Bueno, me parece bien —contraatacó Sirio.
Cuando comenzaron con la búsqueda de las academias no había muchas opciones, solo se encontraba una que tenía buena reputación y era bastante conocida en la comunidad, se llamaba Instituto de Danzas Palmero, radiante por donde se la mirara, la academia quedaba muy retirada de la casa de Sirio, aunque, al verla por primera vez, fue tal el asombro que Perla y él sintieron que no lograban dimensionar las distancias que debían recorrer hasta llegar, no les preocupaba cómo iban a hacer cada día para estar ahí. Sin embargo, los ojos de los niños, que para entonces contaban con 13 y 9 años, se llenaron de fiesta, magia y movimiento, cuando vieron por primera vez los meneos ondulantes de las manos y las muñecas de las bailaoras, niñas y adolescentes que pertenecían al mismo grupo, tanto vigor y flexibilidad en la danza, tantas alas en los pies, parecía que iban a despegar rumbo al cielo, en cualquier momento, imaginaba Sirio, sin pensar en nada más. Mejor que no haya ningún varón, pensó sin decirlo en voz alta, así no me van a molestar.
A la semana siguiente, los dos hermanos se hallaban predispuestos y convencidos de haber encontrado la distensión más fascinante y entretenida de la ciudad, solo faltaba inscribirse. Alba los llevó por ser el primer día, pagó la primera cuota y empezaron las clases, los martes y jueves por la tarde. Iban caminando, trotando, en bicicleta, eso no importaba cuando la meta era llegar a mover los pies y los brazos. Tanto era el apremio por llegar a tiempo un jueves que los dos salieron de la casa, cada uno en una bicicleta y esto fue lo que más o menos pasó:
—Perla, ¿has guardado todo en la mochila? Porque el martes te dijeron que tienes que sí o sí llevar las zapatillas de clásico para estirar en la barra antes de empezar a bailar.
—Sí, nene, déjame tranquila que yo sé todo lo que hay que llevar, no soy tontita —respondió Perla sin mayor atención a Sirio, sin ver que este la miraba desconfiando de su memoria.
—¿Y qué?, ¿en esa mochila te entró también la pollera de ensayo? —También preguntó.
—Basta, Sirio, déjame tranquila que yo sé que llevo todo. —Ese fue el fin de la discusión.
Las bicicletas iban juntas y paralelas al mismo tiempo y en ciertas ocasiones hasta acompasadas con el mismo ritmo de pedaleo. A mitad de camino a Perla se le ocurrió una idea, que fuesen pedaleando al mismo tiempo y con la misma pierna, a Sirio le pareció divertida la ocurrencia y no tuvieron mejor pensamiento que hacerlo.
—Derecha —decía Perla y empujaban la pierna derecha apesadumbrada para esperar el uno al otro.
—Izquierda —respondía Sirio. Pateando la pedalera con la pierna izquierda, tratando ambos de coordinarse en la acción. Iban tan concentrados en eso que en pleno corazón de San Gabriel, entre el cordón con autos estacionados y la avenida con tráfico pico, los manubrios se cruzaron, se superpusieron.
—No, para Sirio —dijo Perla abriendo los ojos como tomates transgénicos, que se notaban artificiales de tan grandes que los abrió.
—Para, no te muevas, déjame que freno, nena, no ves que nos vamos a matar. —Sin pensar demasiado Sirio frenó, apretando el freno de la bicicleta de su hermana, lo que desencadenó un desequilibrio en cadena que dio como resultado una escena dantesca en plena arteria principal de la ciudad. Quedó primero Perla, con la bicicleta encima, de costado, con media pollera campana plato tapándole la cara roja, ardiente de enojo y vergüenza, también como un tomate transgénico, pero esta vez con más licopeno que el anterior. Más allá y cerca del cordón quedó Sirio sentado, porque aterrizó con plena sentadera, retaguardia que le latía como corazón de pájaro aprendiendo a volar dos segundos después de la caída. Con una bota de zapateo flamenco en la mochila, ¿y la otra bota?
—Se me perdió la otra bota, Perla, me quiero morir, la mamá me va a matar —le gritó asustado a su hermana, que desde unos metros más atrás lo miraba con rabia de buldog entrenado para asesinar.
—Está en medio de la calle, nene, ¿acaso estás ciego? —le respondió con furia—. Anda a buscarla, si no quieres que te la pise un auto también —remató el diálogo.
