Flavio Salinas - Escribe, Sirio, escribe

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"Dijo «Tienes treinta años que escribir, Sirio, para dejar escrito lo que quieres recordar con pasión». Afuera ya era de noche. La luna llena se tornaba plateada y magistral, bordeada de estrellas y con cordones de universo. Eloi tenía que partir. Sirio finalmente le preguntó, con el corazón ardiendo en súplica por una respuesta que lo salvara una última vez. ¿Qué puedo hacer para no olvidarte?"
La historia de una familia, de un joven y de una vida desbordada que lucha para librarse de ataduras, ideas limitantes y dolores viejos. ¿Qué es la vida de Sirio en este libro?. Es la totalidad que encierra su cosmos de remembranza: amor, arte, familia, costumbres, naturaleza, pasado, lo normal y lo paranormal, lo visible ante sus ojos y lo invisible también. ¿Puede existir tanto en un mismo libro?. Así es, porque la vida no conoce de continentes si se la escribe con letras de pasión.

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Lo que Sirio no sabía era que ese trabajo, como tantos otros, se volvería rutinario y encadenado a una monotonía existencial y banal, que lo haría, a posteriori , cuestionarse si realmente era lo suyo, o era algo que simplemente hacía como si fuera una máquina ajustable y eficiente a los efectos de la producción.

Nunca olvidaría el día de la primera paga o el primer sueldo como le dijo en su oportunidad Alba, ella estaba ordenando ropa en su dormitorio, tarea que hacía muy a menudo, porque era muy adicta a todo lo que ropa se refiriera, Sirio entró a la habitación.

—Hola, mamá, podés creer que ya cobré.

—¡Ay, Dios mío, madre mía!, mi hijo de mi alma, ha cobrado su primer sueldo, hay que contarle a tu padre, ¡Absalón! —pegó el grito desaforada.

—Pará, mamá, que no hay tanto que festejar, si esto es una miseria, a vos te parece, no puede ser, poco más de cuatrocientos pesos, ¿te parece digno? —dijo Sirio con las cejas entornadas y mucha rabia interna.

—No importa, mi vida, ese es tu primer sueldo, es el resultado de tu esfuerzo, además ya vas a cobrar más, vas a ver, es de a poco, o cuánto te crees que cobro yo con más de veinte años de antigüedad como docente, y cuánto fue mi primer sueldo, seguro menos que el tuyo, en aquella época, hace añares, puuu —exclamó largo y exagerado como solía hacer Alba—. No me hagas acordar de eso, mi Sirio. Madre mía, Dios mío, el primer sueldo de mi hijo, ¡santo cielo! —cerró su discurso con más y más grandilocuencias y gestos de alegría y orgullo.

Esa felicitación valía más que el dinero, peso por peso, que representaba su pago mensual, por su primer sueldo en la municipalidad. La tarea había sido fácil y muy dificultosa por momentos, fue su primer mes de trabajo, entre papeles, preparación, asistencia social, poco o muy satisfactoria, a veces su trabajo le gustaba, otras veces no compartía los ideales o los gustos con sus compañeros de oficina, era un trabajo más y listo, eso le había dicho Absalón un día.

—Sirio, si fue para lo que te preparaste, así que no te quejes. La vida se trata de eso, estudias un día, otro día empiezas a trabajar y hay que darle y darle, y a no cansarse, mi hermano, es así.

Vaya explicación había tenido que escuchar pensaba Sirio. Así de plana y lisa era la vida según su padre, quien año tras año abría la verdulería y la carnicería día tras día, a los 8 de la mañana, hasta las 22 horas, cuando se cerraba la persiana de aquel almacén tan conocido en su barrio.

No puede ser, se dijo en variadas ocasiones, sobre todo, cuando haciendo zapping en la televisión veía a cantantes y bailarines famosos, que llenaban de luz y de felicidad los paneles y escenarios que pisaban con su arte, y trabajaban haciendo eso. Sirio sabía que la vida no podía ser solo eso, qué era lo que faltaba, se habría equivocado de carrera, quizás el miedo a irse de su lugar y de su terruño lo había coartado, quizás sí, quizás no, le hubiese dicho su abuelo Casimiro. Será que tendrías que haber estudiado otra cosa. Sirio escuchaba una voz desconocida en su cabeza, que luego de muchos murmullos y tormentos identificaba como su propia voz.

Sumado a estas incomodidades incipientes en sus días, apareció la necesidad de aprender a manejar, algo en qué transportarse, ya que el trabajo dentro de sus funciones le exigía tener que desplazarse a distintas instituciones y asociaciones para llevar a cabo entrevistas, completar formularios y transportar papeles de importancia.

