Flavio Salinas - Escribe, Sirio, escribe

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Escribe, Sirio, escribe: краткое содержание, описание и аннотация

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"Dijo «Tienes treinta años que escribir, Sirio, para dejar escrito lo que quieres recordar con pasión». Afuera ya era de noche. La luna llena se tornaba plateada y magistral, bordeada de estrellas y con cordones de universo. Eloi tenía que partir. Sirio finalmente le preguntó, con el corazón ardiendo en súplica por una respuesta que lo salvara una última vez. ¿Qué puedo hacer para no olvidarte?"
La historia de una familia, de un joven y de una vida desbordada que lucha para librarse de ataduras, ideas limitantes y dolores viejos. ¿Qué es la vida de Sirio en este libro?. Es la totalidad que encierra su cosmos de remembranza: amor, arte, familia, costumbres, naturaleza, pasado, lo normal y lo paranormal, lo visible ante sus ojos y lo invisible también. ¿Puede existir tanto en un mismo libro?. Así es, porque la vida no conoce de continentes si se la escribe con letras de pasión.

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Otra espera, otros quince días, dos semanas esperando para la prueba práctica; ese día se levantó temprano, junto con Absalón, que dejó a un amigo en la verdulería, para acompañar en la camioneta a su hijo a terminar lo que había empezado hacía ya más de un mes.

—Vamos que hoy te venís con la licencia, Sirio —le dijo con entusiasmo a su hijo.

—Estoy seguro de eso, ya está, a partir de hoy manejo para todos lados yo solo, lo necesito para moverme, papá, no puedo llegar a tiempo a todas las oficinas que necesito visitar en un día común de trabajo en la municipalidad, así que hoy tengo la licencia sí o sí —decretó como una sentencia de éxito.

Una vez dentro de la oficina le dieron el turno, había dejado estacionada la camioneta de Absalón frente a la oficina de la seccional, entre dos motos de personas particulares que estaban esperando también hacer la prueba de manejo, y unos conos de referencia naranja flúor que pertenecían a los oficiales.

Sirio subió a la camioneta cuando fue su turno, por el lado del acompañante, un policía gordo y serio, sabía que a ese hombre lo tenía visto de algún sitio, pero los nervios empezaron la carrera con la ansiedad y la cabeza de Sirio se convirtió en un hervidero con peligro de erupciones volcánicas.

—Bueno, pibe, arranca nomás —dijo sin más el oficial.

—Bueno —dijo Sirio, con dudas existenciales en cada letra de aquel fonema.

La camioneta no arrancaba, uno, dos y tres. Sirio contaba y respiraba al mismo tiempo, la camioneta seguía sin arrancar, finalmente arrancó y se volvió a parar, y así tres sucesivas veces.

—A ver para, hermano, concéntrate, porque si arrancas así, o sea, sin ni siquiera arrancar vamos mal —dijo el grotesco oficial.

—Sí, sí, es que estoy, no sé ahí va —dijo Sirio sin mirar al policía y sin mirar a su papá que observaba cada dudoso movimiento suyo a través del cristal de la camioneta.

La camioneta finalmente arrancó, y Sirio puso primera con un movimiento poco suave de la palanca de cambio, o eso supuso, sin querer había colocado la marcha atrás, ya para entonces sentía un calor que lo ahogaba, y por alguna circunstancia sintió que le transmitía esa temperatura al policía que lo acompañaba, sin embargo, en el oficial el calor se estaba traduciendo en enojo y rabia a cada grado centígrado que recibía. Tanto fue el alivio que sintió al atinar la marcha que accionó la reversa, y siguió y siguió retrocediendo, golpeando y tirando la moto que estaba atrás sobre otra y esta última tirando los conos flúor de la policía. Sirio hizo como si no pasara nada, pero no pudo contener darle un vistazo a la cara de su papá, por delante de la barriga del oficial. Absalón estaba serio y con los pies clavados como dos estacas en la vereda, sintiendo la vergüenza ajena a flor de piel, entre los dos dueños de esas motos particulares, quienes seguramente estarían rezando para que no les hubiese pasado nada a sus rodados, igualmente ninguno de los dos conductores atinaron a rescatarlas, ya que también estaban con dos policías que los acompañaban esperando el turno para sus propias pruebas. Todos en la vereda observaban la situación con expectantes ojos desorbitados.

El policía que acompañaba a Sirio no dijo nada, ni se inmutó, solo dejó escapar un suspiro, más que de lástima de fastidio, según el relato posterior del mismo Sirio, que saliendo con leve movimiento hacia la izquierda, no hizo mayor ademán de meterse a la avenida, cuando una moto que venía atrás le tocó bocina, y eso fue todo y el detonante final. El broche de oro de una película paupérrima y de mala suerte.