Turulecos y ralentizados salieron del accidente y más doloridos llegaron a estirar las partes del cuerpo para poder bailar.
—¿Estás bien, Perla? —preguntó la profesora, con curiosidad solapada.
—Sí, profe, estoy bien —contestó mirando a Sirio de reojo con cara de asesina en serie.
—Bueno, entonces estírate más abajo, vamos que hay que estar bien blando para el zapateo y el braceo, que es lo que sigue.
Ese jueves fue doloroso, caluroso y memorable, pasaría a convertirse en una anécdota más de esas que se cuentan, en el corazón de la unión de dos hermanos, cómplices y unidos por las pasiones y las constelaciones más atractivas del universo. Vivieron tanto juntos, se contaban alegrías y dolores en los días que se sumaban a sus vidas como confidencias de hermanos y amigos. Fueron días y tardes maravillosos, de miradas y carcajadas sin fin. Compartieron todo, también en las noches, a través de un huequito pequeño en la pared que dividía sus dormitorios, celeste y con guardas de gatos, el de Sirio; rosa y con guardas de patos, el de Perla; una pared los dividía, al filo del piso una abertura minúscula, por donde se pasaban papeles con mensajes y se hablaban bajitos los secretos más secretos de sus infancias y juventudes. Para Sirio ella era su mundo.
Con más o menos detalles, desde ese modo, empezó su camino en la danza, flamenca para ser precisos, la rama materna de la estirpe de estrellas ancestrales en su familia era la que más se arrimaba a ese vigor y atracción por la cultura española, venía desde la mamá de Angustia, la señora Castor. Pasionaria Castor era la bisabuela de Sirio, una mujer emblemática en el sitio de su nacimiento y más aún en donde residía, un pequeño pueblo alejado bastante del centro de San Gabriel, le decían doña Pasionaria, el prefijo doña se usaba como tratamiento de cortesía en aquellas épocas. Sirio a esa edad no lo entendía, pues así se hablaba para nombrar a un mayor, al que se denostaba respeto para ser referenciado o para dirigirse a él en una conversación. Su bisabuela era una mujer blanca, pero tallada en matices sepia y marrones fuertes por la edad y el trabajo del sol en tardes de trabajos pesados y fuerzas brutales, el pelo era totalmente cano, su frente era como un bandoneón que siempre se mantenía contraído y sus modales no eran precisamente los mejores, tenía carácter fuerte, combativo y a todo le tenía una respuesta como un refrán que se memoriza para decirlo en la ocasión necesaria. Pasionaria remataba cada frase de su hija, nietas o bisnietos con alguna palabra, oración o cierre, con un chiste que pertenecía a otra era geológica, que solo ella se entendía o se festejaba.
Murió cuando Sirio tenía doce años, él nunca olvidaría ese día por la tarde, cuando el hijo preferido de Pasionaria pasó por la casa de Sirio, con ella en un auto, Sirio y Alba salieron hasta la calle para darle un beso, sin sospechar que esa era la última vez que la verían erguida, sentada en el asiento de atrás, apretando el brazo de Josel, su hijo menor, como quien se aferra a un hilo invisible y plateado que a duras penas puede mantener firme, para estar en contacto con la vitalidad y la realidad al mismo tiempo. Los miró como al descuido y con ojos tristes de conocer tiempos y vidas pretéritas y dolientes los saludó, con lamento en la mirada vidriosa, que la venía acompañando hacía ya unas semanas, desde que había cumplido 86 años y los dolores la acuciaban sin indulgencias.
Los recuerdos que Sirio tenía de su bisabuela eran algo contradictorios, estaban los buenos, esos que hacían enternecer a cualquier ser humano que brinda por la familia cada Navidad o cumpleaños feliz de alguno de sus integrantes, como por ejemplo cuando su mamá la bañaba sentada en una silla, debajo de la ducha, mientras ella contaba chistes divertidos, que a veces solo ella festejaba muy alegre; o cuando en los velorios su hija Angustia la retaba, porque en menos de diez minutos reloj, pasaba de estar llorando al lado del cajón de un difunto conocido, como si el mundo se hubiese acabado, a contar chistes a cualquier grupo de mujeres que se encontraban sentadas a poca distancia de ella. Esa era Pasionaria, una española que según ella había nacido en España, según Angustia era en la Argentina, para Sirio eso no importaba, la quería mucho de igual manera, porque había nacido y era su familia, más allá de su procedencia.
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