1 ...6 7 8 10 11 12 ...21 ¿Cuánto daño produce la corrupción? El Banco Mundial calcula que la corrupción le cuesta a México 9% del PIB cada año, según lo afirmó Ary Naïm, gerente general del IFC, organismo del Banco Mundial, durante un foro organizado por la revista The Economist (Meana, S., 2015). Comparemos esta cifra con el tamaño de la deuda externa que ronda casi 50% del PIB. Los costos de la corrupción bastarían para pagar la deuda externa en un sexenio. Existen, por supuesto, otros cálculos menos conservadores que elevan los costos de la corrupción a 20% del PIB.
¿Qué tanto impacta la corrupción a las empresas? Recordemos que las pequeñas y medianas empresas son los motores claves de la economía mexicana. Según el INEGI, las PYMES generan 52% del PIB y 72% del empleo en México (Rodríguez y Urbina, 2015). Pero no solo las empresas establecidas, también los emprendedores y sus start-ups se ven desalentados por la corrupción. Si en circunstancias ordinarias para la start-up es difícil cruzar el “valle de la muerte”[1] y consolidarse en el mercado, la corrupción añade un obstáculo más para el espíritu emprendedor. Todos son especialmente frágiles y susceptibles ante el cáncer de la corrupción. Para un banco trasnacional es más fácil destrabar una licencia de construcción que para un pequeño restaurante; en el mejor de los casos, el primero cuenta con un ejército de abogados para enfrentar a una autoridad incompetente y corrupta; el pequeño y mediano empresario, el emprendedor, carece de esos recursos.
Además, la corrupción desalienta el emprendimiento de gran impacto, que no encuentra en un ecosistema parasitado por la corrupción los recursos y oportunidades para el negocio. No es casualidad que estas empresas florezcan en ecosistemas donde la corrupción no es una variable decisiva.
En una encuesta a emprendedores del Instituto Mexicano para la Competitividad, el 63% de los encuestados admitió que la corrupción es parte de la cultura de negocios en México y esto afecta el desempeño de su empresa. No se trata, lamentablemente, de los negocios entre el sector privado y el público, sino también de las relaciones entre los particulares. La corrupción infecta de manera profunda la empresa privada. Es sorprendente, por ejemplo, la cantidad de trampas y fraudes que se cometen en algunos departamentos de compras. En relación con ello, emprendedores y empresarios deben asumir su parte de responsabilidad en este turbio clima de negocios. La empresa emergente también debe concebirse a sí misma, desde el primer momento, como una organización ética, intransigente con la corrupción; de lo contrario, estaríamos perpetuando el problema.
Hay que decirlo con crudeza, no pocas empresas privadas, pequeñas y grandes, nacionales y extranjeras, han participado con entusiasmo y despreocupación en el juego de la corrupción en México.
De los encuestados, 65% cuentan haber perdido una oportunidad de negocio porque su competidor usó influencias o pagó sobornos, y 46% reconoce haber participado en algún tipo de soborno (Rodríguez y Urbina, 2015). Todo esto encarece el negocio, impide la derrama económica y enturbia el entorno. Cuando se paga un soborno, no hay recibos ni factura, por lo tanto, ese dinero tampoco se declara ni se deduce ante el fisco.
Los datos de Transparencia Internacional para México tampoco son halagüeños en el 2015. Nuestro país es el más corrupto de entre los 34 miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) y ocupa el lugar 95 de 168 países (Transparencia Mexicana, 2016).
Con tales números no es extraño que México se encuentre tan lejos de los primeros lugares en los índices de competitividad. Sobre este punto regresaré más adelante.