—No, para, pibe, mira, si estás nervioso vamos a hacer lo siguiente, tomate otro par de semanas, un buen té de tilo para calmar los nervios y regresá cuando sepas manejar —dijo el policía con la cara roja, bañado en sudor y con la rabia de un perro agresivo.

—Bueno —contestó Sirio, quien para entonces ese final fue un alivio de lo más vergonzante, pero un alivio en fin.

Al bajar de la camioneta, los conductores de las motocicletas las revisaban buscando algún daño, mientras que Absalón esperaba a Sirio a modo de estaca hecha piedra, con los brazos cruzados.

—No pasé, qué lástima —se quejó Sirio.

—Sí, me di cuenta de que no —dijo Absalón con mezcla de resignación e impotencia.

Qué comienzos desgraciados estaba teniendo Sirio con los autos y la calle y el desplazamiento, qué era lo que pasaba, qué tenía que aprender, además de saber manejar y obtener su licencia de conducir. Fueron casi dos meses entre la primera prueba y el día que obtuvo su carné. Cuando por fin la consiguió se dijo a sí mismo que a partir del día siguiente iba a empezar a conducirse en la motocicleta de Absalón hasta su trabajo cada mañana, ya que la camioneta no le traía tanta suerte. ¿Pero era realmente una cuestión de suerte lo que tenía que interpretar?

Como lo prometió y se lo prometió a él mismo, Sirio empezó a conducirse en la moto de Absalón, un rodado que a simple vista le quedaba grande para su cuerpo, pero que sin dudas le otorgaba más confianza para desplazarse en la calle, más que una camioneta o un auto. Los primeros días en su trabajo en el municipio de San Gabriel del Sol habían significado una gran aventura y un gran aprendizaje, los primeros roces sociales con sus compañeros, aprender nuevas cosas, relacionarse con gente, eran las primeras tareas que allí aparecían, en esa oficina gris, pero que él había adornado con un par de plantas naturales y se encargaba de mantener limpia y ordenada, lo mismo que con su habitación en la casa de sus padres.

—¿Vivís solo, querido? —preguntó una mañana la señora de la limpieza.

—No, con mis papás —contestó Sirio amablemente.

—Claro, ¿seguro solterito, no? —siguió preguntando.

—Sí, señora, soltero —volvió a contestar Sirio mientras seguía con la vista fija en la computadora, controlando una planilla de datos estadísticos.

—Mejor, querido, no sabes lo que te espera cuando te comprometas, ni hablar de cuando te cases, si es que te vas a casar, no te conviene dar el sí en estos tiempo, querido, las mujeres son todas unas nutrias, unas víboras, te sacan hasta el último centavo hasta que consiguen lo que quieren: dejarte seco y miserable, después te dejan con el corazón roto y devaluado —terminó el relato con una sonrisa fresca y descarada.

—Pero, señora, ¿cómo me dijo usted que se llamaba?

—Carmen, decime Carmencita mejor, acá todos me llaman así, y a vos ya te tengo confianza, querido.

—Bueno, Carmencita, mire, yo la verdad no tengo idea de comprometerme por ahora, menos de casarme, pero de todas maneras voy a tener en cuenta su consejo, sabe.

—Me parece perfecto, querido, lo bien que haces.

Sirio siguió con la computadora trabajando seriamente y de refilón miraba que Carmen trataba de sacarle algún otro tema de conversación, mientras hacía más tiempo del que debía trapeando el piso de su oficina.

—Bueno, me retiro, joven, que esté usted bien —terminó su periplo de limpieza y de descargo la mujer.

—Hasta luego, Carmencita.

Sirio pensó para sus adentros, vaya, qué carga llevaría esa pobre mujer para tener esos pensamientos, él en muchos aspectos no coincidía con la forma de vivir de muchas mujeres, como tampoco de muchos hombres, pero no decía a los cuatro vientos lo que pensaba, esa era la diferencia con Carmencita. Sería mejor poder expresar lo que uno pensaba, en qué conversación, cuándo, con qué clase de persona, todo eso era muy reciente para el entender de Sirio, tenía que conocer más a sus compañeros de trabajo, establecer más lazos de confianza.

Un viernes, llegando al trabajo, luego de haber transcurrido su primer mes de labor estable en la municipalidad, como estaba recién encerado el piso de los cerámicos rojos, Sirio bajó de la moto y empezó a patinarse para un lado y para otro, caminó unos pasos hacia la entrada y siguió tambaleándose como una rama fina sacudida por el viento, hasta que, de un momento para otro, no pudo establecer el equilibrio y cayó redondo al piso.

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