Alejandro Guillermo Roemmers - Vivir se escribe en presente

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Somos energías conscientes, que se expresan en un espacio-tiempo, cuyas circunstancias cambiantes nunca se repiten y cuyas acciones, por lo tanto, siempre tendrán un efecto diferente según la conjunción del momento y lugar donde se realicen.
En Vivir se escribe en presente, Ron, Fernando, Alexia y Michael enfrentan el dilema de estas circunstancias, protagonizando una historia cruda y profunda, en la que el amor, la amistad, las relaciones entre padres e hijos, la vocación y el destino se entrecruzan y generan un entramado de situaciones que nos hacen reflexionar sobre cada una de las pequeñas o grandes decisiones que tomamos a cada instante.
Alejandro G. Roemmers nos propone una historia atrapante e inteligente, que desnuda la incomunicación, las rigideces, los tabúes, las represiones y la forma egocéntrica y carente de empatía a la que nos conduce la vida urbana, autómata e inconsciente.
Una novela adictiva, un viaje de autoconocimiento y reflexión sobre la forma en que vivimos, ya que, aunque nos pasen inadvertidas, las palabras que decimos o callamos, los enojos y portazos, las decisiones que tomamos o eludimos, una despedida, un abrazo son las semillas que albergan nuestra suerte, porque el futuro lo estamos escribiendo hoy, en presente.

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A Esther de Izaguirre,

in memoriam, porque siempre me alentó a escribir una novela.

“La felicidad no está en otro lugar, sino en este lugar; no en otra hora, sino en esta hora”.

WALT WHITMAN

“Con la misma fe con que plantas un árbol, sin saber si serás tú quien disfrute de su sombra, ofrece tu amor, sin que te inquiete si serás tú quien goce de sus frutos”.

ALEJANDRO G. ROEMMERS

PRIMERA PARTE Capítulo 1 Hay días en los que el tiempo se detiene Es como - фото 7
PRIMERA PARTE
Capítulo 1 Hay días en los que el tiempo se detiene Es como si se pusiese - фото 8

Capítulo

1

Hay días en los que el tiempo se detiene. Es como si se pusiese terco y no quisiera avanzar hacia la noche por venir ni retroceder hacia el recuerdo. Está allí nomás, empacado, inmóvil, como el agua de un río congelado.

Aquel martes, Fernando tuvo de pronto esa impresión de tiempo detenido, al ir hacia el supermer­cado con la lista de compras que le acababa de hacer Alexia. Por suerte, había poca gente. Tomó un canasto y comenzó a llenarlo con las cosas que le había pedido, cuando sintió que su celular vibraba. Miró la pan­talla: increíblemente era el número de Tute, esa llamada que Fernando esperaba desde hacía exactamente un año, diciéndose siempre que no iba a ocurrir, que Tute estaba haciendo su vida y que, sin duda, lo había olvidado. Las cuestiones de pareja, pensó Fernando, era mejor no hablarlas en el supermercado. Decidió no atender y esperar hasta que estuviese de vuelta tranquilo en su departamento.

En ese mismo momento sucedieron varias cosas simultáneamente.

–¡Nadie se mueva! –oyó una voz gritar desde la entrada–. ¡Y tiren los teléfonos!

Por encima de las latas de conserva, Fernando vio a tres encapuchados, uno apuntando su arma en dirección al cajero, un coreano aterrado, y los otros, hacia el pequeño grupo de clientes, que habían arrojado sus celulares al piso. Una mujer se puso a llorar.

–¡Te callas o te callo yo!

La mujer se puso una mano sobre la cara, tratando de detener el llanto.

Fernando iba a apagar su teléfono y a tirarlo junto a los otros cuando vio que tenía una segunda llamada. Miró nuevamente la pantalla: era Ron, el padre de Michael.

Uno de los encapuchados, el más bajo, el más agresivo, giró hacia él.

–¡Tira el teléfono ya o estás muerto!

Fernando intentó nuevamente apagar el celular, cuando una tercera llamada apareció en la pantalla: Vicky, de Cabo San Lucas.

