También había varios artículos sobre las muchas casas –esto sonaba a chisme– que se suponía que eran de Davies. Fernando miró las fotos detenidamente. Aparecían en revistas de decoración y de viajes, con los ángulos exagerados y el gusto por lo vistoso de esas publicaciones; sin embargo, creyó detectar en ellas una suerte de paradójico recato, una inesperada y original sobriedad. Mientras más exploraba, más le intrigaba la curiosa personalidad del señor Ron Davies.
Pero ¿cómo hallarlo? En este mundo del siglo veintiuno, donde la intimidad estaba prácticamente suprimida y Google Earth los vigilaba a todos en todo momento de sus conectadas vidas, ¿cómo era posible aislarse de tal manera, desaparecer del mapa como un náufrago voluntario, un Robinson Crusoe que había logrado escapar de la indefectible y omnipresente web?
Fernando revisó otros artículos: los automóviles deportivos que Davies había coleccionado, su conjunto de objetos precolombinos dignos de un gran museo, su gran jet con el que viajaba de casa en casa, de continente en continente.
Entonces pensó en Marcelo, un amigo piloto que trabajaba en Latam. Quizás él supiese si era posible descubrir cuál era su último punto de aterrizaje. Buscó su número en el ordenador y lo llamó, pero no tuvo suerte.
Le llevó un par de días encontrarlo, porque Marcelo tenía la costumbre de no responder cuando estaba trabajando. Dos días después, el domingo por la mañana, cuando Fernando todavía estaba en la cama, sonó el teléfono. Era Marcelo.
Se reunieron en un bar cerca de Aeroparque, y Fernando le contó su plan para encontrar a Ron Davies.
–Es posible –le dijo Marcelo después de reflexionar un rato–. Esos vuelos privados pueden rastrearse. También, creo saber quién es uno de los pilotos de Davies. Investigo un poco y te llamo.
–Lo antes posible, por favor.
–Siempre apurado, Fernandito. Haré lo que pueda. –Y viendo la cara preocupada de Fernando, agregó–: Te lo prometo.
El lunes por la noche Marcelo lo llamó.
–Mi amigo me confesó que, efectivamente, él es uno de los cuatro pilotos empleados por Davies. Y formó parte de la tripulación que, hace casi dos meses, lo llevó a su casa en la Patagonia, cerca de El Bolsón. Piensa que debe de estar allí todavía. Dice que es su lugar favorito en el mundo entero.
–Mil gracias, Marcelo –dijo Fernando, sin tratar de ocultar su exaltación–. Te debo una botella de whisky.
–Si esto te sale bien –le contestó el piloto–, me debes media docena.
Uno de los rasgos mágicos del paisaje patagónico es la rapidez con la que cambia. Uno puede empezar por un ancho valle color arena, encontrarse con una cadena de cerros bajos y jorobados como una manada de camellos, verse de pronto al borde de un bosque impenetrable de centenarios árboles gigantes, altos y azules, y caer casi enseguida en un lago de orillas blancas y de aguas de un azul cobalto. Las formas del paisaje patagónico son engañosas para el ojo urbano.
Esas formas tendidas en la escueta playa pedregosa no eran, como podría pensarse, serpientes y dragones, sino troncos pálidamente labrados por el tiempo, las lluvias y el viento; las desolladas piernas y los brazos que parecían hundirse para aliviar el ardor en las aguas puras y frías del lago, eran ramas y raíces de los arrayanes, cuyo color hizo recordar a Fernando los muros rosados de una estancia visitada con su padre cuando era niño. Allá, cerca del horizonte, detrás de las franjas ocres, amarillas, rojas y verdes, se alzaban las cumbres imponentes de la lejana Cordillera, como una advertencia o una promesa.
En el aeropuerto de Bariloche, un camionero conversador que había ido a buscar un envío de sacos de semilla, se ofreció para llevarlo. Llegaría hasta un puente sobre ese río o arroyo que aparecía en el mapa que Fernando tenía abierto, señalado con un marcador rojo. Marcelo le había dicho que ese río atravesaba la propiedad de Davies. Y de allí se las tendría que arreglar solo, remontando el cauce a pie.
