Alejandro Guillermo Roemmers - Vivir se escribe en presente

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Vivir se escribe en presente: краткое содержание, описание и аннотация

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Somos energías conscientes, que se expresan en un espacio-tiempo, cuyas circunstancias cambiantes nunca se repiten y cuyas acciones, por lo tanto, siempre tendrán un efecto diferente según la conjunción del momento y lugar donde se realicen.
En Vivir se escribe en presente, Ron, Fernando, Alexia y Michael enfrentan el dilema de estas circunstancias, protagonizando una historia cruda y profunda, en la que el amor, la amistad, las relaciones entre padres e hijos, la vocación y el destino se entrecruzan y generan un entramado de situaciones que nos hacen reflexionar sobre cada una de las pequeñas o grandes decisiones que tomamos a cada instante.
Alejandro G. Roemmers nos propone una historia atrapante e inteligente, que desnuda la incomunicación, las rigideces, los tabúes, las represiones y la forma egocéntrica y carente de empatía a la que nos conduce la vida urbana, autómata e inconsciente.
Una novela adictiva, un viaje de autoconocimiento y reflexión sobre la forma en que vivimos, ya que, aunque nos pasen inadvertidas, las palabras que decimos o callamos, los enojos y portazos, las decisiones que tomamos o eludimos, una despedida, un abrazo son las semillas que albergan nuestra suerte, porque el futuro lo estamos escribiendo hoy, en presente.

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Fernando lo miró, sin saber bien qué hacer ni qué decir. Allí estaba, indefenso, frente a su supuesta presa. La diosa Fortuna –con alguna ayuda de su amigo experto en tecnologías aéreas– los había acercado, y en inmejorables condiciones, no para su pierna, precisamente, pero sí para sus objetivos. De pronto, su camino se había allanado por completo, ya no precisaba buscar excusas ni explicaciones para aproximarse al magnate. Rápidamente decidió que, como había planeado, no iba a decirle que era un periodista, ni mucho menos que él, Ron, era su meta. No lo pondría a la defensiva ni correría el riesgo de que se enfadara y le pidiera que se fuera de su propiedad de inmediato, aun rengueando. Lo mejor que podía hacer, pensó, era seguir simulando ser tan solo un mochilero en busca de sosiego y soledad en las vastas extensiones patagónicas.

–Supongo que estás de vacaciones –le dijo el hombre, como si le hubiese adivinado el pensamiento.

–Sí, más o menos, quise pasar unos días respirando un aire no contaminado. En Buenos Aires se respira cada vez peor. Salgo de casa con la camisa blanca y cuando vuelvo está negra.

Mientras lo ayudaba a ponerse de pie, el hombre contestó:

–Tienes razón. Estamos envenenando nuestro mundo. Yo también busco aire limpio en la Patagonia. Y agua pura.

Fernando se recompuso y le extendió su mano.

–Me llamo Fernando. Fernando Módena.

Empezaron a avanzar lentamente por un sendero que los alejaba del río, con el perro ovejero husmeándoles los talones. El hombre miró a Fernando a los ojos.

–Yo soy Ron –dijo, confirmando lo que Fernando ya sospechaba–. Y este es Sancho –agregó indicando al perro que, al oír su nombre, dio un pequeño ladrido de reconocimiento–. Módena no es un apellido tan común. ¿Eres algo del ingeniero?

–Es mi padre.

–Ah, fíjate. Qué interesante. Tu padre diseñó unos edificios espléndidos. Tuve la oportunidad de co­nocerlo cuando trabajamos en un proyecto común. Hace muchos años –aclaró Ron–. Muchos años –repitió.

–No nos hablamos desde hace algún tiempo –dijo Fernando–, es como si fuera un poco huérfano –y se rio para ocultar la sensación de que había dicho demasiado.

Capítulo 6 Entrar en la casa de Ron no era dejar el mundo de piedra y cielo - фото 13

Capítulo

6

Entrar en la casa de Ron no era dejar el mundo de piedra y cielo. La sensación de espacio abierto no solo la creaban las vastas paredes de vidrio, sino también los muebles de maderas claras, grandes objetos precolombinos en terracota, la pintura de algún paisaje, la luz cálida de lámparas discretas. En el hogar ardía un fuego acogedor. Sancho fue a acostarse frente a las llamas, con un suspiro de felicidad.

–Aquí estamos –dijo Ron, acompañando a Fernando a un largo sofá frente al fuego–. Quítate la ropa mojada y ponte cómodo. Te conseguiré unas toallas para que te seques.

Fernando se sintió misteriosamente en casa. Con cuidado, porque el pie le dolía bastante, se sacó las botas empapadas, el abrigo que goteaba, la gorra y, obedeciendo a un gesto de Ron, se arropó en una gran toalla color arena. Ron le alcanzó unos pantalones y una camisa, y pantuflas suaves como lana de vicuña.

–Ahora vístete y vamos a ver ese tobillo –dijo Ron.

