Flavio Salinas - Escribe, Sirio, escribe

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Escribe, Sirio, escribe: краткое содержание, описание и аннотация

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"Dijo «Tienes treinta años que escribir, Sirio, para dejar escrito lo que quieres recordar con pasión». Afuera ya era de noche. La luna llena se tornaba plateada y magistral, bordeada de estrellas y con cordones de universo. Eloi tenía que partir. Sirio finalmente le preguntó, con el corazón ardiendo en súplica por una respuesta que lo salvara una última vez. ¿Qué puedo hacer para no olvidarte?"
La historia de una familia, de un joven y de una vida desbordada que lucha para librarse de ataduras, ideas limitantes y dolores viejos. ¿Qué es la vida de Sirio en este libro?. Es la totalidad que encierra su cosmos de remembranza: amor, arte, familia, costumbres, naturaleza, pasado, lo normal y lo paranormal, lo visible ante sus ojos y lo invisible también. ¿Puede existir tanto en un mismo libro?. Así es, porque la vida no conoce de continentes si se la escribe con letras de pasión.

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Sirio abría los ojos grandes y se ponía muy serio con esas respuestas que solían dejarlo cavilando, los grandes eran complicados para hablar, la experiencia refinaba el lenguaje, pero al mismo tiempo entumecía el carácter. Con esas charlas formaba argumentos sólidos acerca de su futuro, días venideros que no quería pasar de ninguna manera en esa despensa de alimentos. Trabajar en el comercio era una tarea ardua y prolongada que se extendía por horas, era el momento en que su padre tenía para vender y al mismo tiempo socializar con y sin ganas, dependiendo del día, con vecinos amables, inquisitivos y alguno que otro detestable en el sentido amplio de la palabra. Lo peor eran las viejas chusmas, como decía cada tanto Absalón en la mesa, en alguna comida, compartiendo con su familia.

—Si fuera yo, Absalón, les digo, yo les digo y les contesto sin problemas, y ¿qué te importa?, así de clarito. ¡A mí no!, a mí no me agarran para husmear, es algo que me enferma. ¡Dios mío, qué cosa que me enferma! —Alba se llevaba la mano a la frente en señal de grandilocuencia y decía “¡puuu!”. Esa era una onomatopeya que traía anquilosaba en el lenguaje cotidiano como los lunares que compartía con su padre, abuelo y bisabuelo, era parte de su exageración según el punto de vista de muchos y su forma natural de expresar a la enésima potencia todo lo que pensaba. Era un sonido agudo entre sirena de ambulancia y aullido de lobo castigado por la luz de la luna que una noche no quiso salir. Alba era intensa, hablaba y gesticulaba con señas de manos y moviendo casi al mismo tiempo los 43 músculos faciales. Era el modelo para seguir de Sirio, su madre, su inspiración.

—Ay, Alba, si fuera como vos tendría dos clientes y ningún otro ser vivo en el negocio, ¡vos y tu madre, nada más!, no se puede ser agrio con la gente que compra, hay que cuidar al comprador y tener un poquito más de amabilidad. Ese es el meollo de la cuestión.

—¡Vaya! —respondía su esposa torciendo la cabeza levemente en señal de exageración, tan conocida y típica de ella.

La relación entre ellos era genial desde el punto de vista infantil de Sirio, eran los papás perfectos y mejores compañeros de vida que había encontrado en el mundo, o mejor dicho, compañeros que lo habían encontrado a él. Divertidos y serios al mismo tiempo, seguros de su capacidad para resolver los problemas y remando en equipo si es que la vida se venía a contracorriente. Aparentaban mucha menos edad de la que tenían y sonreían felices a menudo con sus dos hijos.

Alba era una mujer castaña, de rulos marcados y costumbres españolas arraigadas como koala en el bambú, era de esas típicas nietas de españoles, con estridentes cuerdas vocales y formas de expresar la vida a los cuatro vientos, de baja estatura, fuerte de carácter y con soñada aplicación por su profesión. Ella era docente casi a tiempo completo, porque viajaba a un distrito que quedaba a unos 95 km del centro de San Gabriel del Sol, eso demandaba toda la mañana y parte del mediodía, hasta volver a la casa a ver y cuidar a sus hijos, sin dejar de preparar las planificaciones y secuencias didácticas para las jornadas siguientes. Sirio pensaba que su mamá nunca fue solo su mamá, era mamá/maestra, de esas madres que se comparten con otros niños, ella le contaba que entre sus alumnos había chicos muy desprotegidos y humildes, a los que debía acompañar y aconsejar, no solo enseñar lengua y matemáticas. Por eso Sirio no se enojaba tanto cuando tardaba en llegar el transporte que la traía de vuelta, sabía que tenía que cuidar a otros niños; por eso él, desde el fondo de la casa en donde vivían, acercándose la hora del regreso, esperaba expectante y al llegar la camioneta cargada de mamás/maestras, de guardapolvos blancos perfectamente pulcros, salía corriendo a abrazar a su madre, la tomaba a la altura de la sus caderas, queriendo abarcar el amor del mundo con un cinturón de brazos, que, por ser pequeños y cortos, no alcanzaban a cerrarse para envolver a esa mujer fuerte de mirada clara y con aroma a perfume mezclado con tiza y madera de pupitre antiguo.