Fue lo último que registraron sus ojos. Eso y la marca de la lata de tomates envasados. No era la que Alexia le había encargado. En ese instante, lo alcanzó el disparo.

Apenas unas pocas horas antes, Fernando estaba recorriendo con la mirada las estanterías del entrepiso que ocupaba en el tríplex tipo loft que le había prestado el gordo Rubén. Rubén, viajero infatigable, ¿dónde estaría ahora? ¿Marrakech, Estambul, Capri? Generoso, había insistido en que ocupase el loft en Palermo Soho. “Y no quiero que ni pienses en pagar nada. A mí me conviene, porque así tengo alguien de confianza que lo cuide y me riegue las plantas. Ni te atrevas a decirme que no”. Eso había sido hacía cinco años, como una suerte de regalo de Navidad. Sus compañeros de la facultad de Periodismo se burlaban cuando se enteraban de la dirección. “Uno se acostumbra fácilmente a lo mejor –le solían decir, divertidos–. ¿Y cómo vas a investigar asuntos de La Matanza y sucios enredos sindicales cuando se sepa que tomas tragos con el meñique levantado?”. Fernando se reía, pero igual decidió desde el primer día que no ocuparía más que el entrepiso, y que allí pondría su cama, su mesa y sus libros. El resto del loft , con las esculturas pop que le gustaban a Rubén y los muebles importados de Italia, apenas lo conocía.

Ahora, sentado a su mesa, que era también su escritorio, recorrió con la vista los estantes que albergaban objetos personales. Había allí algunas fotos, un grabadito de un San Francisco y el lobo que había tomado de la habitación de Michael en el campo de su padre en la Patago­nia y que ahora le traía recuerdos demasiado dolorosos, la invitación a un concierto de jazz al que había llevado a Tute y que les había gustado mucho. También algunos libros: una docena de best-sellers, algunas crónicas de viajes, abultadas entrevistas con políticos y actores más o menos conocidos, unos pocos volúmenes de poesía de algunos amigos poetas. Sobre el anaquel más alto, la caja de Meccano que le había regalado su padre para un cumpleaños, diez, quince años atrás, con la intención, no muy sutil del ingeniero Carlo Módena, de tentarlo con su profesión. Quizás por eso Fernando se había inclinado por lo que le pareció más distante de las cifras y los cálculos de su padre: el periodismo, ese noble y vago compromiso con la verdad que no hubiese sabido definir aun cuando estaba a punto de ejercerlo. “El periodismo no es nada más que el chisme tomado en serio –había dicho su padre cuando le contó su elección–. Un periodista es un alcahuete o un cotillero que cobra por su práctica perniciosa. Las cosas verdaderas de este mundo se hacen a pulso”. Ante tal fundamentalismo edilicio, de poco hubiera valido señalarle que las palabras escritas han logrado perdurar en el mundo tanto o más que cualquier construcción o prodigio de ingeniería pergeñado por las diversas civilizaciones humanas.

A través del enorme ventanal, Fernando podía ver, encuadrados por los marcos de las ventanas de la casa de enfrente, que espejaban los cambios de luz del incipiente verano, pequeños dramas que se desarrollaban ante sus ojos, como en los cómics ilustrados de su niñez. Quizás era eso, después de todo, lo que un periodista debía hacer: encontrar esas historias y contarlas con rigor, honestidad y simplicidad. Sin duda, eran vidas similares a la suya, con las mismas desazones, eventos absurdos, desilusiones y, muy de vez en cuando, momentos de intensa alegría. “Los caprichos de la diosa Fortuna –pensó–, ¡tan parca con estos últimos!”.

Recordó que la última vez que había tenido uno de esos momentos felices fue cuando recibió una de las únicas dos tarjetas postales que Tute le envió después de la despedida. Desde Londres, esa vez. Allí estaba la postal, junto a la caja del Meccano, con una vista del Palacio de Buckingham. “Saludos del Monstruo”, había escrito Tute con su típica letra grande e infantil. Nada más. Trató de recordar el color exacto de los ojos que tanto lo habían cautivado en el primer encuen­tro. Con sorpresa, se dio cuenta de que no podía hacerlo. En un año, ese color extraordinario parecía haberse esfumado de su memoria.

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