En ese momento, entró en el salón una mujer mayor, vestida de blanco y negro, la plenitud y la ausencia de color, y Fernando no pudo evitar preguntarse cuál predominaría en su destino. Tenía la tez bruñida, grandes ojos oscuros y el pelo recogido en dos trenzas negras entrelazadas entre sí, que formaban un rodete sobre la nuca. Después de la experiencia del río y de la tormenta de la noche anterior, su aparición le hizo recordar ciertos cuentos infantiles, donde, de pronto, aparecía un ser fantástico que era como la encarnación del mundo de los sueños y de lo desconocido. Pero cuando la mujer habló, su voz sonó absolutamente terrenal, razonable.

–¿Traigo el botiquín?

–Aurora, este muchacho se llama Fernando. Fernando, Aurora, mi ángel guardián.

La mujer mostró unos dientes blanquísimos, en una sonrisa amplia, generosa.

–En un santiamén lo curamos. Traigo mis cosas ya, señor Ron.

Aurora salió de la habitación y enseguida volvió a aparecer con una caja de la que sacó un frasco de un ungüento perfumado y unas vendas. Con gran habilidad y dulzura, repartió generosamente la pomada en todo el pie y lo cubrió con una venda ajustada. Fernando, recostado en el sofá, se sintió como un caballero andante después de la batalla, atendido por una milagrosa hada madrina.

–No debería usted apoyar su peso sobre este pie por lo menos por un par de días –sentenció Aurora cuando terminó de ajustar el vendaje elástico.

Se levantó para marcharse, cuando Ron se dirigió a ella:

–Aurora, ya son las doce. Pienso que este muchacho estará muerto de hambre. ¿Qué podemos ofrecerle?

–Espero que no sea reacio a las empanadas salteñas –dijo.

–Mil gracias, Aurora –contestó Fernando–. Las empanadas salteñas me encantan.

La mujer se retiró y poco después regresó y colocó sobre la mesita, frente a Fernando, una fuente de empanadas humeantes, una botella de vino y un canasto de frutas. Ron le sirvió un vaso lleno y le contó que había traído ese vino de su viñedo en Mendoza.

Mientras comía, Fernando notó que Ron lo observaba detenidamente, como si quisiera descubrir en sus gestos algo más allá de lo que Fernando le había contado. Sancho se levantó para pedir con los ojos una empanada. Ron le puso media en la boca dentuda, y Sancho volvió a acostarse frente al fuego, mientras afuera cobraba impulso la tormenta.

Con un boceto de sonrisa, Ron le dijo:

–Te estarás preguntando por qué vivo aquí, como lobo solitario. Por un lado, tienes que saber que esta no es mi única residencia. Mi favorita, sí, pero paso parte del año en el Caribe o en Europa. Sin embargo, es aquí donde me siento más a gusto. Yo creo que nuestro planeta no desperdicia espacio. Si bien hay vastas estepas y extensos mares deshabitados, y ciudades abarrotadas como hormigueros, cada uno de nosotros tiene un rincón en el que cabe perfectamente, sin esfuerzo y sin tener que recortar ángulos molestos.

Hizo una larga pausa.

–Tú te debes acordar de haber jugado, de muy chico, con esas tablitas de madera que tenían formas recortadas, un triángulo, un círculo, un cuadrado, ¿verdad? Y de cómo te divertías en colocar el trozo de madera pintada, con la forma correcta en el espacio correcto... He llegado a pensar que el universo es así y que cada uno tiene que encontrar el espacio exacto que le corresponde. Nos amontonamos en rascacielos, concurrimos a fiestas abarrotadas, viajamos en manada sin ver el paisaje que nos rodea. Y durante todo ese tiempo hay un sitio preciso que fue creado para nosotros, el que nos espera. Sospecho que el Jardín del Edén fue uno de esos espacios, el destinado a Adán y Eva, el lugar donde cabían cómodamente.

Fernando, la boca llena del delicioso sabor de una empanada, asintió.

–Es una idea consoladora para quien se siente per­dido. –Hizo una pausa y agregó–: Un poco como yo.

–¿Tú te sientes perdido?

–A veces.

–Yo también. O por lo menos, me sentí así durante muchos años. ¿Te sirvo más vino?

Hubo un largo silencio, durante el cual Aurora retiró el plato de empanadas y puso uno con frutas. Ron le acercó a Fernando la canasta.

–Vienen de Río Negro. Otro Jardín del Edén. Es­tas frutas las puedes comer sin peligro. No hay prohibición divina.

Fernando tomó un durazno y lo mordió con placer. Se sentía inmensamente a gusto, y a la vez culpable por sentirse tan bien. ¿Estaba traicionando la hospitalidad de ese hombre, que le ofrecía techo, comida, conversación amable, cuando su intención secreta era sacarle suficiente información para escribir un artículo revelador e indiscreto? Tal vez, pero igual debía seguir adelante, se dijo para serenarse, porque esa era, en algún sentido, la prueba de fuego de su profesión, la primera de las muchas que le tocaría atravesar. De todos modos, sintió que se sonrojaba.

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