Pero si existía una persona fuera de lo normal y con un amor obsecuente y exagerado para con Sirio, esa era su abuela materna, Angustia Canopus. Uno de los personajes principales que se llevaba todos los galardones del planeta y de otros mundos sagrados de sus pensamientos. Era esa persona completa que, sin dejar de ser humana, representaba todo la ternura que su nieto había experimentado en sus años de vida, una ternura que atraía la magia de un abrazo perpetuo, una caricia que marcó el alma desde el nacimiento y que viviría como el fuego de una antorcha perenne a través de los tiempos.

Angustia Canopus, Sirio soñaba dormido y despierto con ese nombre, el nombre de su abuela, su ser preferido, su madre, hermana, amiga y todas las representaciones femeninas necesarias para un pequeño de diez años, era la tarde y el alba en su vida, era la finca y el campo abierto, era las conservas de duraznos recién cosechados en noviembre y era el ocaso del sol al poniente. Al pensar en su nombre Sirio se emocionaba.

Angustia era hija de españoles, había nacido en la Argentina, pero su madre y su padre eran oriundos de ese país, almidonado en los ajustes de los tacones de las flamencas, eran de allí, en donde las polleras de las gitanas volaban libres y a lunares con el viento sentimental de las plazas y los tablaos, quizás por eso ella traía consigo la furia y las costumbres arraigadas de las cincuenta provincias juntas. Era una mujer fuerte y débil al mismo tiempo, insegura en muchas aristas de su vida, con una mirada excéntricamente fatalista sobre los asuntos de la vida, no conocía de reparos a la hora de hablar con la gente y muy poca era la vergüenza que experimentaba si de sonsacar información de estilo chismerío se trataba.

Sus padres don Nicanor Canopus y doña Pasionaria Castor, la criaron en la época paralela en la cual había crecido Jesusa, la otra abuela de Sirio. En una realidad no muy diferente en cuanto al contexto, la vida en la finca y en el campo también era austera y humilde en tantos sentidos. Angustia tenía dos hermanos varones, Josel y Anael, ambos más chicos que ella, Josel era el menor y el más querido por su madre, por ello Anael experimentaba malos sentimientos como el rencor y el desarraigo, según lo que la abuela de Sirio le contaba sobre la vida con sus hermanos en la vieja casona familiar, ubicada en un distrito lejano y separado del centro de San Gabriel del Sol.

Sirio, conforme pasaban los años iba comprendiendo, gracias a los dichos y remembranzas de su abuela, cómo habían sido esos años pretéritos, en donde la vida era más simple, pero también más sacrificada y colmada de dolores que debían enmudecerse, como la traición más infame y que nunca debía ver la luz de la realidad. Fueron muchas las historias de su abuela preferida, aunque en épocas donde Angustia no tenía ganas de compartirlas, era imposible que se le pudiese sacar alguna, se enquistaba como un canguro en su bolsa materna y allí quedaba con la mirada extraviada en un pasado tormentoso y feliz en ocasiones.

En situaciones donde su corazón flaqueaba y el recuerdo se le escapaba a lugares oscuros, donde parecía que toda la alegría del mundo se había acabado, en esos intervalos de sinceridad absoluta, ella compartía con Sirio algunas memorias no tan buenas, por ejemplo, cuando su madre la dejaba internada en su casa, al cuidado de su abuela materna, quien estaba muy enferma y dolorida, postrada en su cama y con la costumbre arraigada de escupir flemas y todo tipo de líquidos en el piso de la habitación. En este contexto, muy poco apropiado para una niña de 12 años, ella debía encargarse de trapear el piso, darle agua y suministrar la medicación a su abuela, quien en muchas ocasiones le decía, entre palabras difusas y sonidos guturales, que era una infeliz y que poco servía como enfermera; también recordaba cuando debía lavar a mano, con la ayuda de una tabla incluida en la fuente de cemento del lavadero, las ropas de su madre, padre, abuela y hermanos, o fregar los pisos y las paredes con cepillo y lejía como herramientas. Tal vez por eso sus manos estaban rasgadas y tenían ese color acuciante, ese dolor crónico, que hacía que se apesadumbraran al acostarse y descansarlas, recordando, con la memoria partida y con el alma quebrada, el pasado abatido de angustias que caminó. Digamos que fue una niña que a los trece años conocía más tareas de adultos que juegos infantiles, esos eran los que escaseaban en ese entorno campestre, donde se entremezclaban los patios de tierra y el terreno de las gallinas picoteando el maíz.

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