–Acá en el sur nos conocemos todos sin conocernos –le dijo el camionero–. Nadie sobrevive solo, de manera que cualquier forastero es un hermano.
Y le propuso a Fernando compartir un sándwich de queso de cabra, que colocó en el asiento entre los dos, mientras el camión saltaba como una enorme liebre destartalada, por esa ruta que había conocido días mejores.
–En un par de horas estaremos ahí –le anunció luego de un rato–. Usted, si quiere, duerma. Yo lo despierto cuando lleguemos.
Amodorrado por el vaivén del camión, el aire cálido y polvoroso que entraba por la ventana y la voz del camionero que se había puesto a tararear un tango, Fernando se durmió. Cuando se despertó, el camión se había detenido.
–Llegamos, compañero –oyó que le decía el camionero–. Allá abajo está el río que usted anda buscando.
Fernando tomó la mochila en la que llevaba lo estrictamente necesario –un cambio de ropa, una mínima tienda, una bolsa de dormir– y agradeciendo al camionero, empezó a bajar por la senda de piedra. Oyó el agua antes de verla.
El río era estrecho, pero bastante torrentoso, y en la margen izquierda descubrió una huella zigzagueante que ofrecía un sendero protegido entre la playa pedregosa y el agua. Una brisa suave soplaba trayendo un perfume que Fernando no supo identificar. Consultó una vez más el mapa y empezó a caminar. La mochila casi no le pesaba. “No sé si a Tute le hubiese gustado esta aventura –pensó–. Sin bares, sin gente, sin música...”.
Mientras caminaba, casi sin darse cuenta de los varios kilómetros que estaba recorriendo al borde de ese río que lo seguía amistosamente, Fernando se preguntó qué haría cuando se encontrase con Davies, si acaso lo encontraba. Nada menos seguro: un millonario como aquel podía decidir, de un momento a otro, llamar al comandante de su tripulación y escaparse al Caribe, al norte de África o a una isla en la Polinesia. Y si estaba, ¿qué le garantizaría que aceptase hablar con él? De seguro, Fernando no podría decirle la verdad, para qué había venido al sur, que su futuro como periodista dependía de la buena voluntad de este señor desconocido, recluido y misterioso.
¿Creería Davies que Fernando era simplemente un mochilero más, un muchacho joven que se había escapado de las exigencias urbanas para aventurarse en la naturaleza más o menos salvaje, vivir un tiempo al aire libre, convivir amablemente con las piedras, los pájaros, los árboles y el agua de esta región mítica? No podía menos que intentarlo. Si fallaba, si Davies le cerraba la puerta, si se rehusaba a hablarle, no perdería nada –pensó con cierta ironía–, salvo el costo del billete de avión, una buena parte de su amor propio y la posibilidad de un empleo que cambiaría su vida.
Ahora el sol se estaba ocultando detrás de la ladera y el agua parecía de oro y plata. Un pájaro empezó a cantar intermitentemente y Fernando se detuvo maravillado para escucharlo. Entre cada canto fluía constante el murmullo del arroyo. Tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido de verdad. No se atrevió a mirar su reloj.
El cielo seguía iluminado con un celeste delicado y transparente, como si el anochecer y la aurora se hubiesen confundido o trastocado. A la altura de los árboles y las piedras, todo se había vuelto negro, cielo y tierra contradiciéndose, uno aferrándose a la luz, la otra insistiendo en su oscuridad. Todo allí era colosal y auténtico: el cordón Serrucho, que delimitaba el valle como una pared de piedra que el folleto turístico comparaba con los Dolomitas, los altos y milenarios alerces formando bosques de belleza incomparable, el torrente de agua pura y cristalina y, por encima, como un anillo luminoso, aparecería más tarde la inusual claridad de la Vía Láctea, como solo puede apreciarse en aquellas latitudes.
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