el precepto ya existente en el Antiguo Testamento de amar a nuestro prójimo. En el Sermón de la Montaña, que es como la “Carta Magna” de la Iglesia, el Señor explica esta diferencia utilizando un lenguaje contrastante: “Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mt 5,38-39). Con estas palabras fuertes el rencor es superado por el amor, la venganza pierde legitimidad y el perdón pasa a la primera posición. Este precepto llega a su apogeo con una asombrosa exhortación: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,43-45).
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