Finalmente, el índice de Libertad Económica en el Mundo 2015, de la Fundación Naumann y el Instituto Fraser (Gwartney, Lawson y Hall, 2015), coloca a México en el lugar 93.º de 157.º; donde los primeros puestos los ocupan Hong Kong, Singapur y Nueva Zelanda, y el último Venezuela. El índice mide el grado en que las políticas públicas promueven la libertad económica y evalúa aspectos como el tamaño del Estado: gasto, impuestos y empresas; el sistema legal y la seguridad de los derechos de propiedad; así como la solidez monetaria, la libertad de comercio internacional y la regulación de ámbitos como el crédito, el trabajo y los negocios. Un aspecto relevante es que en el ámbito del tamaño del Estado, México es uno de los mejor calificados, por encima de Alemania, Reino Unido, España, Qatar, y uno de los países del top, Nueva Zelanda. Sin embargo, en cuanto al sistema jurídico y garantía de los derechos de propiedad, México está en los últimos peldaños, incluso detrás de Siria y Sierra Leona. En 2017, el Índice de Libertad Económica (2017 Index of Economic Freedom) , cuya metodología es ligeramente distinta a la de la Fundación Naumann, coloca en 1.º lugar a Hong Kong, en 2.º a Singapur y en último, 184.º, a Corea del Norte. México aparece en el lugar 70.º, debajo de España, que está en el 69.º, y arriba del 71.º de las islas Fiji.
MÉXICO: UN PAÍS DE POBRES
La corrupción es un impuesto que, a grosso modo, podríamos calcular en 9% del ingreso per cápita. Nadie está libre de él y, por lo mismo, es un impuesto regresivo que daña sobre todo a los más pobres. En mayor o menor medida, la corrupción empobrece a las personas, quienes independientemente de su nivel de ingreso, se ven obligados a pagar ese monto que cobra la “mano invisible de la corrupción”. Cualquier política pública que pretenda abatir la pobreza debe, por tanto, mirar hacia ese aspecto.
Menciono esto porque poco menos de la mitad de la población mexicana vive en condiciones de pobreza. En México no hay una equitativa distribución de la riqueza. Vivimos una paradoja: el mismo país que tiene más de 55 millones de personas en condiciones de pobreza según el Coneval (2015), alberga a 14 multimillonarios que aparecen en la lista de Forbes (“Los 14 mexicanos”, 2016). El problema no es, por supuesto, que existan grandes fortunas en el país, el punto es la coexistencia de tales disparidades.
Sí, es verdad, México está dentro de las 20 economías más grandes del mundo, pero esa riqueza está concentrada en menos de 10% de la población del país. Dicho de otra manera, 1% de las personas más ricas de México acumulan 21% de la riqueza y 10% de las personas más ricas solo 64%.
Pongamos una analogía. Si México fuese una aldea habitada por 100 personas, compuesta por 100 casas, los 10 hombres más ricos de la aldea poseerían 64 casas, los 90 habitantes restantes tendrían que vivir en 36 casas. Este hecho es, a todas luces, fuente de tensión social.
Otro dato llamativo: la cantidad de millonarios en México creció 32% en el periodo entre 2007 y 2012, mientras que en el resto del mundo disminuyó 0.3% (Esquivel, 2015).
En suma, a la vuelta de doscientos años, el país sigue entrampado en dos problemas que fueron diagnosticados por los primeros extranjeros que visitaron el México independiente. ¿Podemos seguir conviviendo con ellos? Sin duda, la capacidad de decadencia puede extenderse ad infinitum. Aún podemos descender muchos escalones en los diversos índices de competitividad y desarrollo humano. Además, como tal decadencia es paulatina, la población se acostumbra, se adapta con relativa facilidad. Este fenómeno se conoce como preferencias adaptativas.
Las personas en situación de grave vulnerabilidad llegan a considerar que su situación es adecuada. El caso más sonado es el de las mujeres víctimas de la violencia física por parte de su pareja y que, a pesar de ello, se consideran a sí mismas en una “buena situación”. Las preferencias adaptativas son, en parte, un mecanismo de defensa psicológica contra las estructuras injustas y, por otro lado, el resultado de la falta de puntos de referencia. La mujer violentada en una cultura machista difícilmente puede imaginar otro estado de cosas.
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