Un día de esos en que cualquier persona, un poco desconfiada de sus capacidades, pero determinada por su necesidad imperiosa y en crecimiento, Sirio se dijo a sí mismo:

—Voy a tramitar mi licencia de manejo.

Se lo comunicó al poco tiempo a su papá, un día como cualquier otro, comiendo, junto con Alba, Perla y sus otros dos hermanos menores, que para entonces ya habían nacido, Casio y Unai, quienes contaban con siete y cinco años de edad.

—Yo también quiero —dijo Perla.

—Querida, cómo sos, si tú no lo necesitas para trabajar, aprovecha que te lleven a todos lados —le contestó Sirio con asombro.

—Vos estás loco, hermanito, ya tengo edad suficiente para poder arreglármelas solita por la calle. —Sirio siempre había admirado la capacidad de Perla de desenvolverse en el mundo que la rodeaba, con todas las personas que conocía, con sus amigos, con las personas que no quería. Ella perfilaba una independencia singular.

—No está mala la idea —acotó Absalón desde su lugar en la mesa, que, por cierto, siempre, siempre era el mismo lugar—. Yo creo que tienen que aprovechar el viaje y empezar esto juntos.

—Sí, además pueden practicar juntos con la camioneta de su padre —dijo Alba entusiasmada.

Los niños más chicos, jugando y peleando al mismo tiempo, paraban unos momentos para poder escuchar lo que los mayores hablaban, sin poder entender mucho de qué se trataba todo lo que decían.

—No se diga más, esta misma tarde vamos al parque a practicar manejo y estacionamiento —se adelantó Absalón, levantando el vaso de vino con mucha determinación.

Esa tarde fue calurosa, salieron los tres en la camioneta, grande, alta, incómoda a los ojos de Sirio; fuerte, suave y genial para la vista de Perla. Llevaban en el baúl dos jaulas de verduras que habían traído de la verdulería, vacías, por supuesto, para colocar como referencias para poder estacionar entre ellas. Las pruebas de manejo que Sirio había realizado hasta el momento no habían sido del todo satisfactorias, ni mucho menos exitosas a su modo de ver, el cantero de cemento, lleno de flores, en la entrada de la chacra del abuelo de Sirio se había salvado por poco de una embestida inminente, cuando al comando de la camioneta iba él, semanas atrás, tembloroso e indeciso, apretando el acelerador, en vez del freno.

Las pruebas de manejo en el parque no fueron tan terribles, unas peripecias que serían la antesala poco prevista y nunca prevista, mejor dicho, para una vida automovilística desastrosamente vecina en la vida de Sirio Aldebarán; ojalá todos los años venideros hubiesen sido como esas pruebas en donde los días arriba de la camioneta pasaban en lugares llenos de naturaleza y seguridad.

Posteriormente, luego de haber obtenido la teoría que se precisaba para estudiar y pasar la primera prueba, los hermanos se dirigieron a la seccional policial que estaba en la avenida secundaria de San Gabriel para poder rendir el examen teórico para la licencia de manejo. Una vez allí, en la salita de espera, recibieron los resultados, Perla había aprobado, Sirio desaprobó con media centésima por debajo del mínimo requerido para pasar al examen práctico.

—No puedo creerlo, Perla, esto es una injusticia, no puede ser que por tan poco, o por una pregunta estúpida relacionada con un avión me desaprueben, esto es un desastre —se lamentó Sirio, suspirándole a su hermana.

—Bueno, Sirio, ya lo vas a pasar, estudiando más, hermanito —respondió Perla con media sonrisa de pena.

—Claro, vos lo decís porque para vos es fácil, sos linda, por eso te sale todo bien —contestó Sirio con pizca de enojo y envidia.

—Sirio, por favor, no me hagas reír, aunque no te voy a negar que el oficial no dejaba de mirarme cuando me entregó el formulario para completar, no sé por qué en realidad.

—Por favor, Perla, no te hagas la tarada, nena —finalizó la conversación Sirio, sabiendo que tenía que esperar dos largas semanas, pensando qué más podía llegar a interpretar del manual de manejo.

A los quince días, volvieron, Perla realizó una vuelta a la manzana en la camioneta con el mismo oficial de policía que le había entregado dos semanas atrás el formulario para la prueba teórica, salió de las oficinas de la policía con el carné pegado en la frente como símbolo de su triunfo, mientras tanto, Sirio se encontraba en la vereda con el examen teórico aprobado al fin, con el mínimo indispensable obtenido, aún no podía creerlo, aunque lo que realmente tenía que aprender de esa lección era algo mucho más trascendental, una lección que meses después entendería.

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